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fabian soberon
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Piedra y camino

Tía Marta tenía un peluquero al que le gustaba el rock pesado. Era fanático de un grupo de los 70. Era difícil que sintonizaran en los gustos musicales. A mi tia le gustaba el folclore y al peluquero Deep Purple. Cuando él ponía un cassette, mi tía movía la boca y hacía un chasquido que se escuchaba en todo el salón. Pero el peluquero no decía nada, se reía y seguía con las manos y movía el cuerpo alrededor de la silla de los clientes, con ese movimiento cadencioso que tienen los peluqueros. Se ponía la mano en el bolsillo y sacaba un cigarrito arrugado, lo posaba en los labios y lo tenía ahí un rato hasta que se le secaba la boca y el cigarrito se ponía fláccido y blando. Entonces sacaba el encendedor y lo prendía con la mano libre. Mientras tanto, pasaba la tijera suavemente y le cortaba el flequillo, ese pedazo de pelo rojo que le colgaba hasta los ojos.

A veces tía Marta llevaba un cassette de Atahualpa y le pedía que lo pusiera. Él refunfuñaba un poco y al final accedía. Tenía un equipo rojo y alargado que había conseguido en la frontera con Brasil a un precio accesible.

Las charlas oscilaban entre la actualidad política y la tarea del docente. Mi tía adoraba su trabajo y hablaba con humor y orgullo de los alumnos del jardín. Ella fue maestra de jardín toda su vida. Ese fue su destino y lo asumió con alegría.

Siempre que iba a visitarla me contaba alguna historia de un alumno. Una vez, mientras salía de la escuela se encontró con un papá medio borracho, un hombre grueso y tarado que le reclamaba por su hijo. Mi tía se dio la vuelta y lo dejó solo mientras el gordo lanzaba gritos y movía los brazos en el vacío. El niño había dejado el jardín hacía tres años y el padre, perdido en las nubes del alcohol, se había olvidado del paso de los años. Su reclamo era un delirio.

El peluquero era alto, con ojos marrones, melena al viento y un poco más joven que mi tía. Tenía la cara ancha y unos granos planos que le agrandaban la cara, como si fuera un pequeño campo minado.

Nunca hablaban de Nancy, su esposa. Ese era un asunto espinoso. Nancy había sido compañera del trabajo. Y había sido una especie de compinche de mi tía. Con ella había viajado a congresos, encuentros, charlas, paseos. Habían ido juntas con los chicos a lugares alejados y habían paseado tardes en la playa unas vacaciones de verano. No eran amigas pero habían sido compañeras desde el inicio. Eran dos mujeres grandes que tenían una relación brillante con los niños y se conocían como se conocen dos personas que comparten el mate. Habían creado esa extraña complicidad que da entrar y salir en los mismos horarios, cumplir las mismas reglas, hablar de los mismos temas, entregar las carpetas y recitar los deberes familiares. No eran amigas. Habían sido cómplices.

Nancy empezó con unos trastornos elementales. Nada grave. Entraba despeinada y un poco nerviosa, como si hubiera tenido una discusión con el esposo antes de subirse a la bicicleta. Al principio eso no llamó la atención. Pero un viernes de octubre llegó con el delantal desprendido, con las mangas subidas hasta el codo. Nancy se agarró el pelo con fuerza, como si quisiera quitarse una parte del cuero cabelludo. Había furia en los movimientos. Los dedos temblaban y gritaba con un timbre que le afeaba la voz, como si estuviera alterada por un hecho inadmisible.

En la puerta de la escuela, ni bien traspuso el portón, lanzó el primer grito. No era una palabra. Era una vocal repetida. Después dijo algo que dejó pasmados a todos los que circulaban: “la educación es una cucaracha”.

Nadie entendió nada.Algunos alumnos se acercaron creyendo que se trataba de una broma. La directora –que estaba al tanto de la escalada de extrañezas– salió a la puerta de su oficina, corrió hasta el lugar y le pidió que se calmara. Nancy se dio la vuelta y la escupió en la cara. Ahí llamaron a la conserje –una mujer fornida, alta, con brazos gruesos y la mirada turbia, con el cuerpo de un hombre– y ésta la agarró de los brazos y la llevó a un aula. Le dieron un vaso con agua. Nancy, con los ojos desorbitados, como perdida en el tiempo, dijo que ya era hora de llevar a los niños a dormir. La conserje llamó a las maestras que estaban cerca y les pidió que avisen a la policía. Los policías llegaron a la media hora y la llevaron a la comisaría. Sin más explicaciones, Nancy pidió disculpas por el exabrupto. Dijo que estaba en un momento difícil del matrimonio –el argumento era falso– y la policía le hizo un interrogatorio de rigor. Le aconsejaron que visite a un psiquiatra. Desde ese día Nancy asiste a la clínica de un pueblo vecino.

Mi tia no la ha vuelto a ver. Sabe, por los dichos del pueblo, que ella toma pastillas y que el esposo cuida de los chicos con esmero y dedicación. Nancy vive recluida, contando las hojas de los árboles y leyendo algunos libros aislados. Según dicen, suele cantar desde la pieza siguiendo el ruido estridente de los coyuyos.

El peluquero terminó su trabajo y mi tía se levantó del sillón. Le pagó. En el equipo, sonaba “Piedra y camino”, de Atahualpa Yupanqui.

El peluquero le dio las gracias. Lanzó un suspiro e hizo un gesto suave con las cejas. Ambos sabían que Nancy, su mujer, estaba encerrada en la pieza del fondo.

–¿Cómo está? –dijo mi tía.

El peluquero hizo una mueca con la boca. Solo eso.

Los dos entendieron.


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