Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Prodigios insignificantes

Mi padre murió cuando yo contaba 14 años recién cumplidos. Yo era el mayor de cinco hermanos. Aquel fue un tiempo difícil. La muerte de mi padre estuvo precedida por el embargo al esquelético negocio familiar y sucedida por el diagnóstico de hidrocefalia a mi hermano más pequeño, que entonces tenía ocho años. Fuimos todo lo pobres que se puede ser sin ser pordioseros. Comimos por la caridad de un sacerdote amigo que nos dejaba religiosamente una mesada. Y dormimos secos y calentitos por una tía que nos dio albergue en su casa. Era difícil imaginar la vida más allá del fin de mes y la tristeza era el más habitual de los rostros cuando nos sentábamos a comer, con la cabecera de la mesa vacía. La soledad fue por entonces tan persistente como el aire.

Doce días después de fallecido mi padre fue Navidad, para los otros. Nosotros no sabíamos dónde estábamos ni a dónde íbamos. Recuerdo aún esa sensación de no entender qué había pasado y por qué. No preguntemos siquiera por el para qué. Eso que Kundera llamaría cuatro años más tarde la insoportable levedad del ser. Yo esperaba entonces por el gran prodigio que nos rescatara de aquel abismo, el gran suceso que partiría en dos el mar Rojo. Pero no llegó.

No entendía entonces aquello de los prodigios insignificantes hasta que un amigo me lo hizo notar. Él era la única persona con la que por aquellos días conversaba. Era un panadero portugués de nombre Manuel a quien había regalado mi pekinés. Y un día, en su portuñol, me dijo que estuviera atento a los pequeños prodigios.

Aquel humilde panadero, cuyo pan era eso, un pequeño prodigio, me había dado una de las lecciones más importantes de mi vida: a menudo los grandes prodigios suelen ser la suma de prodigios insignificantes. Cuando miro hacia atrás, puedo reconocer la larga cadena de insignificantes prodigios gracias a la cual mis hermanos y yo no sucumbimos. Algunos son dignos de mención.

Dos días después del sepelio de mi padre, varios compañeros de colegio se presentaron en casa para entregarle a mi madre el dinero de sus meriendas. Cuando dos años más tarde logré regresar al colegio, aquellos mismos compañeros habían dejado, de su fiesta de graduación, una dote para que prosiguiera mi escolaridad. Un día fui al mercado, pero el dinero de mi madre apenas dio para comprar unas zanahorias. Cuando llegué a casa, en la bolsa había dos muslos de pollo, además de las zanahorias. Nunca supe quién los puso allí al percatarse de que yo no tenía dinero para comprarlos.

Fueron tiempos muy duros. Recuerdo que zurcía mis trenzas porque no teníamos dinero para comprar el recambio. También zurcía mis zapatos de tela. Pero siempre ocurrió el pequeño prodigio de tener sobre la mesa los alimentos para cada comida. También viví el pequeño prodigio de cruzarme en la calle con gente que me saludaba con genuino cariño, gente que me abrazaba y dejaba en el bolsillo de mi jersey algo de dinero, sin que yo lo notara. Y también viví el casi insignificante prodigio de conocer personas que me impulsaron a luchar por la vida y lo que ella encierra. Solo algunos años después recordé uno de los valores que mi padre me inculcara en su exigua vida: el esfuerzo.

Son estos prodigios insignificantes los que hacen de la vida algo valioso. Esa es la esencia de lo que descubrió Viktor Frankl en Auschwitz para mantenerse con vida, para hallar el sentido donde este no existía. Pero hace falta una mirada particularmente especial para mirar a los insignificantes prodigios, una mirada liberada de esa soberbia que los adultos a menudo cultivamos: la mirada del niño. Hace falta mirar otra vez como quien mira por primera vez la vida.

Escribo estas cosas a riesgo de ser tildado de ingenuo. Quizás lo soy. Pero en todo caso será una genuina simpleza. He conocido personas con esta mirada. Personas que en muchos sentidos, y no restrictivos, estuvieron más allá del «yo soy yo y mi circunstancia» de Ortega y Gasset. Personas que fueron un pequeño prodigio en mi vida. Mi padre, la primera de ellas.

Hey you,
¿nos brindas un café?