Es difícil rastrear en el Manhattan del nuevo milenio, mezcla de parque de atracciones y centro comercial, los espacios que contuvieron la mirada de Robert Mapplethorpe, nacido un día de noviembre, setenta y un años atrás, cuando apenas empezaba el mundo a articular las directrices del deseo al que consagraría su existencia.
“Mineshaft”, por ejemplo, el club de sadomasoquismo ubicado en el mercado de la carne cerca del río Hudson, y del cual extrajo las imágenes más brutales contenidas en el Portafolio X: penetración anal con el puño, tortura de los órganos genitales, coprofagia y mutilaciones corporales sublimadas por su impecable técnica a zonas de gran belleza plástica. O “Keller’s”, en la misma zona; bar para los amantes del sexo con hombres de color, donde el fotógrafo llegaba pasada la medianoche y, apostándose en la zona más oscura con un “Kool” entre los labios y un gramo de cocaína en el bolsillo, iba sopesando la mercancía hasta fijar el verde de su mirada sobre un objeto cuya perfección de formas quedaría eternizada en la serie donde se incluye “Man in Polyester Suit”. El hombre de traje de poliéster esgrimiendo un monumental falo que, por el particular tratamiento de la luz, pareciera independizarse del cuerpo y adquirir vida propia. Un falo cuyas armoniosas proporciones llevaron incluso al fotógrafo a derramar lágrimas de emoción cuando reveló la imagen.
Es así como para Robert Mapplethorpe cada fotografía era la página de un diario puesto a enmarcar su intimidad que fue también la de un sector del mundo gay norteamericano devastado entonces por el sida. A través de sus imágenes nos es posible rastrear ahí la cronología de Nueva York en los años setenta y ochenta; dos décadas signadas por el exceso sexual y la experimentación con todo tipo de drogas. Al interior de este doble marco el tiempo quedó atrapado y se desarrolló la historia del fotógrafo entendida, en palabras de Pier Paolo Pasolini como “estructura móvil deseosa de insertarse en otras estructuras”.
La crudeza del objeto real llegó consecuentemente a metamorfosearse en el esplendor visual de la imagen fotográfica, donde con gran tino el artista supo trabajar la luz a fin de enfatizar ciertas zonas de aquel y producir el llamado “efecto Mapplethorpe”, que revela al objeto y al revelarlo nos lo devela. Y es que su obra, a la par de la de Pasolini, fue siempre muy personal y estuvo igualmente signada por “una vida violenta”, ubicada dentro del sadomasoquismo y consignada en imágenes como “Self Portrait, 1978”; el autorretrato donde, vestido con un pantalón de cuero abierto por detrás, se inserta el mango de un látigo en el esfínter mientras mira desafiante a la cámara.
Robert Mapplethorpe documentó así su pasión por iluminar las zonas más oscuras del deseo, al hacer de las fotografías espejos que empezaron reflejando al artífice del diario pero que, inevitablemente, acaban exponiendo al espectador, exponiéndonos al confrontarnos con las escenas más desconocidas de nuestras propias perversiones. Ello, en un momento cuando la fotografía no había adquirido el estatus comercial que con Mapplethorpe mismo, Barbara Kruger, Nan Goldin y Cindy Sherman, entre otros, obtendría a partir de los años ochenta.
De hecho fue el millonario Sam Wagstaff, mecenas, amante y modelo de Mapplethorpe, quien en los setenta empezaría de manera pionera, a coleccionar fotografía en Estados Unidos. El binomio Wagstaff-Mapplethorpe resultó ciertamente instrumental para ubicar la fotografía a la par de la plástica en los mercados internacionales; al tiempo que Wagstaff introducía al artista en los círculos de poder y educaba, en la tradición sentimental flaubertiana, al joven 25 años menor que él.
Mapplethorpe, por su parte, provenía de una familia trabajadora enraizada en las profundidades de Queens. Disléxico, huraño, desaliñado —“le olían los pies”, comentó una vez horrorizado Andy Warhol— e indiferente a cualquier tema que no fuesen sus propias fotografías, encontró en Wagstaff, muerto también de sida en 1986, al mentor y garante en el proceso de darle credibilidad a una obra tildada repetidamente de pornográfica.
Al otorgarle un tratamiento propio de la belleza clásica a las fantasías más aberrantes, Robert Mapplethorpe logró canonizar el sexo más crudo, llevándolo a un formalismo impecable que lo sublima impidiéndole caer en lo pornográfico. De hecho, cuando alguien le preguntó una vez si había algo sagrado para él, Mapplethorpe respondió “el sexo”. Y es que, desde su punto de vista, S&M no era sadomasoquismo sino “sexo y magia”.
En su loft en el número 24 de Bond Street —una zona de fábricas abandonadas y talleres mecánicos que hoy se pelean edificios de lujo, restaurantes selectos, tiendas de antigüedades y elegantes cafés— Mapplethorpe, rodeado por esculturas de Mefistófeles y sátiros, calaveras, joyas en forma de crucifijos y serpientes, y brazaletes de oro cubiertos con símbolos astrológicos, meticulosamente apresaba los cuerpos de sus modelos. Cuerpos que no eran sin embargo anónimos, a los que él, como fue el caso de Diane Arbus, despojara subrepticiamente de su imagen, sino que voluntariamente ofrecían su intimidad a la cámara y la piel del fotógrafo. Este creador, a pesar de haber tenido múltiples affairs no gustaba del sexo rápido. “Solamente me he acostado con unos mil hombres”, comentó en una entrevista poco antes de morir.
Al estar la obra intrínsecamente ligada a su sexualidad, Robert Mapplethorpe siempre mantuvo una actitud ambigua con respecto al trabajo comercial: los retratos y las flores. Acostado, por ejemplo, en un colchón sobre el piso de su loft tras una noche de drogas y sexo, dejaba que Diana Vreeland desde Vogue le suplicara que fuese a tomarle fotos a alguna celebridad. Y deseoso de obtener el reconocimiento del establishment, componía dípticos de estilizadas flores que después arrojaba a la basura. “Odio las flores”, le dijo a Wagstaff la primera vez que este le trajo un ramo, haciendo ademán de escupir sobre ellas.
Pero serían efectivamente las flores y los retratos el material de sus dos primeras muestras individuales en la galería de Holly Solomon, en 1977, siendo invitado apenas un año después, a la retrospectiva “Mirrors and Windows: Photography 1960 to the Present” en el Museo de Arte Moderno neoyorkino.
Exposiciones en Europa y Norteamérica, libros y encendidas reseñas signaron los años siguientes, en un tiempo cuando la mejor manera de saber sobre los amigos del pasado era hojeando los obituarios en las páginas de los periódicos. En 1986 Robert Mapplethorpe es diagnosticado con sida. Paradójicamente, y a medida que el cuerpo se olvidaba de sí, la obra iba transformándose en memoria. No en vano “Self Portrait, 1988”, su último autorretrato, solo muestra el rostro y las manos surgiendo de esa oscuridad, que repentinamente engulló a los artífices de una manera más libre de vivir para la comunidad homosexual.
En silla de ruedas, vestido de satén púrpura y zapatos de terciopelo negro con sus iniciales grabadas en oro, Robert Mapplethorpe emergió por última vez de lo oscuro para inaugurar su primera gran retrospectiva en el Museo Whitney, el verano de 1988. La exposición viajaría después al Instituto de Arte Contemporáneo en Filadelfia y al Museo de Arte Contemporáneo de Chicago, pero sería cancelada días antes de abrir en la Galería Corcoran de Washington, en julio de 1989, por presiones del Congreso con relación a la apropiación de fondos públicos para la promoción de “arte obsceno”.
Robert Mapplethorpe, sin embargo, no pudo asistir a la polémica. El 9 de marzo de aquel mismo año había dejado de existir en un hospital de Boston. Su obra, no obstante, era ya inmortal pues el olvido es siempre más fiel que la memoria.
Susan Sontag en su libro sobre la fotografía nos indica que esta es “solo un fragmento”, y que “su carga moral y emocional dependen del espacio donde se la ubique”. Al confrontarnos con el trabajo de Robert Mapplethorpe es necesario no perder de vista esta premisa, ya que fue la interacción entre el artista y el público en aquellos espacios institucionales lo que, en los años ochenta, contribuyó a ampliar las fronteras del arte, y encendió la polémica en torno a fotografía y censura, que igualmente arrastró la obra de otro artífice de lo irrepresentable: Andrés Serrano.
Este creador, sin embargo, en su individual titulada “The History of Sex” en la galería de Paula Cooper de Nueva York en marzo de 1997, demostró también con sus obras sumergidas en fluidos corporales, que la fotografía y el arte en general existen justamente para desafiar y empinarse por encima de las convenciones, puestas en diferentes momentos históricos a amordazar a los artistas y negarles su derecho a desexistir.