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Asdrúbal Aguiar

Reflexiono en voz baja

Nicolás Maduro, presidente de Venezuela, sería recibido, una vez más, por Papa Francisco, cabeza de la Iglesia Católica, sucesor de Pedro. Y nada cabe objetar al respecto, pues al fin y al cabo no se sucede el encuentro y también el discurso de Cristo sobre la misión apostólica que impone a los pastores ocuparse más de quienes desprecian el Sermón de la Montaña.

Y no es que haya sobre la faz de la tierra quien pueda lanzar la primera piedra; pero en el caso de aquél se trata de otra cabeza, la de un régimen de la maldad, que eso es en suma el gobierno que conduce en Venezuela. La dignidad humana no cuenta para su agenda y sí el compromiso con las peores causas del género humano.

Podría decirse que la proyectada entente casi recrea la escena en la que Jesús, en el desierto, es sujeto de tentaciones por el espíritu maligno. Pero, por lo visto, Francisco ya supera con creces ese desafío luego de su diálogo precedente con Raúl Castro, quien hasta decide volver a rezar.

Mas, si la audiencia en cuestión y frustrada por ahora, es a la sazón algo propio de la relación entre dos Jefes de Estado – el primero del Estado de la Ciudad del Vaticano – podría decirse, de buenas a primeras que se enmarca en el ámbito de lo práctico, del cruce recíproco de intereses y conveniencias entre dos entidades políticas que buscan, signadas por el cálculo, transar sobre algo útil a las “cosas públicas” que representan.

Visto así, Maduro teóricamente llegaría a Roma con un objetivo muy preciso y terreno: fortalecer su estabilidad e imagen como gobernante y reducir las amenazas internacionales que se ciernen sobre la logia de fariseos que lo acompaña, globalmente cuestionada por asuntos nada santos.

La posición del Papa es más compleja y de mayor riesgo. Le resulta difícil y casi imposible separar el doble rol que lo anuda, en el que la “cosa pública” que conduce – sin cañones ni divisiones como lo recuerda Stalin – se encuentra indisolublemente atada a la realidad de ser él, como sacerdote, vocero de la moral universal. De modo que, al predicado utilitario de lo político, fundado en una razón práctica, en su caso se le suma la hipoteca de la energía moralizadora de los libros sagrados que le obliga.

El tema no es baladí. Todo lo contrario. Sobre todo ahora, en esta hora nona, en la que se busca mirar al porvenir tirando las hojas de la historia transcurrida al mismo basurero de la historia. Tanto que la democracia más importante del planeta, la norteamericana, corteja a la dictadura más ominosa y criminal que hayan conocido las generaciones de la segunda mitad del siglo XX, la cubana. Y transcurrido medio siglo de desencuentros, en Colombia la ley se sienta en la mesa de los delincuentes para trazar un nuevo código que logre, entre ambas, un sincretismo de laboratorio.

En lo personal, opto por volver a la sesuda reflexión que hace el Cardenal Ratzinger, casualmente en el día previo al fallecimiento de Juan Pablo II y antes de encontrarse “bajo la guillotina” de ser su sucesor, como Benedicto XVI.

En discurso que pronuncia en el Monasterio de Santa Escolástica acerca de la crisis de las culturas en Europa, refiriéndose a la realidad política, la forja de los Estados y el mundo de los partidos que nos lega la modernidad, animada por la idea de una libertad fundada en la racionalidad científica y positiva – es decir, sólo en el pacto entre los hombres – apunta que entonces se admite, incluso por quienes se niegan a la creencia en un Dios cristiano, musulmán o judío, que nuestras sociedades deben fundarse sobre  valores éticos que supongan, así sea por utilidad, la existencia  de Dios. No es posible, en efecto, el establecimiento de límites naturales a la libertad humana para que la libertad no acabe con la misma libertad, sin esa referencia crucial.

En Así habló Zaratustra, libro que le sirve de cabecera al “Comandante-Eterno” en su lecho de muerte, Nitzsche afirma la muerte de Dios; dado lo cual, caídos los muros de la ética todo cabe, todo es posible, como lo muestra hoy la Venezuela Enferma, tierra por lo pronto desolada.

“El intento llevado hasta el extremo – afirma Ratzinger – de plasmar las cosas humanas menospreciando completamente a Dios nos lleva cada vez más a los límites del abismo” y al “encerramiento total del hombre”.

En pocas palabras, nos empeñamos en dejar de ser imagen del Creador, que es lo que nos confiere como humanos, a todos, nuestra dignidad e inviolabilidad. Somos, esta vez, la imagen de nosotros mismos, de nuestras aberraciones o falencias como animales. Todos, sin disposición para alzar la mirada, nos confundimos en el miasma de nuestra débil mortalidad.

Según esta perspectiva, es dable dormir sobre el lecho con nuestros verdugos y celebrarlos.

A Maduro, no obstante, le acomplejó la Verdad.

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