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Pride/Orgullo

En los últimos meses me he visto motivado a ofrecer más disculpas que en cualquier otro momento de mi vida. Trabajo en un programa social con niños de 6 a 12 años en una escuela pública y ellos, si no lo han exigido, sin duda lo han merecido. Las causas son muchas y muy distintas, desde haberlos responsabilizado erróneamente de actitudes negativas, darles información incorrecta y hasta olvidar alguna promesa, por más pequeña que pareciera.

Hace unas semanas, Vanessa me entregó el cuaderno que una de sus compañeras de primer grado había olvidado en una mesa del pasillo. Dado que era la hora de la salida y las aulas estaban ya cerradas me lo llevé a casa. Al día siguiente se lo entregué a su dueña, mientras le llamaba la atención por el descuido y le hacía notar que debía poner más empeño en su escuela. La pequeña supo que había hojeado el cuaderno y leído los recados que su maestra de base escribió para su mamá. Aunque a través del programa la pequeña y yo hemos amistado, me lanzó una mirada llena de indignación y me reprochó el revisar sin su autorización lo que sólo le pertenecía a ella. Inmediatamente me llené de vergüenza. Tuve que admitir que me había equivocado y no pude más que inclinarme hasta verla de frente, extenderle la mano y pedirle que me perdonara, cosa que ella hizo de inmediato.

No es algo menor. Reconocer los errores que como adultos tenemos en el trato con los niños es también reconocer su dignidad y, en la situación descrita, cumplir con nuestra obligación hacia sus derechos humanos, en este caso el de la intimidad. El problema, de hecho el Gran Problema, es que rara – o ninguna- vez he visto entre toda la plantilla de profesores, directivos y trabajadores, a otro adulto ofreciendo disculpas a los pequeños. Bien podría ser porque, más experimentados al cabo, no han caído en los errores que yo, o bien, que se excusan en una muralla impenetrable de autoritarismo que en el fondo no hace sino menospreciar a los niños.

La dignidad, como todos los conceptos que llevamos a la praxis, es aprendida durante la infancia, no a través de palabras, sino de acciones, asimiladas por los niños cuando su universo social es reducido y de ello depende su expansión al nivel macro.

Sin duda, la jornada del fin de junio supuso un momento histórico en el reconocimiento de los derechos civiles en el mundo. Como una repercusión no tan esperada, las redes sociales se colorearon con los tonos del arcoíris en una forma de solidaridad masiva. Aunque ésta no fue unánime, la comunidad LGBTTTI vivió momentos de fiesta. Las calles de las principales ciudades recibieron la tradicional marcha del orgullo y yo entré a una sala de cine a ver Pride.

La cinta, que narra la historia del apoyo de un grupo lésbico-gay al movimiento de mineros huelguistas ingleses durante el mandato de Margaret Tatcher, es un canto a la diversidad, pero también una reivindicación de los marginales, aquellos a quien la mano del poder hace a un lado por ignorancia, miedo o pragmatismo.

La idea clave en todos los casos es el orgullo. La valoración de uno mismo como un sujeto valioso, con derechos inherentes. Y en cada lucha, de meses o de décadas, entra en juego la importancia de aprender la dignidad. Para ello es fundamental que perdamos el miedo a pedir perdón a los niños, comenzando por disculparnos de nuestra incapacidad para otorgarles una mejor sociedad y siempre anteponiendo el compromiso de trabajar para reponer cada falta.

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