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fabian soberon
Photo by: V. H. D. ©

Richard Ford

Sé que es alto y blanco. Tiene ojos claros y en su rostro perduran duros rasgos indios. Ha nacido en Jackson, Mississippi, y ahora tiene setenta años. Ha visitado Estocolmo, Suecia, dando una serie de charlas para los alumnos de la estoica universidad escandinava. Fue amigo de Raymond Carver.

Raymond Carver fue uno de los talentosos escritores que dio EEUU. El “buen Raymond” y Richard Ford se encontraban en una casa solitaria y leían juntos un cuento de Chejov bajo la terca luz amarillenta en medio de la noche. Raymond le da su meditada opinión sobre el cuento y después se va a su casa y anota, sigiloso y sereno, unos versos simples y contundentes. A la madrugaba, con la nimia claridad del alba, Carver lo llama por teléfono y le avisa que ha escrito un cuento sobre el mítico dramaturgo ruso. Ese cuento se llama “Tres rosas amarillas”.

Richard Ford recupera esa experiencia y narra en un texto inusual, melancólico, cómo se inició la amistad entre él y Carver. Ese texto atípico es una lección narrativa. Muchos de los que imitan a Carver deberían leerlo. Ford no solo toma la lección de narración lenta, minuciosa y parca de Carver sino que procesa esa herencia y logra un relato intimidante y evocativo. Es una extraña crónica autobiográfica y es un claro homenaje que retrata una pasión. Es un disparo que entrega el fuego de una mirada precisa sobre los cuentos de Carver.

El relato de Ford da en la tecla. No es una mera melodía: es una elegía, una lección de humildad y una búsqueda nostálgica y misteriosa para recuperar al amigo muerto en los mínimos detalles. Tal como dice de Chejov, el relato de Ford es sutil: muestra en los recovecos minúsculos y suculentos el sentido o el sinsentido de la vida.

Ford es un gran novelista, un narrador prodigioso y elocuente. En Flores en las grietas ha cultivado el relato de vida, la crónica que entrecruza la memoria, la ficción, el hábil recorte autobiográfico y el olvido. Ford no sólo escribe lo que su memoria inventa sino aquello que le quita al olvido.

Ford es amable y directo por mail. Me ha dicho que estará ocupado en los días siguientes, que está dedicado a una excursión de caza. Ni bien leo el mensaje electrónico pienso en su destino de boxeador involuntario. Ha golpeado a mucha gente y lo confiesa en “En la cara”. También imagino su piadosa y rudimentaria excursión en los montes secos: Ford lleva una escopeta con caño largo, tiene puesto un pantalón caqui y una camisa beige. Los enormes zapatos de cuero le agrandan los pies. Sus custodios son dos perros insaciables. Ford no está solo. Lo acompañan cazadores expertos, hombres rudos –como él– cuyo destino es la vida entre las balas y los árboles antiguos.

Ford está en el desierto, alejado de las ciudades modernas. En medio de la noche negra siente que el humo de las calles ha desaparecido para siempre. Siente el abismo en sus piernas. Un perro ladra frente al vacío y nadie sabe el camino de regreso.


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