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Shakespeare borracho

Si Shakespeare supiera todas las versiones que se hacen de sus obras… Seguramente algunas le gustarían más que otras… En todo caso, no tendría Shakespeare mucha autoridad moral como para ofenderse por las alteraciones en las que necesariamente toda versión incurre, pues la mayoría de sus obras son sus versiones de historias que él a su vez escuchaba o leía. Así que… Pero, ¿qué diría de una versión que se hace con actores que improvisan sobre sus líneas, borrachos? Borrachos, borrachos. Mientras transcurre la obra, más borrachos, pues no dejan de beber incluso de lo que beben los espectadores, como para que quede claro que se trata de alcohol de verdad y no de té en una botella de whiskey. Lo impresionante es que sostienen esas líneas, aguantan las intenciones e improvisan con coherencia y más que libertad, un desparpajo que inevitablemente convoca la complicidad y la risa.

El espectáculo “Drunk Shakespeare” (Shakespeare Borracho), es de una honestidad que seduce y compromete al espectador. Todo el mundo la pasa bien, yo me reí con gusto junto al resto, coctel en la mano, los actores todos muy eficientes, unos muy talentosos, la escenografía hecha de montones de bellos libros viejos -como era de esperarse, según refiero en artículo anterior-… Pero al tiempo que me divertía sin dificultad, sentía que lo que presenciaba era un exceso, una irresponsabilidad. Algo me hacía sentir muy incómoda. Exponer así el oficio del actor no le hace justicia a su arte.

Al pasar de los minutos, al calor de las risas cada vez más altisonantes, me sentía yo cada vez más incómoda. Al salir de la función la sensación era definitiva: me sentía sucia. Me pesaba una cierta culpa, una traición que no lograba descifrar, o que no quería, para no ponerme pesada y demasiado intelectual, cuando simplemente se trataba de disfrutar de una comedia entretenida en compañía de amigos.

Pero a la mañana siguiente ya no podía equivocar el llamado de la razón, a ver, ¿qué fue lo que te molestó, Lupe? Yo te vi anoche riéndote a carcajadas… ¿por qué ahora este rollo? … Pues porque no es necesario herirse para hacer el herido sobre la escena con toda honestidad. Justamente ¡de eso es que se trata!

Los que piensan que los actores mienten por oficio, no saben lo que dicen. Es justamente lo opuesto: los actores no pueden mentir. Es mucho más que poner caras, o el aspecto, lo que hace a un actor. Por eso se entrenan en el manejo de las emociones, que es lo que les permite dotar de verdad a todo lo que hacen sobre la escena. Identifican, localizan, reconocen, recuerdan y, sobre todo, sienten… y luego llaman y reproducen la emoción, en el momento en que la necesitan. Y esto los obliga a una práctica permanente, el actor requiere ejercitarse, a similitud del gimnasta, por fortalecer el músculo, en su caso, emocional. Por alistar su capacidad de convocar emociones ad lib. Y cuando la emoción acude ¡el teatro sucede!, el espectador la siente, y también se emociona. Una magia que no deja espacio a la mentira. Cuando un actor miente, se le ve. Y el público no perdona una traición semejante.

Pero en este caso, no se trataba de convocar el estado mental y físico que produce la ingesta de alcohol. No, la actriz estaba completa y verdaderamente borracha. Debo decir que, a pesar de su borrachera, tenía absoluto control sobre la comicidad de la escena. Haciendo la aclaratoria de que lo fundamental en la comedia es el ritmo, a niveles de exactitud matemática, el desempeño de la actriz borracha, me resultó impresionante. Ella era el personaje principal, sobre sus hombros pesaba el transcurrir de la obra toda, y ella estaba a cargo. Rascada, pero a cargo. Todo giraba a su alrededor… literalmente, pero su dominio del oficio es digno de todo mi reconocimiento. Pero… ¿es esto admirable? ¿Es así que funciona? ¿Es esa verdad, la verdad del teatro? ¿Es necesario golpear al compañero en la escena de la disputa, clavarle el cuchillo en la escena del crimen, sangrar después de la batalla?

No. Porque la verdad del teatro reside justamente en el arte de fabricar verdad sobre la escena, vale decir frente a todos y en tiempo real. Lo que no significa que sea verdad en realidad, aunque es verdad. ¿Me explico? Y en eso, la responsabilidad del actor es enorme.

Por eso esta manipulación del texto de Shakespeare en exacerbación etílica, -que el New York Times comenta como una nueva manera de popularizar al dramaturgo, de acercar el teatro clásico a la masa-, me dejó un mal sabor. Un culposo sabor a abuso. A entretenimiento fácil y efímero que explora el exceso a la manera de un circo. La borracha principal, dispuesta a mostrarse en sus kilos de más sin ninguna pena, tambaleándose cada vez más borracha, la falda sobre la cabeza, los rollos en la cintura, talentosísima actriz, expuesta como un animal que no sabe de vergüenzas. Expuesta también quedó, sin embargo, su sólida inteligencia, en sus dotes para la improvisación aguda, que superaban la borrachera. Sin embargo, esa inteligencia no le alcanzó a la actriz para rechazar ese personaje. Es asunto digno de mención, llegados a este punto, la devoción de los actores por su oficio, que los hace capaces de cualquier cosa con tal de subirse a escena. Esa es la medida de su pasión.

Entiendo lo de la búsqueda de nuevos formatos para el teatro. Entiendo que apostar a la verdad extrema para conmover, es un recurso que le da la pelea a la excesiva exposición a la que estamos sometidos en esta modernidad donde no queda espacio para el misterio, -a menos que sea una de vampiros-. Entiendo que vivimos tiempos en que se nos ha reducido la capacidad de asombro. Y que hacer que el público participe, en una juerga que normalmente pasaría entre amigos, en alguna casa, en privado, produce indefectiblemente un involucramiento comprometido en el público. En todo caso, el asunto del teatro, de todas maneras, tiene que ver con el voyerismo de presenciar lo que les sucede a personas desconocidas, como si los espiáramos por el ojo de una cerradura, sin que nadie nos pueda juzgar ni castigar por eso. Pero esta es una manera muy burda, más que obvia, de convocar al voyerismo. Haciendo leña del árbol caído, burlándonos de la actriz regordeta y borracha. Lamentable.

El teatro no necesita de esas artimañas para convocar complicidades, y llegar al alma. Y no son pruritos puristas míos. No es porque Shakespeare sea sagrado. Por el contrario, que sea susceptible de las múltiples interpretaciones posibles, muestra su grandeza. La grandeza de haber logrado hablar de lo profundamente humano, trascendiendo fronteras físicas y temporales. Y es así que Shakespeare aun nos habla, y siempre es un descubrimiento y permite todo tipo de lecturas. Porque lo humano es universal e ilimitado, imperecedero, fascinante… tanto que aún nos es desconocido… ¿qué puede ser más alucinante? No hacía falta el tequila.

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