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DiDonato
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Poesía no resiste

Orientarse poco, en todo. Estar en desorden/estar por fuerza muertos y muchas veces/declaradamente retóricos y tontos o miserablemente/vecinos próximos a la orientación/Oh retórico amor/obra-fascinación/No saltar y saltar más allá de este círculo

Andrea Zanzotto

 

El sistema está diseñado para no ser eficiente, y eso puede ayudarnos a luchar contra Trump

Siri Hustvedt

 

El estupor nos alcanza y nos orilla en la casa de mi madre donde se espera en vilo la captura de unos hombres. En la casa donde amanecen cada día adivinando un sistema, se cree que se trata de disidentes. Fuera de casa las autoridades los convierten en terroristas. La anestesia o la hiperestesia anímica se reparten y desde aquí fallaba el oído de la nieve hasta que los sitiados se rindieron y al momento de entregarse fueron ejecutados.

Es un sistema donde no hay pena de muerte, pero tampoco seguridad ni justicia.  Los expedientes de los desaparecidos también desaparecen. Saltamos como resortes o nos quedamos muy quietos, desacompasados. La poesía no halaga. No calma, no entretiene. No sostiene el producto del que estamos hechos. No nos da el poema siguiente. No nos hace presentes en palabras ni finge el vínculo erótico.

Intento leer a Siri Hustvedt, imaginar comunidad. No me vale salir disparada a tejerme el gorro rosa de Pussy-Hat, Pussy-Cat de la resistencia contra los vasallajes si no tengo idea de cómo reinventar mis vínculos. Ya no sé tampoco dibujarme un ojo con rabo egipcio y aumentar la estatura con pelo, zapatos, efecto visual que permita proyectarme y caer en el campo eléctrico de la institucionalidad fuerte.  Si falla alguna de las inteligencias, siguiendo la línea de Hustvedt, queda el arte para entender. La madeja suelta el hilo que agarras para destejerte.

Cuántos gestos graduando la velocidad y los ciclos hasta que la mano empuje la puerta. Repasas el tiempo-tejido discontinuo. La imagen del día nevado se pone roja hasta que la foto también se esfuma y sabes que  el sentido que más falla es el de la hora. Se fija en los ojos verdes de un muerto. Uno de los revoltosos se comía la pantalla con su belleza de felino joven mientras  la nación de allá no distinguía si llegaría a formar parte de un comando golpista, si terminaría de presidente en unos años, o en una telenovela. Todo era posible de volverse historia con el tiempo. Pero no basta aguantar la bala, resistirse a ella, sino cuestionarla. Pero cómo.

El arte es un promontorio de pulsiones que forman un espejo para el cuerpo del amor presente. Puede fallar el sentido del lugar donde se materializa, te endureces,  las manos pierden el gesto de hilar. En pleno invierno notas un río detenido, congelado. Sin ruido. Se me hielan los pies a la orilla hasta que en el sueño vuelven los peces que una antigua maestra me tiende.  La confianza en el sistema de Hustvedt no alcanza.

En el sueño, no aparece Siri Hustvedt sino mi antigua maestra Victoria de Stefano que se acerca. El audio es nítido oponiéndose al grupo al mando que quería quitarme la pesca y alejarme del lugar de sentido. El sueño avisa que no estoy en una morgue ni en una marcha fucsia.  La vida donde zapeas de llanto en llanto amasando el calmante individual, o entre llantos muy bien enmarcados en proyectos literarios con sentido, si no puedes distinguirla tanta corriente te electrocuta.

Suspendo un poco la lectura de Siri Hustvedt para releer la novela de Victoria de Stefano, El lugar del escritor, y las redes sociales me devuelven también al otro maestro, Armando Rojas Guardia, que se sienta a la orilla de una cascada y ve alejarse a La Virgen de su poema, oye la agonía de una vaca despedazada viva, a machetazos, en nombre del hambre o en nombre de la revolución o en nombre de una colectividad mezclada con Colectivos a sueldo, sicarios, revueltos los animales y los disidentes  con seres que agonizan y nos ven morir.

Con él y de Stefano seguíamos los talleres literarios de finales de otros siglos. Rojas Guardia leía a Eliot, lleno de gracia, para desasnarme. Ella nos leía cuidadosamente a nosotros. Mis largas orejas de burra paseadas por una institución literaria  a donde llegué por concurso, una inédita ya mayor (mis veinte y tantos me ahorraban competir con escritores que descollaron en las letras en plena adolescencia) pero el CELARG acogía a todos los que nos atrevíamos a escribir y a concursar. Ciclotímicos o no, inéditos o no, literales o geniales, chicas de extrarradio  o sofisticadas adelantadas criadas por los genios urbanos, todos revueltos en un salón desangelado con Armando Rojas Guardia y Victoria de Stefano por ventanas. Era un mundo de política pendular. Lo que te incluía hoy te expulsa casi inmediatamente. Era el viejo cuento de la infancia del arte que siempre tropieza con  un cuarto lleno de palabras y de gente leyendo para que aprendas el baile del poder. La duplicidad de lo real, el consumo de subjetividades, la vida que llegaba a los libros dependía de la acción secreta de cada época jugada en la elección de bandos donde centrar tu fuerza.

Pero no tienes el sentido de tu tiempo, te pierdes la verdadera educación en los misterios compartidos del campo cultural de las señoras de su casa, expertas en administrar las siete vidas.  No captas la importancia de conocer el motivo más aceptable del suicidio de un pintor en Manhattan o el nombre de los ganadores escamoteados de una cátedra o de un galardón o de un subsidio, los secretos de los actores del gobierno y de tu casa advertían sobre no identificarse con las apariencias. Dónde estaba la acción ética, eso era otra cosa. Con qué conectar.

Poco después se publicó El lugar del escritor y Armando Rojas Guardia siguió resistiendo con la poesía de sus ensayos híbridos. Ya yo me encontraba paseando mis largas orejas solitarias esta vez por departamentos donde tampoco aprendía las secretas reglas de juego de los sentidos sociales, en la lucha por los aliados que protegen la vejez del artista, y sobre todo no lo desvíen de su fin último de coherencia.

Vemos, oímos, sentimos el asesinato de disidentes arrinconados. Cuando tomamos partido bajo el ala de nuestro partido comprendo que algo nos mantiene clavados en la infancia. En el sueño, de Stefano envuelve peces recién sacados del agua que sangran un poco y me dice que son míos. De pronto se dirige a los que me hostigan, le pone coto al estado infantil del miedo.  En la novela de de Stefano una escritora se atrinchera en su mesa, en sus pensamientos. No hay certezas de vínculo  ni se cuenta con el colchón de  un sistema por donde se mueva el personaje-escritora. Los de Hustvedt, cuando les tiemblan las manos o la mentes o les falla la comida tiene direcciones, saben dónde hay una comunidad donde marchar. Hacia el final del libro de de Stefano un yo- escritora le  gana al miedo de las mujeres locales exacerbado en mundos blancos y negros (o te identificas por imitación o te deshilachas), visita los arquetipos de la identidad agujereada. Pero llegas a la página final. Escribió contra todo pronóstico: Creyendo no poder escribir una línea, o, a lo sumo, una única línea, cascada, pastosa, una invisible línea rayada, tachada, crucificada, había rogado  con la cólera del poeta una riga tremante Holderlin fammi scrivere ¿Había sido atendida mi plegaria?


Photo Credits: Dinapiera Di Donato

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