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Alejandro Varderi

Política y políticas de explotación de la mujer inmigrante en España (II)

Las oposiciones binarias —civilización-barbarie, desarrollo-subdesarrollo, claro-oscuro, sujeto-objeto— puestas a clasificar a los sujetos como colonizador y colonizado, se transponen en Canción de amor en Lolita’s club, de Vicente Aranda, a la evolución de la relación entre Milena y Raúl. El primer encuentro engarzará la doble mirada, dándole al policía el papel dominante con un plano de conjunto donde ella, en cámara lenta, entra al campo y permanece fija en el centro del encuadre, apuntalada por los ojos del policía recorriéndola cual si fuera animal de matadero. De hecho, sus primeras palabras serán para preguntarle cuánto cobra y, tras tenerla ofrecida en la cama, lanzarle los billetes saliendo sin tocarla ni darle una segunda ojeada; en tanto la de la mujer, desde la postura subordinada del cuerpo, acabará sujetándola al poder del otro.

Para desasirse de ese dominio, Milena empezará a bordear a Raúl con un rodeo de la mirada, en un movimiento circunvalatorio que acabará cercándolo hasta esclavizarlo. Ahí el espectro del hermano, asesinado por error, tomará una vez más el lugar del policía pero para reducirlo a un segundo plano en los afectos de la joven. “¿Quieres ser como Valentín? Tráeme caballo. Ando escasa”, le ordena, agarrando el pasaporte y saliendo, ella esta vez, sin volver a mirarlo.

En una irónica vuelta de tuerca, acabará siendo un oficial asignado a la unidad de narcóticos quien le suministre a la joven la droga y, en la última escena, se apropie del papel de Valentín, cuando la observe reverentemente mientras duerme, aunque sin osar a acercase pues ha quedado irremisiblemente sujeto a su influjo como conquistador conquistado. Al ella alargar desde el sueño la mano e invitarlo a acostarse a su lado, se cerrará el proceso de “racialización” del prostíbulo con el triunfo del inmigrado sobre el natural del lugar, pudiendo esta trabajadora de la noche sentirse, aun cuando solo sea en el entorno limitado del cuarto, dueña de su cuerpo y sus deseos. Algo que para el mismo cineasta contradice las pautas de la profesión más antigua del mundo donde las miserias, menoscabos y degradaciones sufridas por quienes la ejercen, le han llevado, incluso, a alterar su percepción de esta hasta abogar por su abolición. Una actitud igualmente sexista porque, en el fondo, lo que pretende es seguir culpabilizando a la víctima al poner en ella la responsabilidad de preservar la “respetabilidad” del comprador.

Pero no es sino la operación opuesta lo importante aquí, es decir, un antisexismo donde el sujeto que alquila los servicios carnales, pero pretende no mancillarse pese a estar aprovechándose de ello, quedará expuesto y sin posibilidad de redimirse, cuando quien los presta no entre en el molde preconcebido cual ocurre con Milena. Y es que, aún desde esa semiesclavitud, ella como inmigrante sabrá establecer claramente unas prioridades, donde el bienestar de la familia dejada atrás ocupará el lugar privilegiado, demostrando, además, ser mucho más honesta que el cliente pues no tiene nada que ocultar.

Las sanciones que la justicia española les aplica a quienes ejercen el oficio, dentro de un régimen donde se mantiene una posición ambigua en cuanto a su legalidad cuando se realiza en lugares públicos, perjudican especialmente a las inmigrantes, porque al temor a denunciar excesos y extorsiones se aúna la situación de irregularidad con el consecuente miedo a ser repatriadas. Esta disyuntiva beneficia tanto al propietario como al comprador, dándoles pie a fijar las tarifas de acuerdo con sus intereses, sin contar maltratos y vejámenes, al tiempo de crear condiciones inseguras en una contemporaneidad donde el sexo puede resultar mortal. “Aquí los clientes se van con quien quieran. Y otra cosa, el sida no existe”, asegura el encargado del Lolita’s, dándoles carta blanca a los usuarios para dictar sus propias reglas, libres de intrusiones y regulaciones.

La anarquía de las relaciones permea el film y puntea la diégesis, favoreciendo a los caracteres masculinos, ya sean padres, hijos o hermanos, quienes mostrarán un intolerancia producto de atavismos, frustraciones e inadecuaciones provenientes, fundamentalmente, de una situación familiar tóxica. Este es el caso de Raúl, cuya relación conflictiva con un padre autoritario y depredador, le lleva a detestarlo y aborrecer lo que le rodea, manipulando a su madrastra y sobreprotegiendo al hermano desde un sinsentido frecuente en el outsider. De hecho, Raúl nunca mostrará real empatía hacia ellos, prefiriendo mantener una distancia afectiva puesta a crear una coraza en torno suyo para protegerse de un afuera que abomina.

No es de extrañar entonces que sea en el micromundo de un prostíbulo de carretera donde encuentre finalmente su lugar. Un lugar desde el cual experimentar las consecuencias del poder inherente a las relaciones, con una mujer igualmente ajena al exterior aunque por razones diferentes. Pues si para Raúl manipular el comportamiento de Milena conlleva reducirla a la posición del colonizado, para ella imponerse a dicha sujeción comporta el triunfo del otro; el marginado, el excluido, el extranjero.

La porosidad de las fronteras físicas y personales, como consecuencia de la creciente movilidad global, gracias en parte a las nuevas tecnologías, altera el orden tradicionalmente asignado en las relaciones de poder, si bien lo masculino tiende a tener la última palabra. De ahí que, en la película de Aranda, trastornar dicho orden le permita al director reflexionar sobre la necesidad de obtener eco en el otro, pero sin parcializarse por lo más extendido, es decir, la opresión de la mujer por parte del hombre y sin posibilidad de rebelarse.

Revelar, sin embargo, los fallos del sistema y exponer la corrupción política, social y personal masculina resulta clave en el desarrollo de la diégesis, al tiempo que destapa la trama de componendas y malogros de los cuales las jóvenes del Lolita’s son objeto, en régimen de prisión, dada la imposibilidad de liberarse hasta no haber cancelado la deuda con quienes las “contrataron”. La negativa de abandonar esa prisión por parte de Milena tiene, en un sentido amplio, la facultad de iluminar la pantalla en su doble acepción: como estrategia para focalizar la intolerancia masculina, y como detonante para la reflexión en torno a las causas y consecuencias de la mercantilización carnal, realizada fundamentalmente por mujeres inmigrantes.

Valorizar su sitio dentro de una sociedad hostil e indiferente tiene igualmente, para las trabajadoras del Lolita’s, un doble sentido: ensalzar la propia cultura y darles a ellas el respecto que se merecen como profesionales y mujeres, a fin de que no se desvalorice ni lo uno ni lo otro en su esencia y fundamentos.

Conciliar entonces la amplia diversidad de percepciones del otro conlleva negociar un extenso abanico de contingencias, impedimentos e intolerancias donde los grupos más vulnerables, esas “incómodas otredades”, generalmente carecen de las herramientas necesarias para hacer valer sus derechos y exigir el merecido respeto dentro de sociedades que se consideran a sí mismas democráticas. Pero el hecho de la democracia estar bajo acoso, dado el giro extremista que la política mundial ha experimentado, dificulta la implementación de medidas cónsonas con la protección de los inmigrantes; especialmente las mujeres y los niños siempre a merced de quienes fiscalizan e incriminan, obstaculizando su ingreso a los países de destino y, en el caso de los niños, quedando muchas veces aislados y sin recursos en una geografía extraña.

Del mismo modo, las mujeres migrantes afrontan retos similares, incrementándose anualmente su número con el sostenido deterioro de las condiciones de vida en sus países de origen. Una realidad, que expone las fallas de los gobiernos democráticos, presionados por los grupos más conservadores para limitar la entrada de refugiados e inmigrantes. Ello redunda en la alienación de sí mismos, no solo por parte de quienes llegan sino de quienes están, generándose un enfrentamiento constante entre homogeneidad y diferencia, donde lo fundamental es dilucidar quién debe subordinarse a qué, en vez de igualarse para potenciar lo que une y no lo que divide, como única manera de lograr una sociedad más justa.

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