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Se dice el PECADO pero no el PECADOR

Cuando un país se rompe, la fractura es la que manda. La fisura impone otra física de los comportamientos. Todo se afecta, todo cambia, todo se mueve. La incertidumbre de no saber hasta cuándo se aguanta sin hacerse pedazos, es el estado de ánimo que todo lo rige. Se pierden algunas piezas, cuesta imaginarse el futuro del rompecabezas. Es fácil perderse entre los pedazos que no se comunican, los fluidos se escapan, percibir el todo sólo es posible a través de la angustia.

Es un estado de cosas tan general que se puede hablar de lo particular sin necesidad de referirse a nada en concreto. Y menos mal porque sólo así es justo hablar de la tierra que uno mas quiere: sin involucrar a conocidos y familiares, queridos y respetados… todos estamos metidos en esto en que se ha convertido el país. Se habla en general, se comenta sin decir. Y en ese tono van estas líneas.

Hace unos años, con el disgusto de haber visto una obra de teatro que me resultó infame, le hice el comentario a José Ignacio Cabrujas que me escuchó con paciencia, incluso asintiendo en acuerdo con más de un adjetivo. Escribía yo en esos días una columna en El Nacional: prométame que nunca va a hablar de teatro en su columnaEsa es su gente. Uno no habla de su gente. Argumenté con vehemencia que el silencio nos hacía cómplices de la mediocridad, que no ayudaba al crecimiento, que si no nos decíamos las verdades nunca íbamos a hacer mejor teatro, con mas profundidad y responsabilidad, bla, bla, bla… Prométamelo… fue todo lo que me dijo. Y yo se lo prometí. Y sigo en el acato.

No por eso debo reprimirme en decir, claro está que sin nombres ni apellidos, que basta un fin de semana de consumo cultural en Caracas, para descubrir sin remedio que el espíritu lo tenemos enfermo. No hablo de teatro, por aquello de la promesa y tanto menos, puesto que el teatro ahora es el único medio de sustento que queda a los muchos talentos televisados que ya no tienen pantalla, reconocidos y queridos de antes, lo que ha generado una muy abultada cartelera de títulos que me declaro en absoluta incapacidad de comentar. No me siento ni con la verdad en las manos, ni con la habilidad de entender algunas tan distintas a la mía. Paso y gano.

Hablando de incapacidades, me viene a la cabeza el recuerdo de una anécdota, que viví en la universidad mientras me “capacitaba”. Después de cinco años de estudio, -que es lo que toma saber de arte como para graduarse-, tuve la osadía de lamentarme delante de una profesora, -a la que le costó otros tantos años perdonarme la indiscreción-, porque aunque sí había aprendido que Julio Jaramillo era popular mientras Wolfgang Amadeus Mozart era académico, no había logrado comprender por qué uno era niche y el otro culto. La clasificación de género que pretendía darle orden al asunto no era suficiente para acallar desprecios y alabanzas que soterrados alimentaban la programación de teatros y asistencia a conciertos.

Sospecho que es esa misma inquietud la que alimenta el resentimiento que apadrina ahora el folklore en Venezuela, que sin embargo no vive su mejor momento. Cuando no estaba favorecido por el poder, el folklore tenía mucho mas poder. El poder imbatible que proviene del arte, del buen oficio, de la poesía. Convocaba a las élites “cultivadas”, accedía a espacios de lo académico, no por ley ni por decreto, sino por merito propio. Ostentaba una calidad y profundidad extraordinarias. Además el folklore revisitado por los grupos que surgían y se formaban en verdadero respeto por las tradiciones, basados en hallazgos luego de seria investigación, garantizaban el futuro. El folklore llenaba el poliedro sin autobuses programados. Todo el mundo se sabía las canciones, los hijos las aprendían por hacerse del país de ahora y siempre… Se podría decir que hace unos años, el folklore, estaba de moda.

Ahora que el folklore es obligado adolece de muy mala calidad. Sin respeto a la verdad, basta que sean tambores, para que suene a esclavo liberado, no importa que sea invento desafinado. No importa que los vestidos reproduzcan cual baratija plástica, la inexactitud estética de los cuerpos de baile de la televisión de antaño. Parecieran olvidados los hallazgos del Grupo Madera o Un Solo Pueblo, por mencionar sólo dos. En aquellos tiempos de folklore de entradas agotadas, los reconocimientos internacionales no eran motivo, estaban los cultores demasiado comprometidos con su necesidad de resonar localmente. Por el contrario, el folklore de ahora se ampara en el reconocimiento del primer mundo colonialista que tanto critican y que entretiene el aburrimiento de sus días con el lamento de los oprimidos de países lejanos a su confort desarrollado.

La otra cara de la moneda, la muestran las artes visuales con la dramática reducción de los espacios expositivos libres con los que cuenta. Sin embargo, entre los que accedieron a una educación y manejan la información de lo que sucede en el mundo, es decir que conocen las tendencias, los caminos que ha tomado la abstracción del arte cada vez mas conceptual, hay artistas contemporáneos y gerentes culturales cómplices, que se manejan en un código casi secreto que comparten con pocos. Los cada vez menos entendidos se pagan y se dan el vuelto entre los mismos de siempre, sin llegar a convocar mas allá de sus narices. Esto les permite escapar de la realidad que rechazan, sin asumir la responsabilidad de comunicarse con el que mira y busca respuestas. El que mira desde su angustia menos entiende y ha de sentirse menos porque no entiende. Aquello de que el arte siempre ha sido el caldo de cultivo donde se elaboran las ideas que explican las circunstancias en que surge, aquí no aplica.

Es inquietante enfrentarse al desacierto de obras que no dicen nada. O porque no hay el menor dominio del oficio; o porque el dominio del oficio no se acompaña de un contenido con alguna resonancia; o porque el culto a lo feo, que anima mucho del arte de estos días, basta y sobra a la propuesta; o por la limitación que surge de la imitación mal entendida, la reproducción de sistemas creativos ajenos, que al no ser propios no se sostienen; o porque se alimentan del resentimiento que todo lo oscurece.

Pero nadie dice nada. Todos se felicitan, nadie toma riesgos, todos sospechan, cada quien asiste al lugar donde se agrupan sus similares. Lejos de la realidad, texto sin contexto.

Y así, entre similares, una película húngara con foro incluido, consigue audiencia un sábado en la mañana. Es de saberse que semejante oferta cultural desde siempre ha convocado a un reducido grupo de cierto tipo de gente. Quiero decir que nunca ha sido interés de multitudes el cine de arte de tan remota proveniencia. Lo que sí ha cambiado en estos días es lo que se dice en el foro y lo que los espectadores esperan que se diga. Esta vez, el ponente viéndose cuestionado, sin deponer la soberbia con que había analizado la estética y sicología de la película, respondía a las inquietudes de los asistentes sin tampoco mostrar rasgo alguno de humildad. Sin tener la sensibilidad de percibir qué era lo que los espectadores estaban diciendo con sus preguntas. Empeoró su desacierto, con la hipocresía de decir que la suya era una mera lectura mas no una interpretación y así se lavó las manos. Pero aquí no vale la pena detenerse en las limitaciones de un orador, sino en las preguntas y comentarios del público espectador, tan reveladores del estado del alma nuestra. Muchas se referían a la falta de referencia histórica de la película. A la falta de toma de posición del realizador, en relación al momento político que se vivía en Hungría. ¿Cómo es posible que una película que sucede en días de dictadura y escasez transcurra sin hacer el mas mínimo comentario al respecto? ¿De dónde salían todas las tortas y demás delicias gastronómicas de banquete, que preparaba la sirvienta campesina? Dicho de muchas maneras, todos coincidían en expresar esa angustia que definitivamente tiene que ver con los días que se viven en Venezuela. Lo dramático es que no encontraron respuesta.

Evasivas justificaciones de estilo, explicaciones jungianas en tono infalible, nada lograba explicar la curva de los arcos dramáticos de esos personajes. Los espectadores necesitaban entrar en materia política para entender. De nuevo, tapar el sol con un dedo, hablemos de otra cosa, mientras más lejano en tiempo y espacio, mejor, miremos el asunto desde otro punto de vista, pareciera ser la respuesta.
Antes era asunto de marxistas entender el arte vinculado al momento histórico. Ahora todo el mundo parece entender que no es lo mismo producir arte en carestía y dictadura que en bonanza y democracia. Todos, menos los artistas y entendidos.

Los venezolanos en el pasado, a menos que fueran de izquierda militante, nunca se preocupaban demasiado por la relación entre la política y el arte… o la vida de cualquiera. Ahora que el ciudadano de a pie vive afectado por la política hasta cuando compra el pan, es lógico que no se explique la vida sin esa referencia. Lo que no es lógico es que ni el ponente del foro, ni el galerista o el artista, tampoco el folklorista, asuman su interpretación con el rigor al que nos obliga la realidad de los días que corren en el país.

Un país dividido en mucho mas que en dos mitades, todos en contra, cuando te pone a vivir en aguas revueltas, aprovechando el desorden como mejor puedas, te complica mucho el entendimiento sobre todo si tomas partido.

Y es así como el arte, lejos de lo que se podía esperar, esconde, se aleja y no da respuestas. ¿Tal vez porque creen que la gente lo que quiere es evadir? Yo lo que creo es que la gente lo que quiere son justamente respuestas, ya muy cansada de que la subestimen. En este país mío sin pecadores, que vive en el pecado del enfrentamiento sordo, la negación excluyente, la división que nos está matando.

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