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Michele Castelli

El secreto del baúl

¡Cómo te atreves a bailar sin mi permiso con la duquesa que es mi prometida! – grita furioso cegado por los celos el capitán, mientras la orquesta sigue ejecutando el vals en el amplio salón real del Quirinale.

Dispara su pistola el militar a menos de tres metros del pecho recio del guerrero homenajeado, pero el cuerpo de la joven lo cubre, quedando ella muerta entre sus brazos, tiñendo de rojo con la sangre el uniforme de gala del ejército Cosaco. Antonio Gastone, en efecto, muy joven todavía, había abandonado la vida cómoda de la Corte de los Saboya, donde su madre era dama de honor de la Reina Elena, para enrolarse con los zares contra el feroz ejército samurai. Ganan los japoneses la lucha encarnizada, pero su valor es tanto en la batalla que se le distingue con la famosa Águila Blanca, la Cruz más codiciada en la poderosa Rusia imperial. Por eso se le festeja ahora en el palacio del Rey de su Italia natal.

– ¡Esto se paga con una sola estocada en tu corazón cobarde! – replica enfurecido Antonio, al tiempo que le clava la hoja de su espada con tanta vehemencia que la punta ensangrentada sale del otro lado del cuerpo inerme que se desploma, luego, al suelo, aniquilado.

Tiene que huir por ello. Una breve estadía en su casa de Padua para preparar un gran baúl con sus cosas más preciadas, y de allí a Génova donde se embarca, sin meta fija, en la primera nave que zarpa del majestuoso puerto. Llega a Brasil, mas se queda pocos días. Prosigue su viaje por un largo trecho de la costa chilena hasta Papudo, internándose luego para alcanzar la Pampa en la Argentina de sus sueños.

Allí, en la Pulpería de Chacharramendi, donde se hospeda, lo cautivan los campos abiertos con miles de caballos que corren libres, los gauchos con sus lazos que tratan de frenarles el trote, y el ganado que pace sin límites de espacio entre la hierba fresca rociada siempre de gotas cristalinas caídas del cielo como lágrimas de alegría. Mucha paz, sin embargo, para un hombre de aventuras fuertes, y por ello de nuevo, en otro barco, hasta el final del mundo, al otro extremo de la costa americana. En Halifax se queda casi un año, y luego va a Niágara donde lo impresionan las aguas caudalosas de un río apacible que de repente se lanzan a un precipicio para convertirse, por el salto estrepitoso, en densa espuma blanca en el hoyo donde caen.

– Tampoco esto me complace – se dice a sí mismo un día mientras la nieve sigue cayendo abundante del cielo gris oscuro blanqueando su capote, y la capucha que le cubre completa la cabeza dejando entrever apenas los ojos semiabiertos, la nariz roja por el frío y las cejas blancas por los copos que no cesan de golpearle.

– Mejor, tal vez, un clima más caliente. Puede ser que en el trópico encuentre las aventuras que aquí escasean. Necesito acciones que le den sentido a esta vida mía acostumbrada a emociones fuertes.

Dicho y hecho. Por el río san Lorenzo, sin arredrarse por la inmensidad de las distancias, busca el sur y llega a Nicaragua. Hay ruido de sables allí, y eso lo complace: finalmente un pretexto para calentar el brazo. Ayuda en el campo de batalla a José Santos Zelaya contra las montoneras armadas por los yanquis y, cumplida la misión, con la sola merced del título de General, bien merecido, además, en el campo de batalla, prosigue su camino. Panamá primero, y luego Venezuela. Aquí para siempre, hasta la muerte, porque esta tierra cautiva al visitante como una mujer bonita a un pretendiente.

Su figura elegante no pasa desapercibida, así que no sólo las doncellas desde los ventanales coloniales miran al soslayo, al caballero, fantaseando con sus caricias detrás de un matorral entre las hierbas, sino que también los hombres buscan su amistad porque les impresiona la poderosa máuser que se engancha en una culata, y que cuando está enganchada sirve de arma larga. Hermosa la pistola, y fino el tirador. De hecho, se esparce como un rayo, por todo el territorio nacional, el cuento según el cual en el rostro del feroz General Zapata se había marcado el estupor cuando, en su cuartel de Tumeremo, observa la bala de esa pistola dar en el blanco despedazando un mango bocadillo, el más maduro que le había indicado con el dedo, a casi cien metros de distancia.

– Ese musiú es valiente – dicen quienes lo han visto.

– También culto y refinado. Gente así necesitan en el Gobierno para ayudar al Benemérito. Este país no tendrá remedio si a las montoneras no se les pone freno. Éste lo haría con su coraje, y con sus conocimientos del arte de la guerra.

La fama, en efecto, llega a Maracay donde despacha Gómez con sus Ministros. El General le asigna tareas sencillas al principio, para calibrar su temple. Pero cuando Antonio le demuestra que es fiel y competente, lo envía a Guasdualito para frenar la invasión de Arévalo Cedeño, el rebelde que busca derrocarlo. Después de esta hazaña, otros actos de valor lo ensalzan, hasta que por celos, ¡oh triste debilidad humana!, lo acusan de favorecer al movimiento insurgente de Emilio Lanza y lo envían a la Rotunda. ¡Bendita decisión! Conoce allí a los héroes de verdad, jóvenes estudiantes la mayoría, que luchan en contra del tirano por ideales que para esa época son de avanzada, son de vanguardia, pues, en efecto, ¿quién entiende de Marx o de Rousseau, de socialismo o de igualdad, de libertad y de fraternidad? Sólo los ilustrados, los más sensibles, aquellos que auspician patrias libres. Cuando sale de la cárcel, ni le contesta a Gómez las excusas por su injusta detención, pues en Palacio se había descubierto la intriga que lo había llevado a la cárcel. Se marcha a Guayana, su tierra amada, y sólo de vez en cuando toma la ruta de algún sendero lejano en compañía de Furia, el viejo caballo de mil y una batallas, y del mulo sabanero en cuya grupa va amarrado, indefectiblemente, el mismo baúl que trajo de Italia cuando emprende la larga fuga por todo el continente americano.

– ¿Qué llevará el musiú en esa caja que no suelta nunca? – Se pregunta la gente que por esa costumbre entiende que va de viaje.

No ha faltado la tentación de algunos de ir a ver en su casa, a escondidas, qué tesoro tan precioso lleva guardado el General en ese baúl de cedro que se parece a un cofre de dimensión gigante, protegido por sendas tiras de hierro alrededor que terminan con dos argollas en cada lado donde están enfilados los candados. No se atreven, sin embargo, porque saben de sobra que aquel hombre no perdona las intrusiones. Quien se mete con él sin motivos es persona muerta. Lo ha demostrado tantas veces, y las noticias vuelan: que se puede perdonar de la estocada al enemigo en un campo de batalla pero jamás al cobarde que no da la cara.

Cuando fallece, en Tumeremo, en un caluroso día de junio, es la ahijada quien, aún él en su lecho de muerte esperando sepultura, ve en un rincón del cuarto el extraño cofre y se acerca, por fin, para revisar qué hay adentro. Está abierto. Es decir, no hay candados en las argollas. Alguna inspiración misteriosa tuvo que empujar a la joven hacia el baúl, porque al alcance inclusive de un ojo distraído hubiese resaltado una hoja grande escrita a mano que parece un testamento, y cuyos deseos en parte es menester cumplir ahora. De cada objeto allí guardado, se da una breve descripción, que es la siguiente:

“Quiero que al morir me vistan con mi blusa de cosaco, y en el cuello me coloquen el Águila Blanca. Ella representa el momento de mi vida en que tuve la primera auténtica sensación de hombre libre”.

“Con la pala oxidada que traigo conmigo desde la estepa de la Rusia inmensa, he enterrado a muchos compañeros muertos en distintos campos de batalla. Con ésa misma, quiero, que se excave el hoyo en la tierra caliente de Guayana donde colocarán mis huesos ahora”.

“Con la tira de madera que el indio Piao, mi fiel acompañante, cortó de la sarrapia, háganme una cruz y escriban en ella: Aquí está Antonio Gastone con su vida y experiencia; / un inmigrante italiano que sembró aquí la querencia”.

“En el sobre sellado con lacre hay cuatro monedas de plata, que es toda mi riqueza. Repártanlas entre los pobres, y denles también el valor de mi pistola que estoy seguro querrá comprar el nieto del General Zapata, pues el abuelo le habrá contado que es precisa el arma si el pulso es firme”.

Y finalmente.

“Colóquenme el cuerpo inerme en el baúl vacío, donde estoy seguro, entrará completo, porque fue hecho a la medida. Cierren bien los candados para que el gusano no entre rápido a estropearme la barba blanca, y mi larga cabellera”.

Todos los deseos del héroe se cumplen a la letra, con una sola novedad que el tiempo agrega. A un lado de la cruz los italianos inmigrantes, descalzos antes y ahora prósperos de bienes, levantan un monumento que representa al Soldado pionero.

Es un soldado de paz, sin embargo, que en vez del fusil empuña un pico y en la cintura, en lugar de la pistola enganchada en la culata, una vieja cantimplora repleta de sudor.


Photo Credits: DAVID HOLT

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