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Miguel Angel Garcia
Miguel Angel Garcia

Robert en presente, Julio en pasado

Margarita lee en un banco del centro de la plaza. Más o menos en el mismo lugar de siempre.

El sol sobre los ojos le oculta algunos ángulos. Un hombre con un abrigo a lo Humphrey Bogart, con el cuello levantado y llevado informal parece distraído, casi oculto detrás de los árboles. Apunta su cámara a las personas que vienen y van. De vez en cuando, el hombre mira las nubes. A veces a una paloma.

El hombre dirige su objetivo a una chica. Margarita no la oye, pero ve que la chica se escapa asustada. Quizás enojada. Otra vez el hombre hace lo mismo con una pareja mayor. El señor y la señora lo miran. Caminan y lo miran. Lo siguen mirando. Tres mujeres jóvenes. Tomadas del brazo caminan rápido, ríen. El hombre las enfoca. Ellas bromean y ríen más, ahora a carcajadas. Margarita está segura. El hombre no sacó ninguna foto, solo parece mirar a las personas a través de la cámara

Margarita no se equivoca, el hombre ensaya, ajusta. Angulo de incidencia del sol, velocidad de exposición, apertura del diafragma, distancia.

Desde un costado de la plaza un chico trae recuerdos para el hombre. Un quinceañero rubio y de rostro angelical. Su vida parece iluminada por un amor total. El hombre se alerta. El hombre acecha, se agazapa alrededor de la cámara. Apunta. El chico, distraído, va lento, como rodeado de un silencio. Ahora sí, en ese silencio del chico se escucha el disparo. Uno. Luego varios disparos. La máquina toma una y otra foto. Una y otra vez, el chico está congelado. El hombre baja la cámara y aparece una mujer, más recuerdos para el hombre. Caminando detrás del chico, va una mujer. Mayor que el chico la mujer. Delgada y esbelta, de cara blanca y sombría. Los ojos son negros. Camina rápido. Su pelo rubio viene lleno de viento. Es de mañana y hay viento, Viento de otoño. El hombre levanta la cámara. Enfoca a la mujer. La toma de adelante y, a medida que pasa, de perfil y de atrás. El hombre se va. Se interesa por el chico y la mujer. Los sigue.

El hombre regresa. Jadeante y emocionado. Se deja caer en el banco. Al lado de  Margarita. Con manos expertas abre la cámara, una Cóntax 1.1.2. Reemplaza el rollo. Margarita se ríe. Una máquina antigua. Como la que tenía su papá. Calcula: ¿treinta, cuarenta años? Más, piensa. Mucho más, cincuenta o sesenta, tal vez.

Margarita deja el libro. Entre ella y el hombre está el libro que leía. El hombre mira el libro. También se ríe. Tiene motivos. Él conoce ese libro. Recuerda los años cincuenta, tal vez los sesenta. El hombre levanta la vista, sigue unas palomas. Y unas nubes que pasan

Se presentan. El hombre tiene una tonada. Tonada chilena, piensa Margarita. Robert Mitchel, dice el hombre. A Margarita le suena. Conoce ese nombre. Margarita dice cómo se llama. Tengo un apodo, agrega. Me apodan Maga. Robert hace tiempo conoció  una mujer a la que también le decían Maga. La Maga en realidad. Alguna vez La Maga y Robert compartieron los sueños y los insomnios de alguien. Compartieron  una mesa de trabajo y un cesto de papeles arrugados. Luego, cada uno siguió su camino. El tono de Robert es de nostalgia. 

Margarita pregunta si él es quien ella cree que es. Robert le contesta que sí. Ahora ella sabe por qué le sonaba ese nombre. Ella niega cuando Robert pregunta. No, no soy esa Maga. Es pura casualidad que la apoden igual. No soy la mujer de Rayuela. Soy otra. No hubiera querido ser esa Maga; en cambio, Robert sí es el personaje. El Robert Mitchel de “Las Babas del Diablo”. Margarita se dispone a preguntar. “Las Babas del Diablo” que ella tanto ha leído, que nunca ha entendido del todo y que siempre tiene que explicar a los jóvenes. En clase, en talleres tiene que explicar. En exámenes tiene que dudar. Entonces Margarita, Maga, como le dicen, ve la oportunidad. Pregunta.

Robert aclara, porque ya antes, muchas veces, le pasó. Solo podrá dar algunas respuestas. Yo soy el personaje, no el autor. El autor era Julio. Julio, el escritor. Sí, es extraño, dice Robert ante la sorpresa de Margarita: Robert en presente, Julio en pasado. Julio ya murió. En cambio yo, Robert Michel, estoy entre las páginas del libro y vivo. Vuelvo a la vida cada vez que alguien lo quiere leer.

Puedo decir qué hacía en aquel relato o qué hago hoy. En “Las Babas del diablo” salí a distraerme y Julio me complicó. Hoy, en esta plaza, estimulado por el relato, busco un gesto revelador que nació en aquel relato: una síntesis que identifique una intención. Mi propósito como fotógrafo es fijar, repetir momentos. Captar con la cámara lo que el ojo no puede ver. Tal como como sucedió en el cuento y que tanto da y dio que hablar –y que escribir.

Sí, dice Margarita, pero la gente va por el mundo, se mueve. La gente se mueve, repite. Hace cosas y altera el paisaje. Habla, acaricia, discute, trabaja, descansa, camina, avanza.

De acuerdo, dice Robert, pero hay otras cosas escondidas detrás del movimiento como sentir, pensar, intuir, sufrir, desear. Desde que nació el cuento, todo eso, el mundo corre con más velocidad. La prisa es mayor. Robert  sabe eso. Ahí está, una imagen es un testimonio de lo que no se puede ver. Y según Robert, cada día el vértigo lo justifica más. El movimiento es una sucesión de instantes, expresiones, muecas, ademanes del rostro, de las manos, de los ojos, de la boca (y vaya con los ojos y la boca), revela Robert. Instantes  que no se repetirán. Un soplo que no se percibe con la escena en movimiento y que solo es posible descubrir en un retrato, en la figura congelada. Cuando se anda con la cámara, hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra o la carrera, trenzas al aire de una chiquilla… y sigue con su parlamento que ya supera el medio siglo. Robert ve pasar una paloma y dos largas nubes desflecadas

Margarita escucha. Margarita es un signo que interroga. Si hay algo que sé, es mirar, dice Robert y todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más fuera de nosotros mismos, sin la menor garantía. Quizás sea suficiente con elegir. Elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar las cosas de tanta ropa ajena. Si no hemos mirado bien, tal vez usemos las palabras injustas para el decir. Y qué decir del entender, porque las cosas tienen su verdad. Afirmo que una foto, afirma Robert, puede restituir la verdad, aun cuando estemos ante una tonta verdad.

Robert dice más, responde a Margarita lo que Margarita quiere saber. El movimiento es transcurso, proceso, acción. Atrapar y detener ese pasar es una sección. Un tajo. Una fracción esencial.  Un componente primario del tiempo.

Sí, dice Margarita, entiendo que eso es lo que pasó en la Isla de Saint Louis. La pareja, la mujer que intenta, el chico que se sorprende. Pero, ¿no hay un romance? ¿Y el hombre de negro? ¿Y las amenazas?

Robert lo sabe y lo dice. La fotografía era para mí solo un pasatiempo. Julio me hizo sentir que es una pasión. El resto, el muchachito, la mujer rubia es solo una novela que agregó el autor. Tenía que buscar una escena, crear una historia, poner intriga. A mí me quedó lo esencial, eso es verdaderamente lo que trascendió.

¿Y el inicio del cuento?, pregunta Margarita ¿Y todas aquellas dudas? Porque al principio hay un texto incomprensible sobre cómo debía contarse la historia, si en primera o en segunda, o usando una tercera del plural. Si se pudiera decir yo vieron subir la luna; o, nos me duele el fondo de los ojos, repite Margarita sin equivocarse y asombra a Robert con su memoria.

Robert se ríe. Hace un gesto de descargo y explica. Julio quería contarla en primera persona. En un principio, cuando empezó a escribir el cuento, la primera persona era él mismo, pero luego me dio toda la tarea a mí. Yo no sabía escribir, no soy un escritor. Yo tengo el oficio de traductor. Un simple tipo que copia un texto al pie de la letra y que apenas lo interpreta para lograr una traducción fiel. Discutimos días y días. Yo consultaba y él tomaba nota. Yo, en forma autónoma no sabía utilizar los tiempos verbales, y, a veces, hasta confundía los pronombres y las personas. Por alguna razón que no me explico, las notas quedaron en el relato. Luego, los analistas, los críticos literarios, los psicólogos dieron cientos de explicaciones, buscaron las causas, las derivaciones. Incluso, pusieron en dudas mi estado mental. Esquizoide, dijo alguno por allí.

En algún momento del cuento estás muerto, dice Margarita. Mejor que sea yo que estoy muerto. Robert niega enfáticamente. Nunca estuve muerto. Pasaron  sesenta años y estoy aquí: ¿parezco realmente un muerto? Margarita no sabe qué responder, hasta que finalmente acepta que está vivo. Robert no se inmuta, porque esta cuestión ha merecido la atención de cuanto literato o psicólogo ha analizado el cuento. Esa fue una de las tantas triquiñuelas de Julio. Él usaba esas maniobras. Le daba un golpe de irrealidad al texto. Es al lector a quien golpea, agrega Margarita. Así era Julio, yo nada podía hacer. ¿Y los párrafos en tercera persona?, dice Margarita. Robert se ríe, esperaba la pregunta. No sé, no sé. A pesar del tiempo que pasamos juntos, nunca terminé de entender a Julio. Quizás él quiso explicar algo al lector o tal vez interpretar algo. Esa era parte de su tarea o tal vez un rasgo de su vanidad.

La Maga y Robert están sentados en el banco de una plaza. Una plaza cualquiera. Si prestás atención, los verás, siempre y cuando pase una nube o se agiten las hojas de los árboles, cuando vuele una paloma o quizás un gorrión.

Si querés un detalle, quizás sea conveniente congelar la imagen.

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