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esteban ierardo
Photo by: nik gaffney ©

Salgari, el escritor explotado

En la adolescencia, conocí a Emilio Salgari por la mítica colección argentina de literatura juvenil Robin Hood, y por su libro de memorias. Desde entonces, aquellas lecturas son parte de un tesoro que no se desdibuja a pesar del paso del tiempo. Y ya en mis días adolescentes, me impresionó saber del suicidio del escritor. Una sensación que fue más fuerte cuando, con el tiempo, entendí mejor las causas de esa muerte anticipada.

En el siglo XIX la mente viajaba a tierras desconocidas y remotas a través de la lectura. Como parte de la cultura del entretenimiento de la época, las novelas de aventuras transportaban a millones de lectores hacia horizontes lejanos y exóticos.

En ese entonces, los anchos mares eran puentes de olas y sal hacia la Malasia, el Mar de las Antillas, las selvas de la India, África o Australia, el lejano oeste norteamericano o las tierras otrora de los incas en América del Sur, los mares árticos, o el Océano Pacífico. Lugares distantes a los que llegaban viajeros, mercaderes, piratas, soldados, exploradores y aventureros.

Un mundo abierto por la pluma y la narración.

Y en esos mares navegaban los piratas que Emilio Salgari (1896-1911) convirtió en personajes fascinantes, como el Corsario Negro y Sandokán. Hábiles navegantes de mares que Salgari nunca recorrió con ningún buque a vela o a vapor. A pesar de su deseo de ser marino, no completó su formación náutica, y no pasó de unas pocas excursiones y un breve crucero por el Adriático.

Pero quiso construirse la leyenda de aventurero hombre de mar, una mentira que sus detractores no dejaron de observar, como otras turbiedades de su carácter: alcohólico, derrochador, irascible que usaba tacones altos para ocultar su baja estatura. Y nuevamente mentiroso, por eso el cronista veronés Giuseppe Biasioli, lo llamó «fallido capitán de gran cabotaje», lo que derivó en un reto a duelo, por el que Biasioli terminó en el hospital, y Salgari preso por seis meses.

Salgari había nacido en Verona, ciudad sin puerto, y en una familia dedicada al comercio de las telas. Desde niño se deleitaba leyendo los folletines franceses de Dumas y Eugene Sue, y las aventuras de Mayne Reid, el capitán Marryat, o las de Gustave Aimard.

En el mar del Caribe, durante el siglo XVII, Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia, conocido como el Corsario Negro, buscaba venganza por la muerte de sus hermanos perpetrada por el gobernador de Maracaibo, el flamenco Van Guld. Sus aventuras se inspiraban en la historia de la piratería de Alexandre Olivier Exquemelin que, en su obra Los piratas de la América, describe la acción de los bucaneros y filibusteros de las islas de Jamaica y la Tortuga contra el imperio español.

Los bucaneros debían su nombre al término boucan, que era el sitio donde los habitantes del actual Haití ahumaban la carne; individuos que, luego de ser expulsados por los españoles, se dedicaron a la piratería; y los filibusteros eran los piratas del mar de las Antillas que, a diferencia de otros piratas, no se alejaban de la costa, y saqueaban con risa y furia pueblos y puertos costeros.

Las aventuras del Corsario Negro de Salgari se sucedían entre robos de barcos, juergas de tabernas y el pillaje de bucaneros y filibusteros. Pero los piratas pueden ser también héroes en lucha contra el colonialismo. El caso de Sandokán. Personaje que aparece por primera vez en Los tigres de Mompracen, publicado como novela por entregas entre 1883 a 1884. Salgari imagina a Sandokán como un príncipe de Borneo, de sobrenombre el Tigre de la Malasia, que combate contra los británicos que los despojaron de su trono y asesinaron a su familia. Siempre acompañado por el portugués Yánez, las aventuras de Sandokán dieron lugar, en 1976, a una famosa serie de televisión producida por Italia, Francia y Alemania (otro deleite en nuestra niñez). Para el héroe que luchaba con los ingleses, Salgari se inspiró en el aventurero español Carlos Cuarteroni, nativo de Cádiz, y de una vida novelesca.

En la literatura de aventuras de Salgari también había lugar para escenarios especialmente exóticos para los lectores voraces de entonces: El tesoro de los incas o Dos mil leguas por debajo de América (1888), con un viaje por una galería subterránea que atraviesa América desde Norteamérica hasta el Perú (1); en El tesoro del presidente del Paraguay, situada en 1869 durante la guerra de la Triple Alianza que enfrentó a Paraguay con Brasil, Uruguay y Argentina (2), un crucero de la armada paraguaya transporta un tesoro de diamantes del jefe del ejército y presidente del Paraguay, Francisco Solano López; o Las maravillas del 2000, obra en la que descubrimos a un Salgari que imagina el mundo a comienzos del siglo XX, aunque no con gran éxito en sus anticipaciones.

Pero todas las narraciones de Salgari, fueron escritas bajo condiciones de explotación laboral y presiones continúas de rápidas entregas, en un modo de trabajo que, lentamente, lo fue socavando de cansancio y amargura.
Salgari debía entregar tres libros por año. Su método para cumplir con el acuerdo contractual era escribir tres páginas al día. Para mitigar su estrés acudía al humo y tabaco de cien cigarrillos al día, y una copa de vino siciliano Marsala. El deterioro nervioso lo fue sumiendo en una fatiga crónica. En el aumento de su angustia incidió también el no ser considerado por los círculos literarios de su época.

En carta a su amigo el artista Giuseppe «Pipein» Gamba, que ilustró algunas de sus novelas, manifiesta que, a diferencia de lo que algunos podrían suponer, la profesión de escritor no lo colmaba de satisfacciones monetarias o espirituales, sino que, por el contrario, lo encadenaba a su escritorio en muchas horas de escritura compulsiva; y, en su descanso, debía ir a la biblioteca para nutrirse de descripciones y detalles para sus relatos que enviaba en carpeta tras carpeta, sin tener tiempo para releer y corregir.

Su esposa Ida Peruzzi era una actriz no muy exitosa, alcohólica y perturbada, fue recluida en el manicomio de Collegno en Turín, seis días antes del fin del escritor. El amor sin límites hizo de Salgari el procreador de una prole abundante que debía alimentar, lo que engrosó su estrechez y ansiedad. El quebranto de su ánimo, la tristeza y el desconsuelo, la humillación que le oprimía el pecho, hasta que el 25 de abril de 1911 dejó tres cartas de despedida sobre la mesa dirigidas a sus hijos, y a sus editores. Se marchó de su casa en Turín, se subió a un tranvía y llegó a la zona del bosque de Val San Martino. Una lavandera luego lo encontró en el bosque al ir a buscar madera. Con una navaja de barbero se había cortado el cuello y desgarrado el vientre, como si fuera un seppuku.
En su carta a los editores había escrito:

“A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que, en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma. Emilio Salgari”.

El escritor explotado, suicidado, al final solo pedía que se tuviera con él la mínima delicadeza de pagar su funeral.
Muchos escritores decidieron acelerar la muerte. Por distintas causas, por distintos conflictos. John Kennedy Toole, el autor de La conspiración de los necios (publicada póstumamente en 1980), se suicidó por frustración literaria; Sylvia Plath, en 1963, terminó con todo acaso por el dolor que nunca superó por la muerte de su padre y por su trastorno bipolar; Stefan Zweig con su esposa adelantó su partida en Brasil, en 1942, cuando comprendió que Alemania se había convertido en las encarnación de fuerzas demoníacas; Yukio Mishima, nacionalista tradicionalista, en 1970, se dio cuenta de que era inevitable la occidentalización de Japón y recurrió entonces a un estricto seppuku samurai para que su despedida fuera también un acto de protesta.

Y con su versión de un suicidio por corte de navaja, Salgari se fue hastiado no solo por las inconsistencias de su carácter, sino también por el fantasma de la miseria, a pesar de los éxitos de sus novelas por entregas, en el momento en el que una cultura popular de masas se consolidaba con paso firme. Y su suicidio también fue una herencia o destino familiar: su padre se había suicidado, y después, lo harán algunos de sus hijos.

Salgari no tuvo la profundidad dramática de un Shakespeare, de un Heinrich von Kleist, o un Thomas Mann. Claro. Tampoco fue un artista maldito marginado o ignorado como Isidore Ducasse, más conocido como el conde de Lautréamont. No era desconocido, pero sí fue usado por la maquinaria del entretenimiento continuo del mundo moderno, ya en marcha. El escritor italiano fue parte de una industria editorial conectada con la expansión de la imprenta, la prensa gráfica, y la industria del libro. Pero esa dinámica necesitaba de los escritores como narradores de atrapantes aventuras que hacían olvidar la rutina tediosa, y extendían puentes hacia otros tiempos y lugares.  

Pero los escritores como Salgari, los verdaderos creadores del juego, al no disponer de otra forma de subsistencia, no escapaban de las reglas de la manipulación y el abuso de los editores. Esto lo sugiere también en unas líneas de sus Memorias: “…escribí, escribí, escribí hasta el punto en que el escribir, de remedio liberador se convirtió en una profesión. Peor: en una dolorosa profesión”.

El escritor, a veces, libera fuerzas hondas, conflictos y sentimientos intensificados, que lo exponen a mayor sufrimiento. A veces, ese proceso acelera la decisión de la muerte. Pero en el caso del creador del Corsario negro y Sandokán, su tragedia, de muchos componentes, en parte al menos, pero en una parte muy significativa, refleja el paradigma de un escritor explotado. Su pluma rota es la última lágrima de esa desgracia.


Citas

(1) En esta novela de Salgari está la influencia de Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne y también de 2000 leguas de viaje submarino. Un momento en el que el legado inventivo de Verne se funde con Salgari, que no en vano fue llamado el “Julio Verne italiano”.

(2) Joseph Conrad también escribió una novela situada en escenarios de América latina en el siglo XIX: Gaspar Ruiz (1908) que se desarrolla en Chile, durante la guerra de Independencia contra los españoles.


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