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Alejandra Ramos Riera
Alejandra Ramos Riera

Seres extraños

Todo comenzó en noviembre. Entre una avalancha de estrepitosos sonidos que irradiaban defectuosas tuberías cuyo propósito ya habían cumplido y el reemplazo era inminente. Entre sombras entrecortadas se vislumbraba una calva. Luz tampoco había, la señora X había, con todo el propósito, dejado de pagar sus cuentas por poco más de seis meses. Vivía entre escombros que lejos de angustiarla la acompañaban y los valoraba. Hasta les rendía tributos por la noche dedicándole poemas cortos a cada objeto que, entre regueros, saltasen a su vista. Hacía tiempo ya que había perdido todo su cabello, no por enfermedad pero por decisión. Decidió regalar trozos de pelo a cada transeúnte que le pareciese “extraño” o “extraña”. Se cortaba los mechones con la precisión de quien lanza una flecha y a cada ser que ella encontrase misterioso, le regalaba uno. Habían condiciones. Esta actividad no era del todo espontánea. La decisión detrás de cada mazo de cabello que regalaba se montaba sobre una perspicaz percepción: los ojos. La señora X entendía los ojos como espejos del alma y creía firmemente en su habilidad para leer los pensamientos de personas cuyos ojos detonaban transparencia pero también algo que algunos pudiesen llamar locura. Eran ojos sinceros pero desorbitados y confusos.  Ojos que no diferenciaban la luz del día o la oscuridad de la noche. Ojos que no distinguen primavera de invierno y que el otoño llega casi por casualidad.  Ojos que no ven lo que ven, si no lo que quieren ver. Las reacciones a estas ofrendas velludas era variable y cambiante. Podían generar risa, disgusto, llanto, pero también romance y, en muchas ocasiones, superstición. “Señora, ¿esto quiere decir que muero mañana?” La señora X siempre se reía por dentro de las reacciones de la gente, y contestaba con acertijos, sonidos, o simplemente con dos o tres palabras: “Si tú quieres, sí”. No pasó mucho hasta que se regara la voz de que una señora calva de ojos cristalinos y cuerpo petiso regalaba pelo por la ciudad causando todo tipo de conmoción entre los vecinos allegados a ella. Aquellos seres “extraños», quienes algunos pudiesen considerar entran en el espectro de la locura, para la señora X eran simplemente seres faltos de amor. Aceptar el pelo no era menos significativo que regalarlo. Era ritual. Era una especie de ceremonia que si tuviese sonidos fuesen violines. Una tarde en noviembre de cielos encancaranublados y calles resbaladizas por el rocío de la mañana, la señora X contempló su reflejo en un charco a orillas de la carretera donde las palomas saciaban su sed y los gorriones daban saltos de alegría sobre hojas de otoño, vio su rostro por primera vez un mucho tiempo. No lo veía desde aquella vez que se deshizo del último espejo que le quedaba. Había decidido dejar de mirarse. Entendía que cada vez que se miraba era cómplice de su rápido deterioro a causa del tiempo que pasa y que no se puede detener por más que se rece, o se implore. Sus genes no la favorecían. Era de estas personas que envejece rápido, temprano y mal. Pero esta tarde de noviembre, a exactamente las cinco y once, sus ojos se miraron de nuevo por accidente y cuando pasó, ya nada nunca sería igual. Comenzó a desnudarse en público entre palomas, gorriones y transeúntes como quien quisiera quitarse todas las capas de la piel. Gente comenzó a gritar y vociferar; “¡¿Qué le pasa a esta loca?!”, “Esa es la que regala pelo…”, “¿Ahora va a regalar su ropa?”, “Señora, váyase a su casa”, “Qué vergüenza”, “¡Tápale los ojos al niño!”.  Y así, su débil cuerpo quedó a la intemperie y su alma lanzada al vacío como una bolsa que baila en el aire y tarda mucho en caer. De pronto, como un acto casi revolucionario, fueron apareciendo aquellos seres “extraños” recipientes de sus generosos regalos velludos. Al verla, se acercaron como una madre que protege a su hijo ante cualquier peligro que amenace su vida. De sus bolsillos sacaron todos los pelos que habían recibido y la cubrieron en ellos -priorizando sus partes más importantes: las íntimas. Esas a las que por nada en el mundo se les debe nunca faltar el respeto-. Mientras tanto, la gente de alrededor, esos que a primera instancia no presentan amenaza contra la sociedad, esos seres considerados “normales”, rodearon a la señora X y a los seres “extraños” de ojos desorbitados, y comenzaron a disparar flashes de luz desde las cámaras de sus celulares. Grababan “la barbarie”. Reían con profunda ignorancia de vida. Y ahí donde habitaba una sublime sensibilidad, angustia y desasosiego -propia de los hombres y las mujeres que sufren por lo real y no por lo ilusorio- confundían las acciones con locura y buscaban un espectáculo donde no había sino sufrimiento. La señora X, llena de profunda impotencia y desespero, corrió como quien huye de fuegos que solo dejarán cenizas. Los seres extraños corrieron tras ella siguiéndole los pasos como olas que limpian la arena y llegaron juntos hasta su vivienda. Los seres esperaron afuera mientras ella subía. Algún vecino habría esparcido talco polvo por las escaleras, y con cada pisada de la señora X, salpicaban partículas de harina blanca cual nubes en rascacielos. Abrió su puerta no sin antes se le cayeran las llaves. Abrió, entró y caminó fatigada hasta sentarse en una oscura esquina bajo las tuberías del viejo edificio que crujían igual que sus pensamientos. Se tocó la cabeza. Se sintió su cuerpo, se miró las manos. Descubrió una vez más sus dedos a los que nunca daba por sentado. Alzó la vista. Miró con atención los quiebres del techo propios de una casa abandonada. Vio en ellos figuras, objetos, personas, animales. Se sintió acompañada de nuevo. Era algo que hacía esa equina para ella, le daba su lugar y se reconocía, no en más nadie, sino en ella misma. Pensaba en el reflejo de su rostro en ese charco de agua cuando de pronto, aplausos rompieron el silencio. Los seres «extraños”, que esperaban con la paciencia de quien no tiene nada que perder, decidieron aplaudir como si culminase una obra de teatro, una ópera o un ballet. Ella era la actriz principal, la soprano, o la prima bailarina. Su boca acentuó la marca de una sonrisa que hace tiempo no tenía. Sonrió, se puso de pie y se asomó por la ventana. Agarró un frasco que tenía a su lado lleno de pelos y escarchas y lo esparció por los aires como una niña o un niño lanzando flores en dirección al altar en la celebración de una boda. Los aplausos y las risas crecían. Su corazón también. Fue en ese momento, en esa tarde de noviembre que la señora X perdió el miedo de mirarse de nuevo. Dicen que solo lo difícil vale la pena. Cualquier cosa con tal de mirarse a los ojos con la transparencia de la luna en el mar, y por qué no, del mar en la luna. 

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