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Francisco Segovia
viceversa magazine

Reynaldo Jiménez: Soy de decantación muy lenta

Reynaldo Jiménez nació en Lima y reside en Buenos Aires. Ha sido editor y director de la revista-libro y editorial “tsé-tsé” entre 1995 y 2008. Coordinó la colección de antologías “Poesía Mayor” de Editorial Leviatán entre 1997 y 2001. Ha sido traductor de numerosos poetas brasileños y responsable de una veintena de antologías y muestras poéticas. Fue incluido en ediciones colectivas y antologías (“Medusario. Muestra de poesía latinoamericana”, “Antología crítica de la poesía del lenguaje”, “Pulir huesos. Veintitrés poetas latinoamericanos”, “Nosotros, los brujos. Apuntes sobre arte, poesía y brujería”, “Jinetes del aire. Poesía contemporánea de Latinoamérica y el Caribe”, “Divina metalengua que pronuncio. 16 poetas transbarrocos 16”, “Déjalo beat. Insurgencia poética de los años 60”, etc.). Se editaron dos antologías de su obra poética: “Shakti” (selección de Claudio Daniel, 2005) y “Ganga” (selección de Andrés Kurfirst, 2006). Publicó —además de libros ensayísticos (“Por los pasillos” —incorporado en el volumen “¡Kwatz!”, compartido con Ricardo Gilabert—, 1989, “Reflexión esponja”, 2001, “El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos”, 2012, “Informe”, 2014, “Nuca”, 2015, “La inspiración es una sustancia, etc.”, 2016, “Intervenires”, 2016, “Arzonar” (2018), entre otros)— desde 1981 los siguientes poemarios: “Tatuajes”, “Eléctrico y despojo”, “Las miniaturas”, “Ruido incidental / El té”, “600 puertas”, “La curva del eco”, “La indefensión”, “Musgo”, “Sangrado”, “Plexo”, “¿Cómo llamar a un tigre?”, “Esteparia”, “Piezas del tonto”, “Funambular”, “Ello inseguro”, “Antemano” y “Olla de grillos”.

 

Reynaldo Jimenez
Foto Credits: Bea Fresno

 

Abramos la conversación desde tu infancia.

Nací en Lima, Perú, de madre argentina y padre peruano. Mi padre, pintor entre o por sobre otras cosas, es primo de Javier Sologuren [1921-2004] y en aquel breve período fuimos sus vecinos. Fue por entonces que llegó Allen Ginsberg a Lima (el 5 de mayo de 1960) y en un almuerzo, la mitología familiar repasa que el buen Allen, ya célebre visitante, ante mi insistente reclamo de atención, me dio de comer.

En un libro muy reciente, “Ello inseguro”, publicado por Juana Ramírez Editora, en Buenos Aires, aparece como ilustración de portada una pintura que mi padre realizó conmemorando ese detalle-de-toque. En todo caso, el vínculo con Javier signó, después, mi adolescencia, cuando pasaba los veranos de variación y sin régimen colegial en Lima, visitando a mi papá. Después de unos años en Nueva York, mis padres se separaron y con mi mamá vinimos a Buenos Aires, donde residían mis abuelos maternos, húngaros, en 1963, y desde entonces resido aquí. Los encuentros marcantes y la sostenida correspondencia con Javier —incluso mientras residió durante un tiempo en Japón, dedicado a la traducción de piezas esenciales— me fueron aportando su ética de autor-traductor-editor (con La Rama Florida). A través suyo me puse en contacto epistolar con José Kozer, Octavio Armand y Armando Rojas (quien me enviaba su revista “Altaforte” desde París y a quien, a diferencia de los anteriores, nunca llegaría a conocer en persona, dado su temprano fallecimiento).

Fue en esos veranos que conocí y frecuenté a Blanca Varela, a quien visité por primera vez en su oficina del Fondo de Cultura Económica en Miraflores (en la calle Berlín, a cien metros de la casa de mi abuela Sofía, donde mis padres se habían conocido y donde todavía residían una de mis tías y primos), conducido por el siempre generoso y tan recordado Leslie Lee, pintor (y buen poeta, aunque de publicación tardía) cercanísimo a mi padre. Éste, por su parte, en una etapa brevemente anterior, me había provisto de sensacionales tesoros en forma de libros, que sigo teniendo a mano, de Julio Ramón Ribeyro, Leopoldo Chariarse y Krishnamurti (este último, infiero que por influjo de otro gran amigo suyo, el escritor Ricardo Martin, en cuya casa escuché por primera vez el “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” y quien apenas supo de mi incipiente obsesión por la poesía, a mis trece años, me regaló otro tesoro de efectos no sólo vitales sino vitalicios: la recomendación, enfática, inapelable, de leer a Miguel Ángel Bustos, que hasta ahora obedezco).

Si se piensa en las fechas en que todo esto más o menos ocurría (la nebulosa 1974-1979), quizá no se comprenda del todo la sensación de aire en relación al agobio argentino de entonces (aunque Perú tenía lo suyo: me tocó estar en Lima durante el “Limazo” o “Febrerazo”, revueltas populares pero también institucionales —parte de la propia policía reclamó, vía la huelga, por el fin de los maltratos, lo cual redundó en saqueos y caos vehicular, llegando al toque de queda y la suspensión de las garantías constitucionales— duramente reprimidas por Juan Velasco Alvarado), sino por factores más bien ambientales y particularmente familiares, junto a la posibilidad de entrar en contacto con esos poetas en particular. Cuánto de lo más sustancioso de mi desprolija biblioteca se debe a Javier, por un lado, y a Blanca, por otro, una infinidad de lecturas que fueron sendos despertamientos. Cada vez que iba a visitar a Blanca a su oficina, me obsequiaba libros y números de “La Gaceta” y de “Plural”, antes de que esta revista se llamara “Vuelta”, dirigida por Octavio Paz pero con un consejo editorial que incluía a Salvador Elizondo y a Kazuya Sakai, cuyos ejemplares, devorados por la relectura insaciable, ya casi hechos polvo, todavía me rondan y a los que regreso en tren de consultas específicas.

Gracias a la intercesión de Blanca también pude visitar un par de veces a su vecino, el predilecto y silencioso Emilio Adolfo Westphalen, quien me dedicó un recorrido veloz por buena parte de sus libros de pintura surrealista; especialmente recuerdo reproducciones de Max Ernst y René Magritte, sin mayores comentarios de su parte. Sólo el gesto. Nada menos.

Sumado a ello, breves pero inolvidables conversaciones, otra vez gracias a Leslie, con sus patas Alejandro Romualdo, alejado de Javier por las propias internas de su generación, y Francisco Bendezú, poeta sobre el que escribiría alrededor de cuatro décadas después un ensayo celebratorio, bastante deforme por cierto, y que está en “El cóncavo. Imágenes irreductibles y superrealismos sudamericanos” (Descierto Ediciones, 2012).

Todo eso fue abonando esta pasión hacia la poesía escrita (o no) por varios poetas peruanos (me resisto a usar la muletilla de siniestro tinte nacionalista de “poesía peruana”). En la modesta pero intensa biblioteca de mi casa estaban César Vallejo con “Trilce” en la edición no tan respetuosa de Losada —deslumbramiento total y definitivo, un desafío estético pero también neurológico, diría, en cuanto al deslizamiento sensoperceptual que esa lectura por estratos sucesivamente me iría proporcionando, a nivel de influjo: algo que me ocurriría, después, con las lecturas-transvisiones semánticas de José Lezama Lima y de Martín Adán—; la edición homenaje de La Rama Florida al reciente fallecido Javier Heraud —ejemplar ya ajado que todavía atesoro—; una antología en edición popular de José María Eguren —que fui apreciando también de a poco, luego de vencer mis resistencias estéticas a la rima consonante y la música del supuesto “arte menor”, con la intermitente relectura, guiado por las respectivas apreciaciones de su obrar por parte del propio Westphalen, César Moro y otros tremendos autores para quienes Eguren funge de referencia axial en cuanto el inventor, el que encarna la transición, ergo el que habita el entre—; también estaban esas primeras ediciones de William Carlos Williams, Gregory Corso, Ginsberg, Jack Kerouac (“México City Blues”) y los Beats en general, que mi viejo, que ya lo había digerido todo a su particular manera, me obsequió.

Por parte de mi mamá, las obras de Franz Kafka, en primer plano de mi atención, más una borrosa noción de los rusos, que me parecían cordilleras inexpugnables de detalles a seguir (la novela, en general, per se, no me engancha, sino ciertas y determinadas escrituras, más acá de las narrativas que se les pueda o no montar; sé que esto es arbitrario, discutible) y las de Herman Hesse: “El lobo estepario”, dos o tres veces releído a lo largo del tiempo, me sigue pareciendo inquietante.

 

Reynaldo Jimenez
Foto Credits: Guillermo Ueno

 

Residiste, decías, en Nueva York.

Del tiempo que vivimos los tres en Nueva York conservo imágenes o más bien sensaciones lumínicas, ambientales, que se corroboraron cuando pude regresar, por única vez hasta ahora, cuando ya promediaba mis cuarenta y tantos de edad, invitado por Lila Zemborain y su programa de escritura creativa en la NYU (Universidad de Nueva York), oportunidad en que también, gracias a José-Ignacio Padilla y Arcadio Quiñones, se me invitó a una lectura en Princeton. Conservo somáticamente la sensación lumínica de la nieve, de los parques en otoño, la galería de rostros que desde entonces significaron las calles de cualquier “centro” (cómo no evocar acá y de pronto a los rostros como pétalos en la entrepenumbra del metro neoyorquino, en Pound), ciertos olores sin explicación. Un restaurant en Chinatown al que había que descender por una escalerita de un par de escalones. La escalera y el frente típicos de Brooklyn de nuestra casa. Cuando volví a visitarla, gracias a la increíble memoria de mi padre, capaz de recordar hasta el número en la puerta, se me brindó un ratito de sincronización de tiempos. Y hasta de temporalidades.

Al vuelo sin retorno de Nueva York a Buenos Aires en 1963 lo recuerdo bien, esa angustia indecible de los cuatro años, por enterarme recién en el aeropuerto, a minutos de salida, que mi papá no vendría con nosotros; la llegada al conurbano barrio de Florida, mayormente de inmigrantes de clase media; la casa, estilo inglés, de mis abuelos; la recepción un tanto fría de mi bisabuela, rumana, quien viviría muchos años más y con el tiempo llegaría a ser mi principal defensora o aliada en ciertas futuras pugnas domésticas en la que me vería envuelto promediando, precisamente, la adolescencia. No fui, como casi todos, digno de mayores ritos de pasaje que los provistos por la socialización forzosa bajo el régimen escolar y la economía de mercado. O sea: mi madre trabajaba largas jornadas, razón por la cual no nos veíamos en todo el día durante la semana, pero me enviaba, pagando una famosa “media beca” —eufemismo, como todos, bastante infame—, a colegios de pretensión inglesa de la Zona Norte, lugares y grupos de personas (me relacionaba relativamente mejor con dos o tres colegas, siempre de a uno) que ya, durante el tránsito por la secundaria, raramente llegaría a sentir de pertenencia.

Me acuerdo especialmente de un retorno de ésos, estaría en segundo año, venía en mi segundo colectivo de todas las tardes, es decir mi cuarto de cada día (empecé a usar el transporte público y a manejarme solo en tercer o cuarto grado), apretado, al fondo del pesado vehículo, de los que ya tenían puerta trasera de descenso y algún timbre levemente electrocutante (lo pulsaba siempre con alguna carpeta, para evitar el contacto del dedo con la descarga inevitable) y subió mi abuelo, Geza. Estaba tan lleno que se quedó adelante. De inmediato me vio. No bajaríamos en la misma parada, pero todo lo que conversamos con los ojos aquella tarde, diría que todavía me influye. Algo de la poesía en paralelo a las construcciones con palabras. Una articulación ahí, en el rayo protector de esa conversación, ella sí iniciática, y justamente por ausencia de rito, de premeditación, de intenciones incluso. Justamente por magia del afecto, la única que realmente influye, así sea no siempre de forma “positiva” (queda para seguirla en otra ocasión).

Debo decir, como denuncia de una injusticia que padecí temprano, que mis abuelos nunca me enseñaron el húngaro, aunque sí a sus hijos, mi madre y mi tío, que si bien nunca lo escribieron llegaban a ciertos acuerdos semánticos hablando en esa lengua, que me parecía medio marciana.

Sin embargo, la esdrujulidad de esos intercambios me quedó rondando para siempre, fantasmática, con el humor desconcertante por impersonal (naturaleza de las cosas) de las vivencias puramente transparentes. La esdrújula de un acento foráneo entre las captaciones del oído. Nacer en un lugar, mudarse a otro, recaer en un tercero, entre extranjeros, que no hablan “bien” el castellano, que no participan de los rituales de una colectividad más allá de las asociaciones escuetas y cada vez más murientes, entre compatriotas probablemente mejor adaptados al nuevo medio, quizá inventándolo así junto a tantos otros.

De alguna manera se me inculcó, o, a falta quizá de elementos suficientes, así lo interpreté, que el hecho involuntario de ser “hijo de padres separados” constituía una especie de variante del Déficit. Hoy cosa tan frecuente, por entonces fenómeno de incipiente expansión dentro de un cambio generacional: el juicio de divorcio de mis padres, que por falta de una ley correspondiente en Argentina debió consumarse triangulando con Paraguay, fue un trámite con ribetes que duró varios años y signó, entre otras cosas, una rabia insobornable que con el tiempo devino en un pensamiento continuo, de un modo u otro, en torno al quid de la inocencia. Vista prismáticamente, es de alguna manera el tema intermitente en distintos emprendimientos de escritura, llegando, hace poco, al propio título de un libro de ensayos todavía inédito: “Cine e inocencia” (parte de una serie de libros bastante cinéfilos).

 

Reynaldo Jimenez

 

¿Por dónde, cómo circulaste, en tanto estudiante?

Cambié seis veces de “institución” a lo largo de toda la escolaridad. Bastante integrado de chico, en la secundaria me empezó a costar de golpe hacer amigos. Una timidez repentina e irrevocable arreció y mi posición de romántico enamoradizo devino más platónica aun.

Incapaz de una vida social, sin conectar con el sexo femenino, sin un grupo de pertenencia aparte de aquellos amigos aislados y más bien transitorios, está claro que “me refugié” en la escritura. Ante eso, mi mamá me regaló una máquina de escribir y desde entonces no paré más. Rompí, de tanto teclear, tres máquinas de escribir en mi vida. Recuerdo la fuerte exigencia de “decir algo” (y cómo decirlo) me llevaba a corregir y corregir, sin solución de continuidad, empezando de nuevo cada versión desde cero, de manera que bajaba una resma de papel en pocos días, casi nunca algún resultado.

En cuarto año tuve un compañero, Abel Lubarsky, que era un tremendo dibujante y hoy es arquitecto, quien me habló de su hermana mayor, Violeta, que asistía a un taller literario con Santiago Kovadloff —estamos hablando de 1974— y a quienes conocía de nombre por sus colaboraciones en la revista “Crisis”, que yo conseguía, no sé cómo. Porque también era asiduo de todo tipo de revistas, empezando por las de historietas (desde muy chico, era capaz de viajar bastante lejos de mi casa con tal de conseguir alguna de Marvel Comics). En esa época la presencia de las ediciones del Centro Editor de América Latina en los kioskos fue más que decisiva: cada semana corría temprano al kiosko a buscar el nuevo libro a precio irrisorio; no los leí a todos, pero varios permanecieron en mi biblioteca (las traducciones de poesía inglesa de Jaime Rest, Rabelais, las memorias de Casanova, son algunos títulos que me vienen a la mente). Y a través de Violeta y Santiago, entonces un tipo muy joven, entré en los universos de Alejandra Pizarnik, Fernando Pessoa, Carlos Drummond de Andrade, Manuel Bandeira y la poesía brasilera en general, y Cesare Pavese, Eugenio Montale, mientras por mi parte seguía explorando el surrealismo y alrededores —desde Bustos y, cómo no, la antología de Aldo Pellegrini; ya había salido —innegable influencia— “Artaud” de Pescado Rabioso; así como René Daumal y toda la colección de Fabril dirigida por Aldo Pellegrini, y por supuesto la línea Baudelaire-Nerval-Rimbaud-Lautréamont; las ediciones de Fausto: Mallarmé, poesía inglesa traducida por Enrique Luis Revol, los tres tomos de Raúl Gustavo Aguirre de poesía argentina, Pierre Jean Jouve, Aimé Cesaire, Blaise Cendrars; Enrique Molina, Francisco Madariaga, Juan Antonio Vasco, Edgar Bayley, varias antologías de la poesía del 60, Juan Gelman, Susana Thénon… Largo, largo etcétera para una mezcla en la que todo de un modo u otro culminó siendo influencia, a veces a nivel de estilo, otras menos, mixtura, al fin y al cabo, que obviamente no ha cesado de expandirse y elongarse. Otra lectura fundamental de entonces, de las que aportan cierto coraje, a la que vuelvo cada tanto, es el libro de “Conversaciones con Enrique Pichon-Riviere sobre el arte y la locura”, realizado por Vicente Zito Lema (la edición de ¡1976! siempre a mano).

Con Kovadloff asistí más bien a grupos de estudio centrados en la estética. Leímos un poco a Georg Lukács y bastante a Arnold Hauser. Me costaba tremendamente concentrarme en la lectura, tanta era mi perturbación interna, afectiva, por situaciones familiares y, ahora me doy cuenta, por la circunstancia sociopolítica que atravesábamos. No pasaba día que no nos parara la policía o los agentes paramilitares, en cualquier bar, en la facultad —llegué a cursar el primer año de Letras en una universidad privada (mi mamá tenía miedo de la nacional por mi situación de “peruano”) durante 1977, pero lo cierto es que me ausentaba de las clases, que me resultaban soporíferas y distantes de lo artístico en sí, que era lo que yo precisaba, aprovechando mi estada en el centro, clandestina a los ojos de mi madre, refugiándome en los cines Arte, Losuar, la sala del San Martín, volviendo “experto” en cinematografías ignotas, y por supuesto peinaba todas las galerías de arte del centro —hasta hoy soy devoto de la pintura— y las librerías de Corrientes y Avenida de Mayo, recabando materiales poéticos que iría leyendo, y muchas veces perdiendo, con los años. Hauser, cuya lectura nunca profundicé realmente por más que me esforzara, sí me hizo pensar en el manierismo como un repertorio abierto de posibilidades. Entre los diecisiete y los diecinueve años, más o menos, escribí varias series de poemas; algunos salieron publicados, gracias a Javier Sologuren, en la revista “escandalar”, que dirigía Octavio Armand en Nueva York. Creo que esa publicación es el inicio de una situación que persiste hasta hoy: la mayoría de mis libros han salido y salen lejos del lugar adonde vivo. Recuerdo la felicidad de estar mirando mi ejemplar en un bar, recién llegado por correo, adonde también había, entre muchos tesoros, poemas de Alberto Girri, cuya obra también leía, y verlo pasar al mismo Girri, con quien nunca hablé, en ese momento, por la ventana del bar.

 

Reynaldo Jimenez

 

Por allí sigamos, por tus poemas. Y recorridos.

Fue por entonces que busqué a Edgar Bayley, cuya obra reunida, como la de Girri —su antípoda estilístico— había sacado Corregidor. En mi casa no tuve teléfono hasta que me mudé con mi novia, no otra que la misma Violeta, a los 22 años; de ahí creo mi fobia a los teléfonos, nunca logré acostumbrarme al aparatito, su increíble capacidad de interrupción: menciono esto porque un conocido me pasó el teléfono de Bayley y después de mucho pensarlo caminé las varias cuadras a la única galería comercial que había en Florida, adonde había un caseta telefónica con monedas y lo llamé; no sé cómo logré tomar coraje, balbuciendo, y me citó en un bar a la salida de la Biblioteca de la Caja de Ahorro, frente al Congreso, donde trabajaba. Le pasé una copia de mis poemas —algunos serían parte de “Tatuajes”, publicado un par de años después, en 1981, cuando ya estaba escribiendo de otra forma, de otras cosas— y Bayley me dijo: “Va a tener que cambiarse el nombre, ya hay otro poeta Reynaldo Jiménez, creo que ecuatoriano, que acaba de publicar en la revista “escandalar” de Nueva York.” Le dije que era yo, pero Bayley no me creyó. Un par de semanas después nos reencontramos y de un bolsillo de su saco tomó unos papeles arrugados: mis poemas, poniéndolos sobre la mesa del bar, y diciéndome: “Esto es poesía automática. Todo lo contrario a lo que hago yo. Le recomiendo trabajar más los poemas.” Y yo no supe cómo decirle que ésas eran las versiones treinta o cuarenta, que no había nada de “automático” ahí. Fue un desencuentro personal que si bien por un tiempo me resintió bastante, al punto de suspender mi lectura de la poesía de Bayley, con quien me seguiría cruzando durante los próximos años muchas veces —sin saber si me reconocía como aquel adolescente titubeante e idealizador, hasta que una noche, en una larga mesa de bar, después de alguna lectura de poesía a la que habíamos concurrido, desde la otra punta, en un silencio general, el maestro Bayley me dijo “¿Y, Jiménez, para cuándo va a escribir algo bueno? Estamos esperando…” Fue un clic. Yo volví a enmudecer.

No puedo sino añadir a la anécdota que el célebre pero inagotable verso de Bayley “nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada”, es uno de mis lemas. Incluso toda una lección en sí misma acerca del valor del adjetivo: ese abandonada que exime de mayores comentarios y que contradice algunos de los postulados que se jugaban en la época: la sarta de restricciones (adjetivos no, por ejemplo del “buen escribir”). Y la salvedad, hasta hoy elaborada, de que todo depende.

Muchas eran las restricciones que se jugaban entre los que concurríamos a los talleres y grupos de Santiago Kovadloff, al punto de que la mayoría no continuó escribiendo. Nunca me convenció la restricción per se, ni mucho menos la idea de obra sólida a ser alcanzada, junto a la insistencia profesoral de que la escritura es trabajo, a mí que nunca entendí la noción excluyente de trabajo, cuestión que me terminaría distanciando, pienso ahora, de aquel núcleo, más allá de todo lo que efectivamente me aportó a nivel de información, de libros, de lecturas hacia adelante, pero para realizar mi propio mix. Fue cuando conocí, poco después, a Néstor Perlongher, que un día, con una sola frase suya conversando —cuándo no— en otro bar, y yo le decía “Néstor, no sé cómo se llega a ser un poeta sólido”, él me respondiera: “Pero yo no quiero ser sólido, quiero ser fluido…” Otro clic.

Durante la dictadura empezamos, Violeta y yo, por ese entonces inseparables, a reunirnos —los viernes por la mañana— con Diana Bellessi, que venía del Tigre un par de días a la semana a dar clases de inglés, si recuerdo bien, y a través suyo se fue armando un grupo dispar con encuentros continuos y rotativos —nos juntábamos simplemente a leernos lo que estábamos escribiendo— con Alberto Muñoz, quien a su vez trajo a Eduardo Mileo, y Jonio González, que integraba la redacción de la revista “La Danza del Ratón” y que yo ya conocía de su libro colectivo con el Grupo Onofrio. Por otro lado, como gracias a Santiago logré hacer varias colaboraciones con el Suplemento Cultural de “La Opinión”, en jaque por esos años de dictadura, a través de Raúl Vera Ocampo, que dirigió la última época del suplemento, conocí a Jorge Santiago Perednik, quien me invitó a participar del Consejo de Redacción de una revista que estaba por lanzar: “Xul”, en cuyos dos primeros números participé (en el primero, con poemas, que incluyen una desagradable errata; en el segundo, sin firma, con una muestra de poetas peruanos, que incluye la primera publicación en Argentina de poemas de un entonces desconocido Mario Montalbetti, cosa que no sé si éste supo alguna vez). Luego Perednik, sin mayores explicaciones, me expulsaría del proyecto, algo que me afectó enormemente, sobre todo por lo que sentí como una arbitrariedad y porque era mucho mi deseo de hacer una revista; muchos años después pudimos reencontrarnos una mañana —en otro bar, claro, enfrente de la estación de Belgrano R— y si bien no repasamos aquel suceso, conversamos con mutuo respeto, ya sin resentimientos de mi parte. Todo se hacía entonces sin permiso, sin derechos, sin noción de propiedad intelectual: el gesto poético era desinteresado y apuntaba a minar, desde un lado o el otro, la institución asociada a lo represivo, por mínimo que fuera el gesto, considerábamos su valor en varios niveles. Para mí, insisto, era descubrir los mundos.

 

Reynaldo Jimenez
Foto Credits: Sandra Enciso Gonzáles

 

A través de Diana conocimos a Mirtha Defilpo, a quien admiraba muchísimo por sus letras para ese tremendo disco “Melopea” de Litto Nebbia, de quien fuera compañera, y con la cual se dio de inmediato una extraordinaria empatía; también a Víctor Redondo, que ya editaba “Último Reino”, y con él a Jorge Zunino —a quien había visto un par de veces en la redacción de “La Opinión”, donde él trabajaba, sin saber que era él—, a Susana Villalba, Mónica Tracey, Horacio Zabaljáuregui, quienes de inmediato me hicieron sentir su apertura y don de amistad. Menciono todo esto porque nunca me atrajeron las “pugnas interestéticas” y fue así que colaboré libremente con las tres revistas de entonces (“Último Reino”, “Xul” y “La Danza del Ratón”) así como participé en diversos proyectos, como ciclos de recitales, junto a una diversidad de autores de distintas estéticas, generaciones y procedencias: todo ello sería formativo para la posterior gestación del proyecto tsé-tsé, revista-libro y editorial.

Con ese grupo autogestionario, como le gustaba decir a Diana Bellessi, empezamos a expandir el espacio de las lecturas. Primero hicimos un ciclo de dos sábados a la tarde en Los Altos de San Telmo, donde presenté “Tatuajes”, con buena afluencia de público, para nuestra sorpresa, y ese mismo día conocí a Néstor y a Víctor. Recuerdo que estaba también Daniel Mourelle. Luego, ya invitando a otros autores, gestionamos el ciclo Arte Plural, que funcionó durante un par de años en la sala que tenía el grupo M.I.A. (los Vitale) en el barrio de Once, en una calle llena de reminiscencias, sábado a sábado. Insisto en que esto fue durante la dictadura y que entonces no había tantos ciclos (¿quizá fuimos el único durante mucho tiempo?). En ese transcurrir conocí a Liliana Ponce, por ejemplo, cuya amistad me honra hasta hoy.

Paralelamente, y luego de un corto período en que trabajé como corrector de pruebas en la imprenta Esquiú, donde en turnos de corrección de galeras conocí a José Luis Mangieri (a quien pondría en contacto con los amigos de “Último Reino”), entre otros, ya que fungía, además de las publicaciones de la curia, como imprenta free lance, y de la que fui echado sin explicación alguna al momento en que, después de trabajar un par de meses haciendo reemplazos, me vio el coordinador. Me ocurrió lo mismo en una pequeña revista que se llamaba “Quién es quién en Argentina” (que me hayan echado de ahí, sin la menor explicación ni consideración y pese a que trabajara con relativos buenos resultados durante un par de meses haciendo entrevistas e informes, no podría haber sido menos significativo), trabajo que había encontrado por un aviso en el diario (llegué a presentarme, por este método, en decenas de “entrevistas de trabajo”): mi aspecto evidentemente desentonaba con la marca de la época, porque las reacciones de los pequeños capos eran inequívocamente de irritación inmediata. En el caso de “Esquiú” hay que concederles que eran la curia, y que en la publicación oficial sobresalía el crítico de cine Miguel Paulino Tato, nada menos que “El Censor” de la dictadura, a quien veía siempre por ahí y que paradójicamente no era el más odioso, comparado con aquellos otros personajes más subalternos que por supuesto y sin metáfora estaban entrenados para actuar desde las sombras.

Al poco tiempo de vivir con Violeta, mientras todavía no había tenido la fortuna de ser expulsado de “Esquiú”, por mediación de la gran Mirtha Defilpo empecé a trabajar con Víctor Redondo y Gustavo Margulies en “Último Reino”, como tipeador de la editorial, donde estuve diez años. La paciencia que me tuvieron —se tipeaba con máquinas eléctricas que cambiaban la “bochita” tipográfica y una memoria limitada a una página y media que había que borrar luego de “imprimirla” y esa “impresión” se armaba a mano, con una lámpara debajo de un vidrio, por lo cual mis constantes erratas de tipeo fueron, durante bastante tiempo, la pesadilla de los armadores— es algo que sigo agradeciéndoles. El oficio que aprendí allí es la maquetación de libros, que adoro realizar y que hasta ahora ha sido uno de mis variados medios de subsistencia. A través de la editorial tuve oportunidad de conocer a centenares de personas del circuito poético local e internacional, algunos entrañables poetas y amigos como Roberto Cignoni y María Rosa Maldonado. Me tocó tipear o presenciar la aparición de los libros de Arturo Carrera, Emeterio Cerro, Eduardo Espina, por supuesto Perlongher, Enrique Blanchard, Zunino, entre tantos más. Todo eso, el hecho de recorrerlos a veces sílaba a sílaba, fue asimismo infiltrando a piacere, modificándolo siempre, mi repertorio de recursos y referencias.

En los ciclos de recitales de poesía y sus cenas o tertulias satélites no era infrecuente coincidir con Bayley o Francisco Madariaga. Un día fui a una librería de Belgrano, que ya no existe, a la presentación de un libro de Raúl Gustavo Aguirre, pude estrecharle la mano y pasarle “Tatuajes” (el cual él respondería por correo con una tarjeta de agradecimiento que llevaba impreso “Belleza obliga”) y ese mismo día conseguí, encontronazo decisivo, “La tortuga ecuestre” de César Moro, edición de Julio Ortega para Monte Ávila. Quién sabe cómo habría llegado ese ejemplar de la editorial venezolana a la vidriera de esa buena librería de barrio (años después volvería allí a pedir trabajo, sin resultados). A Moro lo conocía de aquella señera antología “Vuelta a la otra margen”, de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo, publicada en Lima en los 70; y desde entonces no he dejado de trabajar, sea ensayando sea traduciendo, en la obra moreana.

 

Reynaldo Jimenez

 

Lo anticipaste: proyecto tsé-tsé, revista-libro y editorial.

Hablé ya en otros lugares de este entrañable proyecto que encaramos con Gabriela Giusti desde 1995 a 2008, diecinueve números de la revista y cien publicaciones en total. Ahí nos detuvimos. Sin embargo, los ecos de ese trabajo siguen llegando con frecuencia no menos irregular. Una parte de mi vida. En ese período nació Clara, nuestra hija, y en algún momento intentamos que publicar poesía fuera nuestro modo de supervivencia, no sé ingenuos o francamente delirantes. Ahora, gracias a Matías Raia y Evelin Heidel, se está digitalizando toda la colección en sus tres diferentes formatos o etapas, con idea de colgar todo en la web para que pueda ser consultado, bajado en pdf y, quién te dice, leído por nuevos lectores. Todo tsé-tsé fue un esfuerzo de pensamiento crítico (no en forma de reseñas sino de ensayos, entrevistas y muestras) en torno a la diversidad americana a partir de las poéticas.

 

Elijamos uno de tus últimos libros publicados, ese que se aparta, me parece (no lo he visto), bastante, por su conformación, de lo que uno designaría como un libro convencional: “Filia índica”.

Es un libro de viaje, una miscelánea sobre algunos sitios por los que anduvimos en el verano de 1997-8 por el norte de India, nuestro viaje de bodas con Gabriela (nos casamos a los seis de años de vivir juntos y en este viaje nos enteramos de que estábamos esperando a Clara) donde estuvimos creo que dos meses (además de una semana en Londres), ya no recuerdo con exactitud. De “Filia índica” puedo decir, a grandes rasgos, que es un libro resueltamente devocional (elemento que no falta en otros míos, pero que acá sería un poco el eje, junto al viaje específico).

 

Y ahora lancémonos a los libros recientemente editados y a los que tenés en maquetación, así como a los inéditos o que estés preparando.

“Arzonar”, tres ensayos sobre sendos poetas peruanos (Vallejo, Xavier Abril, César Moro) acaba de socializarse también por la Universidad Autónoma de Querétaro. “Olla de grillos”, nuevo de “poemas” (cada vez más valgan las comillas) está saliendo de la mano del joven editor Frey Chinelli y su sello A Pasitos del Fin de este Mundo. Acaba también de publicarse, por fin, “Antemano”, por Amargord de Madrid, en la colección Portbou, dirigida por Edmundo Garrido (otro tremendo editor en pleno despliegue), libro escrito en 2010 y que tenía fecha de publicación en 2012. Inéditos, tengo dos libros con diversos ensayos relacionados al cine, comienzo de una serie que continuará: “Enteoramas paradisíacos” y “Cine e inocencia”; así como el primero de dos sobre psicodelia, “El oyente psicodeslizado” (el que estoy preparando y voy publicando en mi blog psicodeslizado se va a llamar “Tercer oído”). Otro inédito es “El amasijo primordial”, ensayo-poema o texto agenérico (extremando la onda de “Informe” y “Nuca”) para nada extenso. También espero terminar en algún momento un ensayo-patchwork que se llama “La difícil procura. Obrares, expedientes y américas del superreal” (que con “El cóncavo” y “Arzonar” van tramando su propia serie). Además garabateo los pinitos de un libro de ¿poemas? ¿texto performático? ¿balbuceo? que podría llegar a titularse “Locuelas hechizas”, por ahora en plena catástrofe expansiva…

 

Para ti, como sostenía Jorge Guillén: ¿sufrir es un escándalo?…

Si el sufrimiento es mera neurosis, más que escándalo es un plomazo. Y si bien está claro que el sufrir es parte de la experiencia. Ahora, de ahí a sufrir en el poema, los grandes sentimientos redentores, el aplastamiento del emblema por sobre la inscripción… no creo en eso.

 

¿A qué escritor que hayas tratado —o, acaso, otro tipo de artista— te agradaría resaltar en esta conversación?

Al entrañable y único Lorenzo García Vega [1926-2012], indudablemente.

 

No sólo tradujiste a poetas brasileños.

También parte de la obra en francés de César Moro. Fueron varios libros de este poeta el año pasado, dos en México y otro en Bolivia, como eslabones de un proyecto que espero continuar más adelante.

 

“Traducir es un poco como echar carbón. Se recoge con la pala y se lanza al horno. Cada pedazo es una palabra, y cada palabra es otra frase, y si se tiene una espalda recia y suficiente energía para seguir con la tarea ocho o diez horas seguidas, se podrá mantener un buen fuego.”: esto es lo que afirma el narrador de la novela “El libro de las ilusiones” de Paul Auster. ¿Coincides?…

Sí. En mi caso, las traducciones que considero haber hecho, fuera de ciertos encargos laborales, fueron abordajes, estudios de textiles que admiro, deseo. Distintos modos del “trance leve” en que las horas pesan menos.

 

Como tu, Jiménez, renombrado poeta español que obtuviera el Premio Nobel en 1956: Juan Ramón. Con él y con su poética: ¿sintonizás, sintonizaste…?

Bueno, es un referente para José Lezama Lima, ¿no? No lo tengo súper frecuentado, pero sí he leído “Espacio” por ejemplo (gracias a Ricardo Gilabert, que me lo regaló), que me he prometido releer. Soy de decantación muy lenta. “Platero y yo”, leído de muy chico, me produjo una tristeza enorme por entonces, y te confieso que me generó cierto prejuicio hacia el venerable tocayo, hasta que dí de bruces con Lezama, en 1978, para ser más que anexacto.

 

¿Toro de Creta o Pegaso? ¿Olga Orozco o Alejandra Pizarnik? Y, por último: ¿Ladrido, relincho, graznido, arrullo o gruñido?…

Toro y Pegaso. Orozco en “Museo salvaje” y Pizarnik en “Textos de sombra”. Y por último, respuesta de omnívoro, a tratar de escribirlos todos: ladrido, relincho, graznido, arrullo y gruñido.

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