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Dinapiera Di Donato
Photo Credits: Kevin Dooley ©

Respirar en Caracas

El origen de la libertad está, sin, embargo, en la respiración. El aire era para todos, todo el mundo podía tomarlo, cualquiera que fuera este aire y quienquiera que fuera el que lo tomara, y la libertad de respirar es la única que hasta la fecha no ha sido realmente destruida.

Lo único que puede gustarnos del todo es una imagen, jamás un hombre. El origen del ángel.

En cuán poco tiempo el volar – este antiquísimo, precioso sueño del hombre – ha perdido todo su encanto, todo su sentido y su alma. Así es como se realizan los sueños, uno tras otro, hasta la muerte. ¿Puedes tener un sueño nuevo? 

La provincial del hombre.

Elías Canetti, 1942

Yo quería al aire de Caracas. No sólo porque allá no me daba tanto el asma sino porque en Caracas la gente parecía andar sola, incluso los niños. Se les veía andar entre ellos como si anduvieran de viaje. En Caracas cada quien seguía una línea personal por la que caminaba hacia un montón de vidas en 1968 cuando me atreví a dejar el cuarto de hotel donde mis padres dormían su siesta. Verifiqué si tenía los dientes limpios y ninguna mancha en mi ropa nueva y bajé en el ascensor yo sola y abrí las puertas acristaladas de los recibidores, todavía a oscuras, donde estaba lo que para mí era la prueba de la existencia de otros mundos, la vida paralela de la televisión, la conexión entre planetas de Caracas. Me deslicé a un rincón muy quieta, a esperar que algún adulto la encendiera.

Entró un señor elegante, con bastón. Lo reconocí, era de mi pueblo, ojalá me viera y comprobara que yo también sabía andar elegante en Caracas. Pero fue directo al sofá algo distante de la silla donde me escondía y contuve la respiración porque el señor sacó un pañuelo y se puso a llorar.

Apareció el muchacho que usaba guantes porque preparaba bocadillos, recogía maletas, vaciaba ceniceros y orientaba a huéspedes en sus diligencias, mientras la dueña llegaba, mucho más tarde. Encendió las luces y anunció la llegada de un invitado del señor. Pero no prendió la televisión.

Yo seguía medio escondida al lado de las cortinas corredizas del fondo que no dejaban pasar la luz por el vidrio biselado. Oí cómo el paisano le decía al recién llegado: es el comienzo del fin de la democracia de este extraordinario país (mi paisano también era mitad venezolano mitad otra cosa, así hablaba también mi padre del país, decía “este”, porque en alguna parte siempre había “otro”). Me entero de que mi paisano había estado en reuniones de partido. No convenció a Betancourt, la secretaría general la acaba de ganar un gánster, concluyó desolado. Retuve el nombre del bandido que hacía llorar a mi paisano. Es el día más amargo de mi larga vida, dijo.

El otro señor notó mi presencia, iba a llamar al muchacho de los guantes para que le llevara la niña a sus padres, pero el caballero del bastón sonrió al reconocerme, explicó que veníamos del mismo pueblo. Volví a respirar y me excusé, es que esperaba la hora de un programa de la televisión. El paisano comprendía la importancia, tampoco él tenía televisión en nuestro pueblo. Le pidió al muchacho de los guantes que la encendiera, ellos seguramente se irían a un lugar lleno de lámparas de araña del pasaje Bolívar, imaginé. Aunque también aquello estaba lleno de pícaros que escribían novelas, dijo el otro señor: un ex presidiario francés muy simpático que era dueño de restaurantes y del Gran Café. El paisano le peló los ojos para que se cuidara de hablar esos temas delante de una niña. Fue cuando el de los guantes volvió a aparecer con una muchacha bellísima, rogándoles que la atendieran un poco mientras él terminaba con una tarea urgente.

Mi programa empezó pero los señores me pidieron que me acercara. Ahora entiendo que deseaban hacerla sentir realmente en confianza. Yo me lo tomé muy en serio y escuché educadamente primero y luego con real interés su historia. Venía de Francia. El novio estudiante con el que vivió durante años allá se regresó a Venezuela. Ella venía a casarse con él como estaba convenido. Pero no la esperaba nadie en el aeropuerto. No respondían a ninguno de los números que le dio mientras planeaban su viaje. Durmió en el aeropuerto tres días en el caso que se hubiera confundido de fechas. Decidió vivir en Caracas un tiempo hasta dar con el novio. El taxista le dijo que la llevaría a un hotelito familiar en el sitio más cosmopolita de la capital.

El otro señor empezó a anotarle nombres y números, de abogados, de amigos de la policía, de agencias de viajes, de un primo que sabría de un empleo si le hiciera falta, de otro que alquilaba apartamentos o autos. El muchacho de los guantes nos servía bebidas que fingí conocer aunque yo hubiera preferido una malta a la gaseosa de una botella marrón. Mi vaso de naranjada desentonaba con los dorados de los suyos.

En una pausa de la conversación en la que el paisano no había participado porque estaba demasiado triste tomé valor y como una caraqueña cosmopolita le dije que no se preocupara, que en Caracas yo había visto a los hombres y mujeres más bellos del mundo tomando café, como si no hubiera habido un terremoto, muy despacio, y como si nadie trabajara, y hablando muchos idiomas, la iban a entender y encontraría otro esposo. Y sobre todo que notara cómo era el aire de Caracas, alcanzaba y sobraba.

Ella dijo que se había dado cuenta. Que ya lo sentía. Que era un aire para personas independientes, mejor que en París, aseguró casi contenta. Mi paisano suspiró. Yo noté que el pecho se me apretaba, pero no podía dejar mal a Caracas, desanimar a la engañada, delatar que oí revelaciones políticas apocalípticas. Controlé al máximo los silbidos.

Ese mismo año mi paisano murió en la carretera. Yo lloré y nadie entendía por qué, puesto que no era de mi entorno inmediato. De dónde lo había tratado yo. Era un gran secreto que hoy tiene sentido: solamente yo supe en el pueblo por qué se había muerto: por la influencia nefasta del mafioso en el aire de Caracas que empezaría a rematarlo todo cuando llegara a la presidencia muchos años después.


Photo Credits: Kevin Dooley ©

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