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Ximena del Cerro
Obra de Ximena del Cerro

Rosario (7)

Uno nunca recuerda cómo acaban esos juegos. En parte porque están hechos para emborracharse tanto que se pierde la consciencia y en parte porque no son más que ritos paganos, excusas para liberarse de las costumbres correctas y volver a la sexualidad. Ese día es del único que tengo claro cómo terminó. Fui al baño cuando el alcohol se me estaba subiendo. Abraham me apresuró para lavarme las manos y pensé que quería pasar. Cuando abrí la puerta tú entraste corriendo sin el color de las mejillas que te acompañó al jugar. Tardé en reaccionar, ofrecí ayudarte cuando te vi hincada frente al escusado, pero me ordenaste que me saliera mientras te sostenías de la pared con la mano derecha y con la izquierda intentabas hacerte un chongo para que tu cabello no cayera. Abraham reía afuera del baño. Fabi llegó a la puerta y se quedó ahí hasta que la dejaste entrar. Laura me preguntó qué te había pasado, como si yo pudiera haber visto más mientras estaba enjabonándome las manos. Abraham dijo que era hora de irnos a un antro y yo secundé la moción. Le di el último trago a mi cuba cuando Fabi salía contigo del baño. Te llevó a la cama, detrás de la sala, y te acostó en la orilla. Laura fue por agua mineral y yo acerqué el bote de basura por si lo necesitabas. Estaba dividido: mi conciencia me decía que debía cuidarte, incluso quedarme por si necesitabas algo, pero quería irme de peda. Desde el pie de la cama, Abraham nos decía a cuánto tiempo quedaba Space Club, y repetía que ya era tarde. Fabi se atacaba de risa a momentos y me pedía que le ayudara a recogerte el pelo. Sí fue necesario el bote de basura, y en un descuido uno de tus cabellos quedó impregnado de una sustancia anaranjada, espesa. En mi peda no podía evitar reírme de algunas bromas que hacía Abraham sobre el vómito. Fabi dijo que te tomaría una foto ahí acostada, inerte, cagándose de risa. Recuperé la conciencia y se lo prohibí. Elevé la voz para aleccionarla por su falta de ética, la poca empatía y la humillación que representaba tomarte fotos en ese estado. Sin prestarme atención, te puso tu celular al lado y te dijo que nos llamaras si necesitabas algo. Abraham y Laura callaron. El tema no volvió a mencionarse, nunca. Mi peda exacerbó lo ufano que me hizo sentir la autoridad recién ejercida, y al mismo tiempo creí que era suficiente: te dejé sola sin remordimiento. Me acerqué luego para decirte lo mismo otra vez, y ahí vi que tu labio superior, el mismo que antes, arqueado y tieso, te llenó de seguridad para irte a la Uffizi cuando todos rechazamos tu invitación, ahora se arqueaba ligero, solo por la inercia de la boca abierta al dormir profusamente.

Space Club fue una tomada de pelo. Bastante lejos de Santa Croce y con poca gente. En la parte de abajo parecía más un bar de mala muerte con una pecera como barra exótica. En el segundo piso la algarada era de unas veinte personas en grupos pequeños. No aguanté mucho. Tan pronto Abraham desapareció con una gringa, Fabi, Laura y yo nos fuimos. Ese día no empedé tanto, o si lo hice perdí el efecto entre la pregunta que me hiciste y lo que te pasó. Por eso en el camino de regreso estaba de malas. Para colmo, con todo vacío, Laura quería pararse en cada iglesia a que le tomara fotos. En una iglesia la engañé y me tomé una selfi con la cámara frontal del celular mientras ella posaba. Cuando se dio cuenta me pellizcó de tal manera que lo sentí como un apóstrofe. Supongo que Fabi no quería meterse en ningún problema, porque dudo que estuviera tan borracha como para no darse cuenta de que yo amenazaba a Laura con regresarle un golpe si volvía a pellizcarme.

Al día siguiente, para cuando entré con Abraham en la cocina, ya habías lavado las sábanas. Yo siempre me levantaba tarde. Tú, por lo menos en ese viaje, parecías una mamá extremadamente responsable que se para antes que todos a coordinar el día. Evité hacer comentarios sobre la noche porque Abraham sí preguntó y claramente no te cayó en gracia. Estoy seguro de que además de la pena tenías una cruda fatal, aunque nunca te quejaste. Todo ese día tuviste una actitud nerviosa, como si adelantándote en todo esperaras recuperar la dignidad que sentías perdida.

¿Quién eligió ir a San Gimignano? Se me viene a la mente el momento en que nos perdimos intentando salir de Florencia. Abraham manejaba, Fabi iba de copilota, tú en una ventana, en medio Laura y yo en el otro extremo. Abraham se metía por caminos donde era claro que si sacaba la mano por la ventana de inmediato chocaría con la pared de los palacetes que nos flanqueaban. El pavimento no era plano, así que saltábamos cada tres minutos. Creía que las mañanas italianas eran igual a las tardes, y hoy, cuando intento recordarlo, confundo la intensa luz naranja desplegada sobre las paredes de adobe en ese momento y los tornasoles desviados por las ramas secas del ocaso.

Ese día tuve la boca cosida. Seguí todo lo que hacían sin involucrarme. Conocer la calle de la izquierda o la derecha me daba igual. Si iba contigo y Abraham es porque me ajusto mejor a tu ritmo que al de una foto cada tres pasos que llevan Fabi y Laura. Otra vez no querías desperdiciar el día, y para ti eso significaba ver muchas cosas. Estaban a punto de cerrar la torre de la iglesia cuando entramos. Después supiste que solo entré porque me impregnaste de tu prisa, pero fue la última vez. ¿Por qué siempre querías subir a las torres, sin importar cuán caro fuese? La campana dividía el techo en dos: de un lado, hacia el norte, los lombardos; del otro, Roma. San Gimignano, un pueblo chico amurallado, redondo, en lo alto de un cerro, está envuelto de sembradíos que en ese instante eran como las sábanas destendidas golpeadas por la mañana de un domingo, en las yo que despertaba en Corso San Gottardo creyendo que estaba nublado, pero que en realidad solo disimulaban un cielo en el que tenían que abrirse bien los ojos para apreciarlo despejado. Me hubiera gustado escribir en ese momento, ¿sabes?, sobre el aire frágil, sobre los niños felices peleando con alfanjes en la entrada de la muralla, sobre las gotas de helado escurriendo por el cono que una madre disfrutaba, sobre la ternura de todas esas sábanas de viñedos y las casas insertadas yéndose al quedar en la sombra. En cambio, me pediste que te tomara una foto con Abraham en la torre y bajamos a comprar un gelato.

De regreso, yo iba de chofer. Fue la primera vez que manejé en Italia. Tú venías en el asiento de copiloto. Sé que lo recuerdas mejor que yo porque me hablaste de ese momento en una de las veces que despertamos en mi departamento y querías hablar de nosotros, y qué hacíamos ahí, y cómo habíamos llegado. Te gustaba hacer eso, supongo, para poner un poco de orden, el mismo que querías en el viaje, en tus materias, y saber a dónde ibas y asegurarte de que todo tenía sentido. Te abracé y te devolví las preguntas, y dijiste que te gustó platicar conmigo en el coche, y cómo te veía. No recuerdo de qué platicamos, ya no digamos haberte visto mientras manejaba. Recuerdo, eso sí, tu suéter blanco como si fuese fluorescente en la obscuridad del carro. Supongo que pregunté lo que uno pregunta cuando tiene una conversación a una hora en que no caben muy bien las bromas: de tus papás, tu hermana, tu vida en Argentina, si te gustaba Milán, la Bocconi…. No es que no me interesara, estaba preocupado por manejar de noche, en carretera, en un lugar desconocido. En una rotonda tuve que pararme porque no sabías en dónde dar vuelta, tú, que tienes todo bajo control y nos guiabas. Viajar de noche en carretera tiene algo extrañamente atractivo: para mí siempre ha estado asociado con vacaciones, fines de semana, los días en que la noche puede ser más larga porque hay fiesta.

De regreso paramos en un súper por alcohol. Esperé que lo dijeras pero creo que preferiste ignorarlo, o de veras lo creíste después de lo que te pasó: alardeamos mucho más de lo que tomamos. Siempre. Mucho más. Ese día, por ejemplo, llegamos al departamento y todos estaban dispuestos a cambiarse la ropa e irse a dormir. En todos los viajes se repitió, desde antes de que tú estuvieras: hablábamos de cómo íbamos a beber todos los días, hasta estar lo suficientemente pedos como para ser felices, planeábamos cuánto alcohol comprar y a dónde ir, pero al final, siempre, acabábamos tomando cuatro cubas una noche y dábamos por terminada la euforia, aunque siguiéramos hablando como si nuestras hazañas fueran bacanales. Niños, niños. Así nos educaron: para mentirnos aun cuando aceptamos la mentira. 

Camino de Roma pasamos a un viñedo. Tuve que volver a buscarlo, porque de esos viajes a este tiempo los nombres se me han olvidado: Montepulciano. Tenían un viñedo en cada terreno. Conforme nos acercábamos se multiplicaron tanto los anuncios de casas productoras de vino que fue una fortuna encontrar la correspondiente prácticamente vacía, solo para nosotros y una pareja de gringos. Nos dieron un tour por el pequeño casco de la hacienda y las cavas: el vino estándar en las más grandes, menos tiempo, casi sin supervisión, el mejor guardado cuidadosamente en barricas pequeñas, en cuarto aparte, donde afanosamente es mantenido a cierta temperatura, sin luz directa, y probado cada tantos años. Afuera, viendo las ondulaciones de la geografía en que se dibujaban hileras de capas de verde, podías sentir la gravedad venerable de las plantas que se acomodan unas encima de otras. A donde voltearas, los promontorios estaban entunicados por disfraces de luz que irradiaban una neblina que solo he visto en la Toscana. Tú no sabes de vino; mejor dicho: nadie sabe de vino. Lo que pasa es que ustedes me hicieron sabihondo de vinos sin preguntarme, asumiendo que lo era por las acciones de mi señor padre en el viñedo de Atlixco, pero es falso. Soy ajeno al culto que se le rinde al vino en mi casa, igual de patético que las discusiones sobre los jugadores que deben estar en la alineación inicial, estupideces recubiertas de seudoteoría para creerse el cuento de que es relevante. Ni siquiera me gusta el vino, prefiero el Bacardí para empedar rápido, cantar con mis amigos y no crudear al día siguiente.

Fuimos porque para Fabi un viñedo era parada de rigor para decir que estuvo en la Toscana y presumir las fotos en una cata. Laura y Abraham bebían sin pretensiones. A mí me parecía chistoso que estuviéramos ahí, sin saber nada pero jugando a ser niños grandes, y ya que me habían dado el puesto del niño popular que les enseña cosas nuevas del mundo, entré en mi papel. Hasta tú te creíste las cuatro palabras pomposas sobre vino que memoricé después de tanto escuchar a mis señores padres calificando una botella, y que repetí adaptándolas al nombre y color de lo que nos daban a probar. La última copa de vino, por la que pagamos extra porque era el ultrafino que producen en cantidades muy limitadas, fue la mayor tontería. Solo nos tocó un sorbo a cada uno y el sorbito nos salió en cinco euros por persona. Yo ya no sabía si reír o seguir fingiendo con las miradas que nos regalaba la pareja de gringos que sin entender español se daba perfecta cuenta de la situación.

Fue mi idea manejar hasta Castiglione del Lago. Quería ir a un lugar desconocido, pero como en Italia nada es virgen, al menos uno no asediado por turistas como nosotros. Google Maps decía que estaba cerca y que, claro, había un lago. En realidad, Castiglione del Lago era una exhalación en el terreno, y el agua, muy abajo y también cubierta por la neblina rojiza, hubiera podido ser pensada como un emplaste de azul marino si no fuera por los veleros del puerto y uno que cruzaba. Claro que había tensión, Ro, una que me hizo optar por dejar las cosas a la deriva, como que nada pasaba, seguir normal. De vez en cuando volteaba a verte para saber qué hacías, si acaso volteabas al mismo tiempo hacia mí. Además, nos movíamos en grupo, así que era muy difícil tener momentos para platicar a solas, y en todo caso el juego de Florencia era de la peda y estabas obligada a elegir a alguien entre Abraham y yo exclusivamente, por lo que podría ser que fuera una respuesta obligada por las circunstancias, no con genuino interés en mí; eso es lo que me decía. En ese momento, entonces, ya no pensaba en ti. Recordaba los momentos en que fui feliz en los últimos años con alguna persona, de las fiestas con mis amigos de la universidad en Puebla en que todo cobró sentido. Deseaba que estuvieran ahí, y me daba cuenta de lo imposible e inútil que era considerarlo, pero lo hacía a un lado para crear la historia y las imágenes mientras veía el lago: sería antes de casarme, o cuando nos graduáramos, o si fuera hijo de un millonario y pudiera invitar a todos mis amigos sin que tuvieran que pagar. Rentaríamos un velero (mejor: una goleta) y estaríamos ahí todos una semana entera, bajando un día solo para comprar cosas o ni siquiera eso, solo levantándonos para hacer bromas, reírnos de tonterías, organizar juegos con el pretexto de emborracharnos y cantar, cantar todos los días viendo el lago, abrazándonos, saltando en la cubierta, viendo las enormes velas, gritar hasta sentirnos eternos plenamente y quedarnos sin voz, y repetir todo al día siguiente. Te metías en esa fiesta, de pronto aparecías en el barco cantando, y no desaparecías, así que me acercaba para abrazarte de la cintura, te daba un beso y seguía cantando.

El castillo a medio derruir que da nombre al pueblo estaba cerrado; lo único que había era la tranquilidad de las callejuelas estrechas, pavimentadas con guijarros, que nunca eran planas: una figura de u invertida, más altas en el centro y bajas por los costados, semejando la geografía incircunscrita de los alrededores, entendiendo mejor los horizontes que rompen la geometría de las líneas rectas. Fue la mejor comida de todo Italia. No por la tabla de quesos, o la charcutería, o el vino, o la plática o el silencio del que estaba hecho ese viaje, sino porque ahí, mientras notaba que éramos los únicos en el restaurante, mientras caminaba al mirador poniendo primero el talón y luego dejando caer la punta para escuchar la suela contra el piso irregular, su eco en las paredes de adobe; mientras escuchaba las tejas crujir con los primeros carriceros que volvían, me entró un presentimiento, que sin tener color particular se filtraba entre la alharaca de las garzas y los patos reales en las afueras del lago Trasimeno, entre la risa cargada de bonhomía de Fabi y Laura, entre mi callar, que ahora era todo menos ajeno a las bromas de Abraham. 

Salimos de Castiglione a la última hora conveniente para llegar a tiempo a Roma. Intenta desmentirlo, Ro, pero ni tú ni yo ni Fabi queríamos irnos. Podríamos haber cambiado todo el plan por otro día así, y por eso volvimos a pasar al súper a comprar ron Havana, y agradecí que te equivocaras en la primera vuelta y estuviéramos obligados a ir por caminos de terracería donde el coche cabía con calzador, caminos que hacían de olas con vistas de viñedos cejijuntos y pocas casas, de donde sin embargo llegaban olores de ajo con el que estaban terminando de aderezar una pizza para el aperitivo. Para mí eso siempre será Italia: el olor a ajo de una pizza sin queso recién salida del horno, acompañado de la perentoria luz del lubricán, en calles hechas solo para caminarse. También por eso esta vez Abraham sí sacó el ron en el coche y lo mezcló con coca y lo empezó a pasar en rondas a Fabi y Laura, que te pidieron que le subieras a la música, y también te lo pasaron a ti, que durante unas canciones dejaste de guiarme para bailar con ellos, y yo veía por el espejo retrovisor cómo el presentimiento volvía a fluir en el ron que Abraham vertía en la botella de coca-cola, en la emoción cándida de Laura embelesada por la puesta de sol, en la burla que me hacía Fabi porque no podía participar de su peda, en tu canto ronco, en tu brazo trémulo cuando simulabas el micrófono alargando el verso, y la celebración implícita que había en ese momento, en el que nuestro deber único era sentarnos a tomar y cantar historias. Si es cierto que uno nunca se recupera de un atardecer en la Toscana, para mi anegación poco tuvo que ver el paisaje o el vino, fue el presentimiento vago del desensueño en una provincia tan física como amorosa. 

Llegamos tarde a Roma. ¿Recuerdas que Fabi fue con Abraham a recoger el departamento, mientras nosotros estacionábamos el coche, y la tipa que les dio las llaves pensó que eran pareja y le preguntó a Fabi cuántos meses tenía el bebé? Me cagué de risa, pero por supuesto que enfrente de Fabi todos dijimos que la tipa se la voló. Fuimos a ver el Coliseo de noche. Había un paseo nocturno y entramos. Tengo muy clara la escena: me quedaba siempre hasta atrás, unos segundos retrasado del paso del grupo, porque quería imaginarme el ambiente del pasado, los sonidos de esos pasillos oblongos que en la oscuridad eran más oprimentes. Al llegar a la plaza la guía ya estaba dando la explicación en el centro, pero tú estabas alejada de todos, sentada en una banca, medio doblada sobre el estómago. Me acerqué a preguntarte qué te pasaba y dijiste que te dolía un poco, sin decir exactamente qué. Intuí pero supe que no era apropiado preguntar. Te puse la mano en el hombro unos segundos para decirte que si necesitabas algo me dijeras. No sabría, hasta muchas semanas después, que ese gesto resultó decisivo en lo que sentías por mí. Yo no lo vi para tanto, no era grandioso. Ese tour fue un privilegio, no creo que muchas personas hayan tenido el Coliseo completo para ellos solos. Después la cosa se puso un poco tensa porque Abraham y yo les dijimos que para ver todo lo que queríamos había que estar saliendo a las siete del departamento, no vistiéndose o bañándose, saliendo a las siete a eme. En Florencia salimos una hora después de lo acordado porque se ponían a maquillarse cuando les decíamos que ya era hora. A Abraham le importaba más que a mí. Él sí estaba molesto por perder el tiempo, yo nomás le seguía la corriente. Abraham advirtió que si no estaban listas a esa hora nos iríamos por nuestra cuenta. A Fabi no le gustó, pero accedió, y así nos fuimos a dormir. En la mañana no salieron a tiempo. Laura apenas iba a meterse a bañar, sin hablarnos, cuando Abraham y yo ya estábamos terminando de desayunar. Tú seguías maquillándote. Eran cinco para las siete y Fabi paseaba en piyama. Abraham y yo nos fuimos a sabiendas de que no les gustaría, pero en eso habíamos quedado.

Nosotros conocimos todo lo que planeamos. Te mentiría si te dijera que no hablamos de ustedes. Sobre todo, nos daba risa Fabi, la más preocupada por conocer pero la última en levantarse. Por la hora en que decían que salieron del depa nos reíamos de que no verían lo que planearon. Cuando llegamos al foro romano faltaba poco para que cerrara. Dimos una vuelta y empezó a vaciarse. Le marcaste a Abraham y quedaron de que nos veríamos ahí. Cuando llamaste cinco minutos después para decir que no las dejaron entrar nos reímos mucho. Tú eras la menos enojada en el Panteón, pero no estabas exenta de haberte contagiado del estrés. Caminando al coche me enteré de que invitaste a tu amiga argentina de intercambio en Roma a que empedara con nosotros. Nacha, ¿no? Bueno, más bien nosotros íbamos a ir a la peda que su universidad organizaba, pero ella venía al pre a nuestro depa.


Capítulo de «Miradas Narradas»

Obra de Ximena del Cerro

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