Días antes de la mudanza hice una lista con varios cafés que quería visitar una vez llegara. Tras el arribo comencé a hacer los recorridos. Cada día visitaba uno distinto e iba tachando el que iba conociendo. A esta lista, además, se iban sumando otros que aparecían según el lugar donde estuviera alojándome.
Puede ser un ejercicio de aficionado, un mero pasatiempo, ciertamente. Pero puede ser igualmente algo más.
Antes, en un espacio con otras coordenadas, hacía ya estos recorridos. Eran una manera de sujetar (o subjetivar) pedazos de una ciudad dada al fuego, a volver ceniza todo, particularmente al caminante en que intentaba convertirme tercamente. Sin embargo, la visita al café atemperaba las llamas y brindaba otro lugar para mirar.
Ahora, en un territorio tan reconocido como desconocido, practico esta misma errancia, pero en esta ocasión tiene otros sentidos (direcciones), se le suman huellas, intensidades. Se trata ahora de lograr el reconocimiento del cuerpo propio en otras calles y avenidas, de insertar el propio ritmo en ellas, lo que amerita un largo diálogo para determinar la velocidad de los pasos, so pena de ser arrastrado por un ritmo claramente vertiginoso.
El café (la bebida y el local) es entonces una marca afectiva para empezar a cumplir ese reconocimiento. De este modo, la lista de tales visitas es también un pequeño manual para establecer colonias en un nuevo territorio (mínimamente, por supuesto), para dejar un asentamiento mientras se avanza por la roca, como la hiedra, que echa raíces mientras sigue su paso, hasta que logra cubrir una superficie y la asume, la reinterpreta vegetalmente y adquiere sus formas.