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Edgardo H. Berg

Prologo a Edgardo H. Berg de Fabián Soberón

No hay que dejarles las historias privadas a los contrabandistas y plagiarios.
(Erik Berlín)

La naturaleza ilusoria de estos cuentos (Edgardo H Berg) nos hace pensar en la sinceridad del testimonio; sin embargo, por fuera de estas historias que escribe Fabián Soberón se insinúan fragmentos cifrados u ocultos que todavía ningún editor podrá exhibir ni publicar.

“Nada relaciona al narrador con su lenguaje como el nombre propio”, me lo dijo alguna vez el poeta Erik Berlín, el gringo para sus amigos. Y Soberón lo sabe muy bien porque es un contrabandista y un traficante de historias ajenas que sabe alterar y modificar, sin reparos, lo que alguna vez escuchó o le conté en algún encuentro ocasional. Algún lector desprevenido podría pensar que Soberón no es otra cosa que un anatema de algún internauta saboteador o un algoritmo encriptado de un incendiario. Sin embargo, Soberón es un autor real, tan real como Edgardo H. Berg. Y toda su obra, desplegada en relatos, novelas y algunos documentales, es una clara respuesta de cómo se debe trabajar para alterar mundos impropios y ajenos; y todos sus textos podrían pensarse como un remedo, una parodia o una ersatz de esos relatos privados e íntimos. De igual modo que un pescador desciende hasta el fondo del mar para excavar y descubrir las perlas y el coral de las profundidades, Soberón se sumerge en la intimidad inconfesable de historias que no le pertenecen; por momentos se hunde sin saber mucho flotar y luego por obra del azar vuelve, otra vez, a la superficie. Y en cada trepidación líquida y en cada resto acuoso construye un cuento y una historia. Como narrador es consciente que no se puede construir un mundo narrativo de la nada, se necesitan algunos ladrillos previos. La identificación inicial entre el protagonista o el personaje de estos relatos y la persona real (acta civil y jurídica que inscribe la rúbrica del nombre) puede confundir y alterar los sentidos de cualquier lector. Pero Soberón es diestro para modificar el material simbólico previo y alterar las historias oídas (es técnico en sonorización). ¿Cómo robar relatos ajenos y convertirse en narrador? ¿Cómo modificar esas historias contadas y convertirlas en experiencias narrables? Creo que esas son algunas de las preguntas que definen su poética singular e irreverente.

Sólo cuando se retiene un nombre propio casi impronunciable (compuesto de tres consonantes y una vocal como el de Arlt), el enigma y el misterio de una historia personal parece abrirse sobre la luz pálida de una interminable noche de insomnio. Con su ejercicio despiadado de manipulación de datos y de historias a medio oír, Soberón como cuentero (y como biógrafo al mejor estilo de Samuel Johnson) nos recuerda a la máquina de Alan Turing o a los bucles extraños que produce la Fripptronics, tal cual me lo refirió, hace un tiempo, la poeta Joanna Walton en mi viaje a Londres en 1984.

Conocí a Fabián Soberón hace ya un par de décadas. Más precisamente en Mürlenbach, una pequeña aldea rural de la Renania-Palatinado, atravesada por los recodos del río Rhein y que se encuentra a 170 kilómetros de Mainz y a 200 kilómetros, aproximadamente, de Frankfurt am Main. Habíamos salido a recorrer el pequeño pueblo de mis antepasados, luego que asistiéramos a la presentación del último libro de poemas de Berlín en el mítico Museo Johann Wolfgang von Goethe, antigua casa del escritor de Las cuitas del joven Werther. Creo que fue por el año 2004; y tal vez el encuentro se produjo en marzo o abril de ese año. Y en el paseo por ese pueblito rural de no más de 600 habitantes, le fui narrando historias; o mejor le conté algunos fragmentos personales de mi vida. Y esas historias que le relaté fueron narradas como quien dice a campo abierto. Y en ese paseo dominical lo llevé bien lejos. Y percibió en un flash fragmentario e inconexo, cómo cruzaba junto a mi padre la Avenida Colón y doblaba hacia la derecha, rumbo a la calle Viamonte a bordo del Escarabajo azul. Y escuchó por un instante el fraseo tenso y discontinuo, las intensidades y los contrastes de una historia densa y remota.

Más tarde, en el 2007, le presenté su novela La conferencia de Einstein en la Feria Internacional del libro en la ciudad de Buenos Aires. La novela desafiaba las reglas que imponía el mercado y se arriesgaba a construir un mundo alterno e hipotético a partir de la figura del renombrado físico. Y con su novela retomaba el legado de Macedonio Fernández y anunciaba una nueva poética sobre el raquitismo y endeblez de nuestra cultura nacional.

Cuando salimos de la Feria fuimos a comer pizza enfrente de la Rural e intercambiamos algunas anécdotas; y mientras bebíamos, una y otra vez, una rubia alemana, nos acordábamos a carcajadas de Goethe y del ruralismo provinciano y es- trecho de Mürlenbach. Esa noche nos despedimos seguros que la conversación ya había terminado. Y Soberón siguió su paso. Y al salir de la pizzería, el fugaz encantamiento de ese encuentro se despojó, paulatinamente, de sus atributos y contornos.

Un poco más tarde, creo que fue en el 2016 o en el 2017, le confié mis Ficciones urbanas, un texto de narraciones que todavía conservo como inédito y bajo un pseudónimo vasco que remite a mi línea materna. Ahora que estoy escribiendo estas mínimas notas para su último libro de cuentos, me doy cuenta por qué me señaló en su email una serie de problemas de conjugación verbal y un sinnúmero de errores de coordinación sintáctica: “Decir que no sabes de gramática, significaría un elogio. No sabés cuando poner una coma para separar un párrafo de otro, cuándo usar el pretérito pluscuamperfecto y, así, difícilmente te lo van a publicar”.

Ahora no sé bien si soy yo u otro. Quizás desaparezca irreal en estas historias que cuenta Soberón en este libro. Las piezas y los pedazos desconectados de mi historia personal es probable que se reúnan en estos breves cuentos y se confundan sobre una superficie lejana y desteñida.

“Cuando ya se dijo todo, cuando la escena parece haber terminado, está lo que viene después”, afirmé misteriosamente esa noche en Palermo, luego de despedirme de Fabián.

Era evidente que algo en mi vida había cambiado en esos diálogos interminables. Yo no podía darle forma a mi experiencia; y sin embargo, delegaba en Soberón detalles insospechados para que los narrara. ¿Cómo inscribir una historia punzante y difícil de olvidar? ¿Cómo responder sobre la sinceridad de una historia que es a la vez ajena y propia? No hay testigos. Sólo están las anécdotas incomunicables de una noche brumosa de invierno. Y este lento y largo insomnio cercando, otra vez, antes del fin de estas líneas.

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