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daniel campos
Photo Credits: Hiroyuki Takeda ©

Ritmos de abril

Hay días que parecen destinados a ser significativos e inolvidables. Llegan inesperadamente, un martes cualquiera de abril por ejemplo. Estoy escribiendo en mi apartamento en San José cuando me llama una amiga amada para visitarme de improviso. Hemos compartido vivencias y experiencias desde el colegio, cuando ella me adoptó, por cariño, como su “hermanito menor”, y siempre me alegra verla. Cuando le abro la puerta para recibirla, me abraza y me dice, llorando, que su mamá agoniza. En medio del abrazo se viene el primer aguacero del año. Las lágrimas y las gotas de agua fresca se confunden en su rostro. Nos despedimos sin palabras, con la mirada amorosa.

Ella va a su casa y yo voy con mi papá a una cita en el hospital. Su talentosa médico lo examina, le trata con el cuidado de un ángel de la guarda y le infunde ánimo. Después lo veo sereno y voy con él a encontrar a mi mamá en casa de mi abuela. Inusitadamente están allí mis tíos, incluso el que no vive en San José, mi tía y varios primos. Llega una de mis hermanas. Y conversan todos de la vida. Hay abrazos, lágrimas, risas. Me voy a casa después del café y la tertulia familiar.

Por la noche trabajo un rato más y termino el primer borrador completo de un libro que empecé a escribir hace siete años y a vivir hace más de veinticinco. Le pongo el punto final. Ya en la cama pienso en el día divino y siento tantas emociones juntas que le doy gracias a la Vida por permitirme experimentarlas. Duermo en paz.

Al rayar, Alba besa mis ojos con su luz nívea. Como ayer fue un día divino, hoy me despierto con la intención de “llevarla suave”. Disfruto una mañana perezosa, investigando posibles itinerarios de viajes imaginarios, a la Patagonia por ejemplo. Al mediodía voy a nadar. No es mi mejor día en la piscina. Me cuesta la técnica de los nuevos ejercicios que me propone mi entrenador. Lo intento pero al final debo aceptar que hay días en que no me salen bien las cosas. Igual me gusta el placer de nadar al mediodía cuando el calor de abril abrasa fuera del agua.

Almuerzo voraz. Doy gracias por la fruta, los vegetales, las legumbres, el pescado, todo fresco, todo local, de buen sabor y de la cocina materna. ¡Ay qué delicia! Por la tarde leo a Yolanda Oreamuno, mujer que revolucionó la narrativa costarricense en el siglo XX con su obra sensible, apasionada, rebelde y feminista. Luego tomo un cafecito en casa, con mis papás y el tío que nos visita. Al anochecer me decido a ir a bailar a la academia Merecumbé. ¡Después que nadie me quite lo bailado! El lunes practiqué bolero y merengue con Rosita y Andrea, compañeras ticas; hoy miércoles, salsita y swing criollo con Nicole y Shirley, compañeras canadienses. Salgo contento y bailoteando.

En casa ceno sopita de pescado, también de cuchara materna. Salgo a mi jardín y se me ocurre mirar el firmamento hacia el sur. Se ve la Cruz del Sur. Está ahí, colgada del cielo, para admirarla. Me quedo boquiabierto. ¡Pero qué belleza! ¡Pero cuánto más me gustás esta noche, mi San José querida!

Tras un día así, sin eventos divinos, más bien tranquilo, siento que anda todo bien. No tengo que precipitarme. No tengo que decidir las cosas antes de tiempo: si me quedo, si me voy, adónde viviré y cuándo viajaré.

El cosmos me dice: «Llevala suave que la vida es un bolero. Nadá, bailá, admirá la Cruz del Sur. No tenés que ir a la Patagonia a buscarla. La podés admirar desde tu jardín». Tiene razón. Voy a llevarla suave.


Photo Credits: Hiroyuki Takeda ©

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