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Gabriela Rangel

Quis leget haec?

Comienzo con un latinazo que rememora la gran duda de Denis Diderot ¿quien leerá esto? Años atrás mientras leía ávidamente la compilación de diarios y cuadernos de notas de Susan Sontag, editados bajo el título “Reborn” (Renacer), me sorprendió la proliferación de listas donde la autora anotaba compulsivamente palabras, libros, artículos, acontecimientos históricos, películas y nombres de escritores, artistas, filósofos, amantes, comediantes y compañeros de bohemia que ella quiso “compartir” con la posteridad. Si bien la publicación de estos documentos privados fue póstuma al rápido deceso de la importante crítica norteamericana, ellos fueron preservados por decisión de su heredero (y de la autora misma al haberlos dejado intactos en su casa). Poco después de su muerte, dichos documentos se hicieron públicos y por ende accesibles a lectores ajenos a la intimidad de Susan Sontag en un complicado juego de espejos exhibicionista-voyeurista. Mi intención aquí no es en modo alguno desgranar el contenido de los diarios de Sontag en su legítima apuesta de seducción intelectual, en las trampas y omisiones de su soliloquio narcisista o en la impudicia cotidiana de sus deseos, pasiones y obsesiones, sino subrayar la tendencia a producir listas como parte de un proceso analítico o sintético inherente al juicio o al menos a la construcción de una genealogía del pensamiento crítico y su zeitgeist. Pareciera que la producción de listas y diagramas es un saludable ejercicio inherente a la cocina de la crítica, como también lo demuestra Witold Gombrowicz con mayor descreimiento que Sontag en “La guía a la filosofía en seis horas y quince minutos“, donde el escritor polaco recurrió a esta clave para opinar, corromper o desmontar el pensamiento logocéntrico occidental en una lectura libérrima de su tradición moderna. Dice Gombrowicz, “Después de Kant hay una línea de pensamiento que puede ser resumida:

Fichte

El idealismo de Schelling

Hegel

El idealismo ¿por qué? Porque es la filosofía subjetiva concierne a las ideas

Schopenhauer

Nietzsche”.

Harald Szeemann construyó una rutilante carrera como curador innovador desplegando sus listas de artistas y papeles de trabajo en el catálogo de la ya mítica exhibición Live in Your Head: When Attitudes Become Form (Berna, 1969), por cierto presentados en vitrinas en la reencarnación de esta muestra perpetrada en el 2013 por Germano Celant en colaboración con Thomas Demand and Rem Koolhaas en La Fundación Prada de Venecia. No obstante, esta metodología esquemática de roer el hueso de las ideas de nuestra época o de rescatar o destruir el legado de personas y obras que han tenido un efecto palpable en el pensamiento individual o colectivo en el tiempo a través de una observación abreviada de ellas no debe estar nunca exenta de humor e ironía. El riesgo de simplificar o de reducir complejidades puede arruinar el mero ejercicio lúdico de pensar creativamente como una cuerda que al romperse se deshilacha en múltiples ramales.

Pero desconfío de las listas de artistas publicadas con la aspiración de generar un marco serio de discusión para la producción artística de un país que, para la fecha, muestra estantes famélicos donde faltan la leche, los huevos, los granos, la carne y otros productos indispensables para dotar de una dieta alimentaria básica a sus ciudadanos. Lejos de orientar o de generar consensos, estas listas soltadas al garete en este contexto de “período especial” y sin un ápice de humor abren viejas heridas y, lo que es peor, apelan al mundo de la creación simbólica como supermercado en un país desabastecido. Estas listas tampoco aportan un dialogo racional y arbitrado al hipotético comprador quien va llenado su carrito con lujosos productos enlatados que quizás le ayuden a paliar, por acumulación o sustitución, el aburrimiento de los excesos de la gula propia en tiempos de crisis.

Me pregunto también a quien sirve una lista de artistas sin sistema de museos, con escuelas de arte desactualizadas y carentes de capacidad de inserción del alumno dentro de un mercado del arte y de sus circuitos de profesionalización y validación. ¿Sirven al neófito que acude por primera vez a una feria o a una galería comercial sin la asesoría de un “experto”? ¿Al curador primermundista que busca abultar su flaco equipaje con algunos nombres de la llamada periferia para no faltar a la corrección política o hacer alarde de su aguda mirada internacional? ¿Al tecnócrata astuto y poderoso que trabaja para una corporación con programa filantrópico? ¿Al acomodado turista ocasional que busca coleccionar un souvenir de su viaje inolvidable al sublime paisaje de los trópicos?

Agrego otra pregunta no menos espinosa que si bien echa sal a las heridas nos acerca un poco al meollo del asunto: ¿acaso una lista de artistas nacionales opera como una forma de legitimación portátil ante la ausencia de políticas públicas sobre la adquisición de obras de arte? ¿A qué nación nos referimos, a aquella del auto exilio o la del ius solis? Y hablando de esquemas y listas, me permito rescatar el tema de la memoria colectiva a partir de los objetos, expresión ésta difundida por la UNESCO y hoy muy venida a menos, que encapsula en una frase el enorme proceso histórico que da cuenta del paso de las colecciones reales desde la Revolución Francesa a lugares democráticos de presentación pública, museos y salas de arte, donde los tesoros artísticos fueron en adelante resguardados, preservados y mostrados para contar los capítulos de una historia abierta de lo que constituye el acervo simbólico de una nación. Pero sabemos que Occidente y sus modernidades se definen en el Nuevo Mundo de manera tenue y polémica donde aborígenes, afro-descendientes, mujeres, locos, ácratas, visionarios y las poblaciones ninguneadas bajo la rúbrica LGBT suelen quedar fuera del relato armado a partir de listas canónicas. Sólo de esta manera y a vuelo de pájaro podríamos explicarnos las omisiones a Carlos Contramaestre, Tecla Tofano, Paolo Gasparini, Ricardo Razetti, Alirio Oramas, Juan Félix Sánchez, Bárbara Brändli, Miguel von Dangel, Emerio Dario Lunar, Francisco Hung, Juan Calzadilla, María Eugenia Arria, Alberto Brandt, Daniel González, Maruja Rolando, José Maria Cruxent, Azalea Quiñones, Marco Antonio Ettedgui y muchos otros artistas que rara vez se cuelan dentro de un canon perpetuado o bien por las afinidades electivas o bien siguiendo la decimonónica idea del medio como dictum de excelencia y el mercado como única matriz epistemológica. Por otra parte, la caducidad casi inmediata que pesa sobre dichas listas corrobora la obsolescencia que inevitablemente comportan los caprichos del gusto y la moda, más aún si se ignora el hecho, para usar una metáfora militarista en un país acuartelado, que la victoria de Austerlitz anticipó el fracaso de Waterloo. Antes que ceder a la tentación de publicar nuestras preferencias personales, podríamos empezar por promover un esfuerzo para la publicación de una colección, modesta pero imperativamente necesaria, de monografías de artistas venezolanos. Este proyecto, al cual me sumaría con gusto, exige que comparemos notas para formar una lista medianamente equilibrada.

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