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Dinapiera Di Donato

Semen que no se va

Yo no sabía que las prendas de vestir que me daba Anne-Laure eran de la casa Hermès o de Chanel. Porque noto que le gustan las cosas de antes. No entendía. No me gustaban todos los dibujos que llevaban las viejitas del barrio XVI en el cuello, solamente los que me recordaban a mis personajes favoritos. Imaginaba cómo vestían. Imaginaba vestirme un poco como ellos. La falda de cuero sí y por último dos corbatas Hermès. Una para mi primo.

Nunca entendí de modas y evitaba el peregrinaje que hacían los viajeros por las tiendas exclusivas, no porque no me gustaran –a fin de cuentas, apenas salía de mi cuarto me sentía en un museo de boutiques sonoras y la materia hablaba con una luz brumosa que caía desde la terraza de un edificio hasta el suelo. Yo pisaba como sosteniendo un trapo con el que frotaba distraída hasta que una escena golpeaba, directamente enfocada por una vida mayor repleta de todos los sentidos. La calle en París, incluso cuando la llenaba de miedos, me hacía sentir como un feto cómodo. En la barriga de París mi catálogo comprendía una manifestación en apoyo a los emigrantes o a las feministas, Lulú de Berg sonando bajo la dirección de Pierre Boulez, el detalle del tiempo en una fachada o brotando de fuentes, cementerios, artistas, los tapices de los misteriosos Sentidos de Cluny o algún famoso entre la gente típicamente bella con sus niños a quienes cuidaba, así como una colección de los relatos que me confiaban los dueños de casa o los empleados en las cocinas apartadas y heladas una vez que terminaba mis tareas.

Mi primo y su amiga Florina me habían convencido ese día de ponerme la falda y el pañuelo. El plan era que los asiáticos que captaron a mi primo al frente del banco donde limpiábamos y que le confiaban pequeñas fortunas para que comprara bolsos en la tienda de Hermès durante varios días, me emplearan también porque le regalaban cincuenta francos por cada pieza. Ese día, a las seis de la mañana, vacié papeleras montada en tacones y oliendo a flores fermentadas de Calèche, también regalo de Anne-Laure (para disgusto de la española que se sacaba el Diploma Superior de francés de la Sorbonne mientras administraba la agencia de limpieza y que no tragaba las pintas nuestras ni tampoco la irreverencia). Mi primo y Florina, encargados de la aspiradora mientras yo pulía vidrios y perfumaba papeleras en el piso que nos tocaba por turnos, encendían las radios sin pedirle permiso a nadie y se meneaban cantando a todo pulmón. Yo detestaba el corte paje en la cantante Mireille Mathieu (no le quedaba como a Louise Brooks en La caja de Pandora) que interpretaba por esos días una vieja canción de posguerra que retaba a quien osara atentar contra la libertad de París. Pobre del atrevido; se las vería con los parisinos que explotarían de rabia en las barricadas. Florina, rumana, trapecista de profesión y gran conversadora, adoraba a mi primo y me fastidiaba a dúo con él aflautando las voces como Mathieu para gritar cambiando la letra Vivir, vivir, ser libre a cualquier precio y París que se vaya al carajo, qué importa París, que reviente y se queme si se mete conmigo.

Los asiáticos felicitaron a mi primo por la distinción de sus amigas (Florina llevaba mi fular al cuello y moño alto, yo sus pendientes de rubí birmano hechos por su novio engastador) pero no necesitaban muchachas, sino chicos. Así que me fui a una cabina telefónica a hacer tiempo mientras mi primo regresaba de las compras para irnos juntos a la universidad y festejar por el camino su dinero extra que le alcanzaría para un mes de alquiler. Un hombre que parecía sacado de la película Julia esperaba en la cola de la cabina.

Estaba preguntando cómo llegar al banco que yo me conocía bien y me detuve a explicar. Fue cuando Vanessa Redgrave (era idéntico a ella, el pulso se me aceleró) puso cara de desespero y terminó invitándome a un desayuno en el café al final de la calle (se veía desde allí) donde le podría dibujar un mapita del recorrido hasta el banco pues no tenía idea de nada, era su primer día solo en la ciudad. En Julia, basada en un libro de memorias de Lillian Hellman, Jane Fonda es la escritora que intenta reencontrar a su amiga de infancia, Vanessa Redgrave, judía que estudiaba con Freud y desaparecida por los nazis. Anne-Laure tenía un gorro de piel idéntico al que llevó la escritora hasta Moscú escondiendo dinero para la causa del grupo de la Resistencia a la que Julia se había integrado, el colmo del esnobismo, según la frívola socialité Meryl Streep que no entendía que a la regalada Julia le hubiera dado por sufrir.

Casi llegando al café, el hombre idéntico a Redgrave se dio cuenta de que no llevaba sus papeles y sin ellos no podría hacer su diligencia bancaria, que por favor lo esperara en el patio interno del edificio del frente mientras él subía al primer piso donde se estaba quedando con una familia. Sus modales, su porte y de pronto la oscuridad y sobre todo el olor, me empuja violentamente y se me viene encima y no hay patio interno, ni nada. El edificio estaba deshabitado tal vez. Sentí el primer golpe. No se veía nada, pero me vino la voz de Florina explicando en cierta ocasión que si no sabes matar a un hombre mejor hacerte la dormida, todo se acabará más rápido, a los asesinos de mujeres lo que más les gustaba era que se defendieran.

Me quedé quieta, pero igual me golpeaba contra paredes que yo no veía. Sentía algo caliente entre mi pelo y luego un filo helado. Entonces empecé a susurrarle a Julia. Describí su belleza, suéltame y te podré acariciar, dime qué te gusta, aquí estamos incómodos. ¿No quieres verme?, yo sí te quiero ver. Realmente olía a rosas de Bulgaria. Yo no, yo estaba pudriéndome. No me quiero perder el tiempo de la flor amarilla. Sin quemar, sin quemar. París no acabará conmigo. Este es un rincón sin gracia, maloliente, hay una mano que lanza el líquido cremoso sobre una plancha caliente que rechina con la mantequilla y el azúcar para llevar la espátula como una batuta de orquesta hasta materializar una crêpe en un trozo de papel entre la mugre. Florina me fue dictando largas parrafadas, algunas lascivas, otras poderosas. Recuerdo un jardín frondoso mientras me pasaba la navaja sin terminar de hundirla. Mi otro yo no quería irse. Me dio vergüenza el cuento que le contaba para no dejarme morir en brazos de Vanessa Redgrave y no caer como Lulú en una calle, pero esta vez asesinada por su enamorada, la condesa más triste del mundo. Noté sus lágrimas también. Noté que cuidaba mi falda, se dedicaba a ella. Entreabrió una ventana (de pronto apareció una ventana) y me tendió el pañuelo para que me la limpiara. Un fular de seda, seguramente con el distintivo de la calesita de Hermès.

Nunca le conté a mi primo y a Florina. Madame Anne-Laure, futura condesa, pero de las felices, (por lo pronto treintañera experta en alta costura) tampoco se enteró de cómo terminó la pieza de piel de cabra olvidada en una tintorería donde la llevé a arreglar porque ya la había dañado al tratar de desmancharla. Se la había ofrecido a Florina, pero extravié el recibo de reclamo. Le dejé de recuerdo todos los fulares que me había obsequiado Anne-Laure. Boté la otra corbata.


Photo Credits: Dinapiera Di Donato, «Semen que no se va»

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