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Sed del antaño Depp

Cuando era chiquita, Johnny Depp me causaba mucha fascinación. Su cumpleaños número 52 el pasado 9 de junio, me puso a pensar en por qué hoy día, si bien sigo apreciando su particular talento dramático, no me causa el mismo asombro que antes; y esto es porque ya lleva un tiempo considerable encasillado dentro del mismo personaje excéntrico. Sin embargo, creo que su destreza sigue siendo digna de elogio. Como es imposible hablar de Depp sin hablar de Tim Burton, comienzo con lo siguiente: es cierto que ambos se han desgastado mutuamente. Burton se apoya cada vez más en la estética que lo caracteriza -siempre espectacular-, mientras deja rezagada la trama; Depp es el facilitador perfecto, pues su approach actoral predeterminado para el tipo de personaje que requiere dicho estilo -con el cual siempre cumple- se ha perfeccionado con el tiempo. Es innegable que forma y fondo son las dos caras de cualquier película realmente rica, y también es un hecho que ambos artistas han logrado juntos la simbiosis entre ambas (hace ya un buen tiempo).

Edward Scissorhands (1990) une por primera vez a Burton y a Depp e introduce al héroe burtoniano en todo su esplendor. Físicamente, el personaje principal destaca por su palidez ojeroza, su ropa negra, su pelo desordenado, sus cicatrices y sus manos de tijeras. Acto seguido, somos testigos de cómo estas características tan obscuras se traducen de una manera fundamentalmente conmovedora, gracias al aporte dramático de Depp, quien sabe captar y transmitir el espíritu contenido en el imaginario de Burton (el cual previamente establece un sólido desarrollo del personaje). Por ende, toda la apariencia se siente pura, honesta y justificada por el contenido.

Al principio, Edward es una criatura indefensa, cuyas dolencias físicas y miedo son evidentes y sobrecogedores. Pero su introversión es eventualmente opacada por el descubrimiento de su propio potencial, hasta que en las últimas escenas es completamente capaz de defenderse y de, inclusive, proteger a la chica que ama. Depp hace un trabajo magistral al momento de reflejar este arco de transformación a medida que Edward es tocado y afectado por el mundo exterior. Porque, aunque pierde una importante parte de su retraimiento, hacia el final conserva todavía esa esencia de automundo, producto de la arrolladora energía que encierra su universo interno.

Esta sutileza con la que se maneja el clásico “viaje del héroe” es clave porque, en este tipo de historias, la sustancia del protagonista no cambia, sino que es nutrida por todas las experiencias vividas y el conocimiento adquirido, lo cual en este caso tiene mucho que ver con la capacidad creadora enfrentada ante la destructora. Si bien en ciertos momentos se le nota el deseo de ser normal, él sabe que -en las palabras de Peg, su madre adoptiva- “él siempre será especial”. Esto es bueno, también, por el mensaje que conlleva: la necesidad de encajar está sobrevalorada.

Es así como Tim Burton materializa la declaración de que las anormalidades no son de naturaleza maligna. Para este cineasta, lo grandioso reside en lo inusual. Depp encarna al personaje más frankensteiniano del repertorio burtoniano (aparte de Frankenweenie), hablándose entonces de un “monstruo” espléndido que influencia tanto a quienes le rodean como a quienes lo observan a través de la pantalla.

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