En los sistemas parlamentarios no gana las elecciones quien consigue mayor porcentaje de votos, ni siquiera de escaños, la consigue aquel que dispone de suficientes apoyos para acceder al Gobierno en una votación de investidura. El objetivo de todo grupo dirigente de un partido, debe ser acercarse al número mágico que le permita conseguir ese objetivo; eso sí, sin descuidar las relaciones con el resto de los partidos, no vaya a ser que por uno o dos escaños, su líder se quede “compuesto y sin novia”.
España empezó a descubrir hace poco las maravillosas virtudes de esa combinación de multipartidismo más régimen parlamentario. El pasado 26 de junio tuvo que llamar nuevamente a sus ciudadanos a las urnas, tras el fracaso de los partidos a la hora de conformar gobiernos tras los comicios del año pasado. La ruptura de la bicefalia, que no bipartidismo, PP-PSOE y la irrupción de nuevos partidos, hizo imposible llegar a acuerdos que necesitaron por primera vez la suma de elementos transversales en el eje izquierda-derecha.
La repetición electoral ha tenido un ganador moral, que no real, el presidente conservador Mariano Rajoy. Solo el Partido Popular ha crecido en un ambiente en el que el PSOE (centro-izquierda) ha logrado aguantar el vendaval, Ciudadanos (centro-derecha) ha hundido su representación y Unidos Podemos (coalición de izquierdas de diverso signo) no ha respondido a las infladas expectativas creadas.
Pero la victoria de Rajoy en representación es solamente eso, moral. Sus 137 diputados de poco valen si la mayoría de los partidos establecen formas de construir un ejecutivo alternativo. Decir que una construcción de gobierno alternativa sería “una coalición de perdedores” es poco más que un eslogan publicitario o más bien una pataleta de quien se hace el tonto, pero no lo es. Sin la mayoría simple no hay gobierno y eso en el PP lo saben, porque lo han aplicado. La realidad es que el terreno fragmentado en España deja de lado tres opciones que sobrevolarán el marco negociador.
Por un lado, siempre quedará volver a repetir las elecciones otra vez (o ad infinitum). Volver a llamar a los ciudadanos a las urnas tendría una lectura bastante clara: las élites incapaces de ponerse de acuerdo en un mínimo que reinicie el país, le dicen a los ciudadanos que han votado mal y que lo repitan. Si bien, en diciembre esta opción era la más plausible, ahora mismo es la que menos probabilidades tiene. Solamente el PP estaría en función de afrontarlas con garantías, tras el varapalo de los nuevos y la debilidad interna del PSOE.
En segundo lugar, se podría conformar esa “coalición de perdedores” a la que tanto teme Rajoy. Para ella se tendrían que unir en distintas fórmulas el centro derecha, el centro izquierda y la izquierda populista, junto con algún nacionalista o regionalista que pasara por allí. Todo ello para elevar a Pedro Sánchez a una endeble presidencia del Gobierno y con un Parlamento legislando en ocasiones “a la contra”. Esta fórmula no funcionó a principios de abril y ese es un mal precedente, Ciudadanos y Podemos son como agua y aceite y el acuerdo debería ser de mínimos. A su favor jugarían los pocos incentivos de los tres partidos en una repetición y el malestar que se respira en el electorado con una repetición de gobierno. En contra, casi todo lo demás.
Por último y más probable queda la investidura de Rajoy o de otra persona del PP. Para ello los conservadores deben contar con el apoyo de Ciudadanos y de los nacionalistas/regionalistas de derechas, no estando el PNV muy por la labor. Aún así, las cuentas no suman por uno, dejando la presión en el lado de un PSOE que tiene tantos intereses como barones regionales.
Supongamos que así es. Supongamos que las dos primeras opciones son imposibles y que, solo por lealtad institucional, el PSOE, o Podemos, deben hacerse el harakiri e investir un presidente conservador, ¿por qué hacerlo gratis?
Algunos barones del PSOE, los mandatarios del PP e incluso el ínclito Monedero han llamado “a la responsabilidad” institucional del PSOE, no habiendo mayor traición en un sistema parlamentario que un apoyo a cambio de cero. El votante del PSOE (o de Podemos) supongo que habrá votado con la intención de llevar a cabo un programa. La cuestión es ¿por qué no hacerlo por la vía de la presión política?
En otras latitudes más acostumbradas a esto del pacto y el acuerdo, los apoyos a cambio de políticas concretas no son poco habituales, ¿por qué PSOE o Podemos no pueden tomar ese papel? Una vez imposible el objetivo máximo, ¿por qué no asumir objetivos menores que redunden en la vida de los ciudadanos?
Llámenme iluso, pero creo que un votante del PSOE prefiere un gobierno de Rajoy que implemente la renta de inserción o uno de Podemos que promueva cierto tipo de mejoras en política energética, que un gobierno del mismo señor (o de otro de la misma cuerda) sin ningún beneficio para la clase trabajadora.
Es curioso, tanto hablar durante la campaña de sillones en lugar de políticas y parece ser que cuando la oportunidad para cambiar los detalles se plantea, resulta que es más importante cambiar al pastor que el trato que se le da a las ovejas. Tanta referencia al programa como contrato implícito y en el momento de la verdad éste pasa a un segundo plano para que primen las personas, o lo que es aún peor, las trincheras ideológicas.
Los partidos españoles tienen un compromiso con el funcionamiento institucional del país, pero no deben olvidar que antes lo tienen con los ciudadanos a los que representan. Una vez la realidad no es la que uno desea, debe luchar por modificarla poco a poco y asumir que la vida de muchas personas depende de ese esfuerzo.
En resumidas cuentas, si el Partido Popular es el demonio (como lo venden algunos), los partidos tienen la responsabilidad de apartarlo del poder. Si es solo una exageración de campaña, deben intentar hacer cumplir las promesas hechas a su electorado. El resto es simplemente la comodidad de la autocomplacencia.