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Peyote para viajar

Los hoteles 5 estrellas con paquetes todo incluido no son para todo el mundo. Hay quienes no toleran las piñas coladas al borde de una piscina panorámica, aborrecen los desayunos tipo bufett, se burlan de los shows para amenizar los ratos de ocio y detestan la idea de contar con un mesero que atienda sus caprichos. Su cruzada es en contra de la  “Disneyficación” de los destinos y se entregan a la defensa, hallazgo y disfrute de esa experiencia “auténtica” que cada lugar tenga para ofrecer. Estas personas odian que les digan turistas y prefieren ser llamados “Viajeros”.

Tan lejos como se pueda del turismo de masas y persiguiendo experiencias extremas, los “viajeros” han puesto de moda el turismo de peyote en los alrededores del municipio Real de Catorce en el semi desértico altiplano de San Luis de Potosí, México. Gente que quiere experimentar algo radicalmente diferente de su vida, llega a los despojos de lo que una vez fue un pueblo minero para adentrarse en el desierto en busca de este misterioso cactus endógeno y alucinógeno que posee un alto contenido de mescalina y sobre el que pesan varias leyendas.

Sólo los huicholes (pueblo indígena que ha consumido el cactus desde hace siglos) tienen autorización de usarlo en sus rituales mágicos en busca de “apertura espiritual”, de hecho, su consumo y comercio por otras personas está penado por la ley. Aún así, Jean Pierre se quedó pegado hace 25 años en estas tierras y creó una casa de retiro donde funge de anfitrión y shaman, promoviendo retiros y excursiones para que los visitantes entren en contacto con su espiritualidad y por supuesto, viajen con el peyote. 

Dayan, de 19 años, es una de las muchas personas que visitan el lugar buscando una experiencia mística que emule la ruta sagrada del pueblo huichol; Fabiola y Sergio vinieron desde Monterrey atraídos por el peligro y la experiencia de probar “el viaje”, ese mismo al que se le adjudican muertes, intentos de suicidio, brotes psicóticos y otras distorsiones mentales.

Pero el viajero no encuentra el peyote, el peyote lo encuentra a él. Al menos eso es lo que dice Carlos, nuestro guía en el desierto y que es sólo uno de los muchos beneficiarios del negocio que ha florecido con el Turismo Peyotero. Su servicio incluye el transporte desde Real de Catorce hasta el desierto, la guía a los terrenos donde puede encontrarte el cactus y el refugio de una fría cabaña con cobijas para pasar la noche y “el viaje” pues sabe que los que vienen de afuera, especialmente europeos y gringos, “son los que más se alocan”.

Probar el peyote no es garantía de un buen viaje. Yo me comí una penca completa del tamaño de un puño. A parte de que sabe a la peor mierda que puedas probar en tu vida, no sentí ningún tipo de viaje, alucinación o mareo. Dayan, en cambio, comió 3 de ellos y a la media hora gritaba, lloraba, abrazaba árboles y decía que estaba desesperadamente cachonda. No sé si tuvo que ver con la marihuana que fumó desde la mañana y durante el resto del día o el mezcal con el que amenizamos varias etapas del paseo. Me dio la impresión que su “viaje” fue más un acto de fe y ganas de tenerlo, que un efecto directo del peyote. Camino a la estación para regresar a DF, un señor de la zona me dijo que para viajar era necesario consumir al menos 4 cactus. Tarea pendiente quizá. 

Aún sin viaje, bien sea por el paisaje exuberante donde crece, la mística espiritual y ritual con la que se vincula, la prohibición de su consumo, las supuestas alucinaciones que genera y los cuentos de terror de quienes quedaron tocados o bobos después de probarlo, todo lo que rodea al peyote lo hace una experiencia irresistible.

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