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Sembrar la ética

Los venezolanos estamos viviendo horas cruciales, históricas. Dos décadas de fallido socialismo autocrático están tocando a su fin. Los disidentes que lo hemos vivido y sufrido, dentro y fuera del país, podríamos dar cuenta exacta de su perversidad. En mi caso, el balance es poco menos que desolador: empleos perdidos, oportunidades cercenadas, empobrecimiento económico, amigos asesinados y un hermano fallecido a causa de la crisis humanitaria que obstinadamente negaban los déspotas.

A pesar de ello, y como tantos millones de mis paisanos, no me rendí ni me dejé aprehender por el odio y la desesperanza. Si en algo son exitosas las dictaduras es en hacernos similares a sus jerarcas en capacidad para odiar. Si en algo son exitosas las dictaduras es en hacernos similares a sus humillados en ineptitud para soñar. Mi rebeldía consistió más bien en enseñar a mirar la belleza a despecho del horror. Aun en medio de la más atroz satrapía, queda siempre alguna belleza intacta por la cual ascender desde el Hades. Por Eurídice, siempre valdrá la pena enfrentar a Cerbero. La belleza salva: no me cabe la menor duda. En mis momentos de mayor desolación no fue poco lo que me redimió leer a Novalis, escuchar a Chopin o meditar los óleos de Friedrich. Detallar la estética de los árboles en mi paisaje cotidiano, también.

Al regreso del Hades, no obstante, nunca seremos los mismos. Quien miró el rostro de la gorgona ahora es otro, ese de más allá, ese que ya no estará en alguna parte. Ella lleva espejos en sus pupilas y al cabo miramos nuestro propio reflejo en su muerte —bien que lo sabía Pavese—. Algo del frío de su mirada se nos queda adherido al alma. Hacer memoria de los muchos caídos en este momento —me parece— es un imperativo moral. No creo que nuestro júbilo por la inminente liberación del país pueda estar completo ni vivido con dignidad si a su lado no honramos a los que en su día ofrendaron su vida por la libertad.

De que se aproxima un evento de gran magnitud en el que Venezuela quedará emancipada de las vulgares cadenas del chavismo no me queda la menor duda. Sobre cuándo y cómo será, es un enigma, a pesar de las fechas anunciadas y de los muchos profetas de taberna. No nos percatamos —quizá por ignorancia, quizá por estar demasiado sumidos en nuestras circunstancias— de que en las calles mantenemos las mismas conversaciones que debieron de tener los berlineses a principios de 1945, cuando estaban sitiados por una coalición militar y multinacional. Que si vienen los aliados, que si llegarán alimentos y medicinas, que si van a bombardear, que si el Führer está liquidado, que si renaceremos de nuestras cenizas. Con otros protagonistas y nombres, hablamos —más o menos— de las mismas cosas.

Así de grave es nuestra situación que ha requerido una movilización multinacional, encabezada por la primera potencia militar del mundo —tal como en 1945—, para poner fin a tan lamentable capítulo de la historia política y contemporánea de Latinoamérica. Estos irresponsables que nos han oprimido por una veintena de años no solo han conseguido arruinar uno de los países más ricos en recursos naturales, sino que ahora nos han colocado al borde de una ocupación militar. El Muro de Berlín latinoamericano en que se había convertido Venezuela está por derrumbarse, y arrastrará seguramente en la caída a su arquitecto: el régimen de La Habana.

Se abrirá entonces el compás de un nuevo tiempo que no podrá suponer el ansia de retornar al estadio que precedió al chavismo. Será necesario repetir hasta el cansancio que aquellos vicios que fueron las pústulas de la democracia e hicieron posible la lepra del chavismo no deberán repetirse nunca más: la impericia de los políticos, la corrupción burocrática y la injerencia militar en los asuntos de la democracia, que se resumen todos en un profundo déficit ético de nuestro pueblo.

Contra la falta de pericia de los políticos solo hay dos remedios: estudio y experiencia. A nuestra clase política hay que exigirle lo que se le exige a cualquier experto: idoneidad profesional. Nuestros políticos deben serlo por calibre académico y por carrera profesional, esto es, por meritocracia política. No deberían bastar los votos para merecer un cargo político sin el debido concurso de los méritos profesionales del aspirante.

Así como un catedrático, un médico o un abogado no pueden en la administración pública ascender a ciertos cargos ni pretender otros de elección (como el de los rectores universitarios) sin determinada calificación, del mismo modo, y con mayor razón, los políticos deberían reunir la suya antes de aspirar a los cargos de elección popular. Ya va siendo hora de que se hable de escalafón político.

Por otra parte, la corrupción burocrática es solo el síntoma de un mal aun mayor, más extenso y profundo: la crisis ética. No es un problema de moral, sino de ética. Hemos perdido el hábito de reflexionar acerca del bien y el mal en torno de nuestros actos morales. Si ya no nos importa ser sujetos éticos, ¿por qué habría de quitarnos el sueño ser sujetos morales? En tal condición no es nada difícil ceder a la masificación del delito, perdernos en esa masa informe y sin rostro de delincuentes.

Este problema hunde sus raíces en la familia venezolana, y solo se resolverá tras décadas de una sostenida y bien articulada educación en valores. Nuestro mediocre y destartalado sistema educativo, salvo honrosas excepciones, solo ha servido para promover profesionales —ciertamente de un nivel académico aceptable—, pero no personas éticas. El bochornoso espectáculo de estraperlo y corrupción que hemos presenciado durante el chavismo da cuenta de ello. El principal problema de la sociedad venezolana no es político ni económico, sino ético: no tenemos el hábito de pensarnos en términos del bien común.

Por último, la injerencia militar en la democracia hizo posible la militarización del Estado y su consecuente desmantelamiento durante el chavismo. Soy de los que cree a pie juntillas que la próxima democracia nacerá herida de muerte si en su acta de nacimiento no figura el cierre de las Fuerzas Armadas. De su seno surgieron todas las amenazas que Chávez finalmente materializó. Y de su seno dio a luz un monstruo que solo podía concebir una institución infestada por las peores taras morales. Nuestras Fuerzas Armadas han sido la lamia devoradora de los hijos de la libertad.

Una nación pacífica como la venezolana no necesita militares. Una veintena de países han fundado su prosperidad en destinar el erario público mayormente a la salud y la educación, en lugar del gasto estéril que supone mantener tropas ociosas. Siempre será preferible un cuerpo de policía nacional, robusto y profesional. De nosotros dependerá seguir siendo la Capitanía General de Venezuela o creernos en serio que somos una república.

Ciertamente estamos abriendo la pesada puerta del futuro, una vez más… No sé si seguiremos encarnando aquel retrato que nos hizo Gallegos en el final de Doña Bárbara: «¡…tierra de horizontes abiertos donde una raza buena ama, sufre y espera!…». En todo caso, antes de sembrar el petróleo —asignatura que aún tenemos pendiente— había que sembrar la ética.

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