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El reloj de Treblinka (Parte I)

En el andén de Treblinka había la pintura de un reloj. Su eternidad se había detenido a las tres de la tarde. A esa hora solía llegar el tren de la muerte en un tiempo. Al bajarse, los pasajeros sabían que también se apeaban del tiempo. En Treblinka siempre eran las tres.

No es posible un diálogo entre la muerte y el tiempo: ante aquella este siempre guardaría silencio. La muerte es una elipsis del tiempo y como tal es una burbuja de significado. Quizás no haya otro intangible humano con más significado que la esperanza. Al secuestrar el tiempo, el reloj de Treblinka también tomaba por rehén a la esperanza. Luego de tanto esfuerzo por sobrevivir, seguían siendo las tres.

El reloj de Treblinka es un símbolo del tiempo totalitario. Los tiranos necesitan un reloj detenido a la hora de la muerte. Sin menoscabo del infortunio final que a cada quien tocara, en Treblinka todos morían a las tres, al bajar del tren.

En la peculiar concepción kantiana del tiempo, este es una forma pura de la intuición sensorial. Las intuiciones del yo constituyen ese sentido interno que toma la forma del tiempo. La interioridad kantiana se conforma al tiempo como el agua al vaso. El reloj de Treblinka quebró ese vaso. Al mirar sus manecillas fijas, no había modo de contener la existencia dentro de ese algo que la filosofía llama persona humana.

Ante semejante artificio no hay diálogo posible. No se puede asignar palabras a la barbarie sin correr el riesgo de llamarla con nuestro nombre. Solo los héroes pueden hacerlo, pero ellos no estuvieron allí cuando el reloj marcaba las tres. En su defecto, solo quedaron las voces sin interlocutor de las víctimas.

El testimonio de Zalmen Gradowski es uno de los más desoladores, un Sonderkommando de Auschwitz que poco antes de ser ejecutado escribió y sepultó un manuscrito titulado El transporte checo (1944):

«Vasto mundo libre, ¿verás algún día esta inmensa llama? Y tú, hombre libre, si alguna vez ante el crepúsculo –estés donde estés– elevas tus ojos hacia el alto cielo, hondamente azul, y lo ves cubrirse de llamas a lo lejos, has de saber, hombre libre, que ese es el fuego de este infierno donde sin parar se consumen seres humanos. Quizás un día su fuego caliente tu helado corazón y funda el hielo de tus manos frías, para que así puedas venir a apagarlo».

Los aliados del vasto mundo libre llegaron meses después, cierto, ¿pero estamos seguros de que apagaron el fuego del horror? Y no es una simple consideración a la vista de que con su llegada el comunismo ruso hizo de Polonia una sinécdoque de Auschwitz. ¿Estamos realmente convencidos de que los hornos crematorios ya no arden? Los que tuvieron el poder de decir algo y optaron por decir nada también tienen en casa un reloj detenido a las tres. Solo hay una perfidia equiparable al silencio de quien contempla el horror y es el silencio hecho de palabras huecas, ese que a menudo perpetra el hombre de Estado.

¿En verdad creímos que seríamos capaces de reconocer los murmullos del infierno luego de Auschwitz? Se nos pasaron por alto en Miranda de Ebro y en Carabanchel, en La Cabaña y en Villa Marista, en Ruanda y en Bosnia, y antes de Auschwitz en el Genocidio Armenio. Mientras escribo esto, militares en diversas partes del mundo disparan contra civiles desarmados que contestan con un grito: ¡Libertad! Pero sus voces son ahogadas por los disparos antes de que sean escuchadas en la ONU. Esos lugares infames tienen su reloj detenido. Ya sabemos de memoria cuál es la hora del silencio.

Luego vendrán los memoriales y el hombre de Estado por fin pondrá palabras a su mutismo, también a las tres de la tarde. El historiador narrará la épica del horror y el filósofo explicará lo inenarrable. Sobrará entonces todo el verbo que fue negado. Se olvidará que solo alguien estará autorizado para romper el silencio: la víctima del horror. Lo demás será artificio.

El reclamo de Gradowski estará vigente mientras haya crepúsculos. La inmensa llama sigue prendida como pebetero de la perfidia. El infierno tiene siempre una voz renovada.

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