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Ramos Sucre y la ofendida belleza

Escribir sobre José Antonio Ramos Sucre será siempre un reto. Medirse con la altura lírica del poeta de la soledad puede hacer que alguien se sienta tan aturdido como sus coetáneos. Todo en Ramos Sucre nos coloca entre signos de interrogación. Por eso, tarde o temprano, termino enfrentando a mis alumnos de poesía con la vida y obra de aquel extraordinario poeta.

Nacido en el seno de una familia culta, en el Cumaná finisecular, Ramos Sucre quedó bajo la tutela de un tío clérigo que configuró con rigor el carácter intelectual del poeta. Muy pronto Ramos Sucre hizo de la soledad y los libros su única compañía. No cabe la menor duda de su privilegiada dote de inteligencia: en tres meses rindió los exámenes de cuatro años de Derecho. Y muy pronto también minó su salud mental un pertinaz insomnio que lo condujo al suicidio el día que cumplía cuarenta años. De aquel periplo vital quedó una magnífica obra poética, que pugnó por desagraviar a la ofendida belleza.

 

Ramos Sucre
Ramos Sucre

De cuanto se pueda decir sobre el poeta de la soledad, su angustia por la belleza es de capital centralidad: «…reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor». No caeré en la tentación de escribir sobre la imposibilidad del amor, pero diré que belleza y amor fueron la doble línea que condicionó la altura del trazo poético en Ramos Sucre. Más que un poeta, Ramos Sucre fue un esteta.

Quizá alguien se apresure a reclamarme que el gran tema en el poeta de la soledad sea esta, precisamente, pero no hay que sucumbir ante los espejismos que lúdicamente sabía construir Ramos Sucre. En Elogio de la soledad da la clave para entender esta como subsidiaria de su angustia estética: «Siempre será necesario que los cultores de la belleza y del bien, los consagrados por la desdicha se acojan al mudo asilo de la soledad, único refugio acaso de los que parecen de otra época».

A partir de allí, de este anhelo platónico de belleza –porque Ramos Sucre, lo mismo que Platón, ansiaba la belleza como reflejo del bien–, se articula no solo la obra del poeta, sino su vida. En La muerte de un héroe alude al valor como «un artístico anhelo de muerte», y en el Discurso del contemplativo el poeta se figura su propio deceso: «Ella vendrá en lo más callado de una noche, a sorprenderme junto a la muda fuente. Para aumentar la santidad de mi hora última, vibrará por el aire un beato rumor, como de alados serafines». Sobrecoge entender que para Ramos Sucre la muerte es un hecho estético. Y uno no puede evitar la memoria de aquel trágico 9 de junio de 1930, en Ginebra, cuando, harto del insomnio, ingirió una sobredosis de veronal para dormir eternamente.

Ramos Sucre fue un doliente de la belleza. Su poesía es inmenso descargo de la ofendida belleza, reclamo angustioso contra la mediocridad intelectual de un tiempo y espacio signados por el despotismo, que añoraban la civilización en medio de la barbarie. En La venganza del dios nos sorprende la vigencia de una acusación: «El desafuero de los habitantes afeaba la fama de aquella tierra amena», una tierra donde pocos años después Gallegos diría que «una raza buena ama, sufre y espera», sin menoscabo de la vigencia.

Pero será en Sobre la poesía elocuente donde Ramos Sucre escalará a la cima de un tema que la filosofía solo trataría a fondo en la segunda mitad del s. XX, con Deleuze a la cabeza: «El arte es individuante». Personalmente no dejo de sorprenderme de los paralelismos, por ejemplo, entre aquella frase del filósofo francés: «Hay movimientos que sólo el embrión puede soportar» y aquella otra del poeta de la soledad: «El movimiento, signo molesto de la realidad».

La ofendida belleza… ¿De cuántos modos se la ofende, lo mismo en el ayer del poeta cumanés que en el hoy nuestro? Aquel solitario erudito que un día no pudo dormir más había descubierto lo que Deleuze llamó el espacio preindividual: «Las almas se comunican a través del pesado silencio», escribiría en Fulmen. Toda la belleza individuante, valdría decir, nos ha unido antes en el silencio. Qué gran lección para estos tiempos de colectivismo absurdo.

Y desde este punto se lanza Ramos Sucre a los límites de la realidad en Antífona: «Y salía a mi voluntad de los límites del mundo real». ¿Cómo no recordar aquella sentencia de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo»? Ramos Sucre, además de un esteta, fue un artífice riguroso de la palabra. Su lenguaje, esbelto, aun hoy es un reto para los estilistas que se disputan una categorización para la obra del poeta. Los límites de su lenguaje fueron excepcionales, y por tanto excedieron su tiempo y espacio, dos categorías esenciales para el estudio del poeta filósofo.

La ofendida belleza y el imposible amor… ¿Acaso no fueron un todo en Ramos Sucre, contenido y continente en quien «estaba proscrito de la vida»?

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