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El reloj de Treblinka (Parte II)

El reloj de Treblinka (Parte I)


Pero hay algo más siniestro en el reloj de Treblinka que la parálisis de sus agujas: la arrogancia estética. El arte también puede ser un acto de barbarie. El hombre que convoca su sensibilidad para construir un apero de la muerte también ha tirado del gatillo del horror. Con demasiada frecuencia la narrativa de los inocentes es escrita por los nefastos. La barbarie también tiene una estética que proponer, aunque carezca de legitimidad histórica.

La ontología del mal exige el concurso de los buenos para actualizarse en la historia. La barbarie precisa la apostilla de la civilización para apoltronarse en esta. Al tiempo que descarga el hacha de la intolerancia sobre sus víctimas, echa a rodar sobre los rieles de su propio fabianismo las prebendas con que amordazará a los cicerones de la libertad.

La historia no pocas veces es un catálogo de ignominias y silencios correlativos. A cada vileza le corresponde la vileza mayor del silencio perpetrado. Hay en el mundo tanto silencio como perfidia. Ambas magnitudes se dieron cita en el pintor del andén de Treblinka. Y la disminución de su humanidad nos alcanza a todos por igual. Con cada trazo de su pincel tachó el hallazgo metafísico más importante del romanticismo: la convicción de que el arte salva.

El asunto de la implicación humana es el tópico que realmente subyace en el reloj de Treblinka. La Cuestión Humana, tal como la plantea John Donne en su Meditación XVII, no es una hipérbole metafísica. Por el contrario, se ha quedado corta. Ya no supone la sola mengua de la condición humana en quien muere, sino en quien asesina, secuestra y tortura.

Los relatos que han llegado hasta nosotros desde el Medio Oriente, África o Latinoamérica están fuera de toda racionalidad. Por ende, son inexplicables, lo cual aumenta la dimensión del horror. Si encontráramos un modo de explicarlo, estaríamos corriendo el riesgo de entregar una cédula de identidad a la barbarie como parte tolerable de la civilización. La única palabra aceptable para nombrar la tortura es desprecio.

En cada uno de esos ultrajes ha sido agraviada la condición humana no solo de los ciudadanos agredidos, sino de la humanidad entera. Desconocer que entre estos crímenes y aquellos del comunismo, del nazismo o de los genocidios en Ruanda y Armenia hay un parentesco existencial sería pretender la banalización del estudio histórico. Los crímenes de lesa humanidad repercuten siempre como un feo eco en la reverberación del mal.

Mañana, en otra latitud y tiempo, alguien más repetirá sus terribles maneras y pondrá rostro nuevo a un horror que ya hemos visto. Por eso es tan grave la demora de los funcionarios de la ONU en mirar y atender con celeridad estos abusos. En el silencio de ellos hay un reloj detenido, y al fondo clama la voz de Zalmen Gradowski.

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