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Feria Verde de Aranjuez
feria verde

Sábado en la Feria Verde de Aranjuez

El arte de regresar de un emigrante a veces consiste en crear nuevos vínculos con sus antiguos espacios.

Bajo el delicioso sol veraniego de aquella mañana sabatina bajé con mi amiga Moy por la calle que pasa al frente de nuestra vieja escuelita, la México, hasta el polideportivo de Aranjuez. Éste se encuentra en una planicie baja, convertida en gimnasio de básquetbol y cancha de fútbol, junto a la ribera del río Torres, uno de los que desagua a nuestra ciudad de San José.

Cuando estábamos en la escuela, a veces yo iba a ese polideportivo a jugar “mejengas” con los compas o a entrenar, en la época en que Rodolfo Chaves, exjugador del Club Deportivo Saprissa y papá de mi amigo Robert, tenía un equipito de futbol de liga menor. Pero aquel sábado no iba a “mejenguear”, sino a explorar con Moy la Feria Verde, una iniciativa para promover agricultura orgánica, culinaria saludable y artesanía de producción sostenible.

En las colinas que circundan al polideportivo aún hay bosque y al borde del cañón del río hay una arboleda frondosa bajo cuya sombra se realiza la feria. Al descender hasta allí por gradas empinadas, el frescor de la sombra de palmeras y árboles nos dio la bienvenida.

Desembocamos en plena feria de agricultura orgánica. Pero primero queríamos desayunar. En un puestico de comida típica pedimos gallo pinto, huevos pateados, tortilla de maíz con queso fresco, plátanos maduros fritos, picadillo de arracache y torta de yuca. Acompañamos el banquete mañanero con un buen café negro, sin leche ni azúcar, claro. Filosofamos y tertuliamos haciendo sobremesa, mientras escuchábamos el canto de las aguas del río y el rumor del viento en las copas.

Luego hicimos las compras de la feria agrícola—papa, chayote, hongos, tomate, fruta—y de productos orgánicos como quesos, mantequilla de almendras, aceitunas en aceite de oliva (aporte mediterráneo), hummus de garbanzo local, una trenza de pan integral de centeno con semillas de chía, yogurt a la griega y un encurtido de mango al estilo de la India.

Éste último lo elaboraba una israelí. Al conversar con ella me dijo que había andado por muchos países, llevaba trece años en Tiquicia y cada vez se convencía más de que era el mejor lugar para vivir tranquila. Le expresé mi alegría. Cuando alguien, como ella, ha encontrado su lugar en el mundo, lo celebro. Además yo mismo andaba intentando revincularme con mi ciudad y su actitud optimista me animaba.

Moy y yo continuamos nuestra exploración pero ¡diay!, se nos acabó la “harina”. Por ello en la feria artesanal «güesiamos», es decir, lo vimos todo pero no compramos nada, a pesar de que encontramos joyería, instrumentos musicales, ropa y accesorios de diseños creativos y atractivos. Sólo nos quedaban mil «cañitas» a cada uno, lo justo para comprar un café negro Taza Amarilla de cultivo orgánico. Nos los tomamos escuchando en vivo a una banda tica de rock en inglés. No pegaba con la onda de la feria. Hubiéramos preferido escuchar música en español. Ni modo.

Cuando se acabó el rock fue un alivio. Pudimos conversar a la sombra de unas deliciosas palmeritas. El café ya se nos había acabado, pero el ambiente estaba bueno. La gente caminaba entre los puestos o se sentaba a desayunar a mediodía. Nos entretuvimos conversando y viendo gente por buen rato hasta que llegó la hora de «jalar a pata», es decir, irnos a pie.

Antes de hacerlo observamos el cauce del río Torres. Lo encontramos muy contaminado por desechos urbanos. Pobre. Pero hay esperanza de limpiarlo y recuperarlo. Hay gente que trabaja para ello. Todo cambia y puede cambiar para bien. La Feria Verde es un ejemplo progresista en mi ciudad. Desde aquel sábado, la visito siempre que puedo. Desayuno con gusto y recorro sus puestos. Al amparo de la antigua arboleda, renuevo mi vínculo con mi querida San José.


Photo Credits: Feria Verde ©

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