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arturo serna cronica
Photo Credits: nik gaffney ©

Pensión y celebridad

De mi etapa de estudiante rescato algunos paseos por Almagro. Caminaba solo, por las noches, atrapado por las sombras irregulares de los edificios y por los adoquines de las calles. Me quedaba horas a la vuelta del Abasto. 

Me paraba en la entrada del subte y me pegaba al semáforo. El titilar de las luces rojas funcionaba como un magma, un imán que me impulsaba a pensar lo que había escuchado en clase o en la conversación con algún compañero. En una clase, un profesor de barba, habló de las caminatas de Heidegger con Husserl. Se demoró en los pasos, en los devaneos, conjeturó sobre el tono de la voz. Dijo algo sobre la última conversación entre ellos, una cita que no recuerdo. El viejo profesor circunspecto puso énfasis en la celebridad de Heidegger. Para él, el alemán era el centro de la filosofía del mundo, un claro en el bosque que iluminaba el futuro. 

Los nombres de los filósofos europeos actuales eran citados con la pulcritud de un relojero. Algunos profesores hablaban de Heidegger o de Bergson como de dioses de un Olimpo nuevo. Tenían a esos hombres en alta estima y cifraban en ellos una idea equivocada de la profundidad del pensamiento. Los citaban porque eran europeos y el ritual de la cita era testigo más del snobismo que del respeto por el pensamiento. En una de las caminatas solitarias por Almagro, pensé que la mayoría de los contemporáneos iban a ser olvidados. Solo antiguos como Lucrecio, Epicuro o Platón podían dar cuenta, hoy, de que su nombre había ido más allá de su mundo. ¿Con qué autoridad podían hablar de los filósofos contemporáneos como si fueran eternos? El orgullo y la vanidad les empalagaban la boca y no se daban cuenta de que el orden del tiempo y de la historia es desconocido; nada ni nadie, salvo la acumulación del pasado, puede colaborar para que alguien escape al desierto arrollador del olvido.


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