Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Alejandro Varderi

Para leer: “El esplendor y la espera” de Armando Rojas Guardia

En colaboración entre Ecuador y Venezuela se publicó en 2018 El esplendor y la espera. Obra poética 1979-2017 de Armando Rojas Guardia (1949-2020). Esta cuidada edición de la Municipalidad del Cantón Cuenca, a cargo de Cristóbal Zapata, pone al lector ante un corpus literario que desde sus primeros textos recogidos en Del mismo amor ardiendo, ilumina hasta enceguecer con el resplandor de su lenguaje. Arelado a la espera por ese otro inasible, el yo se afina y cincela el devenir de un Tú “exacto en la penumbra” e inscrito a tientas en el poema, donde un hablante escindido se debate entre lo sacro y lo profano, la vida y su ausencia por exceso, la atracción y el rechazo.

La claridad de las imágenes desafía la oscuridad del ser empinándolo por encima de las miserias cotidianas, los fantasmas más feroces; esos “impávidos monstruos familiares” que la voz poética busca y evade a la vez pues sabe que la condenarán a vivir sin asideros y, por tanto, la acercarán a la aniquilación cuando esa existencia en el vacío llegue a hacerse insoportable. Como en el Heliogábalo de Antonin Artaud, se enfrentan aquí “dos imágenes el espíritu hecho carne y que lucha con la carne” en un juego de fuerzas, donde la culpa y el placer se debaten en la página cual arena idónea donde enfrentarlos; si bien tal pugna no logrará calmar el tumulto interior ni mitigar la ausencia elemental del otro, a la cual su vocación de místico y de poeta lo condena. Porque “esta clase de hambre no se sacia, estirpe que lleva la forma de la decepción entre las manos (…) mi hambre que tiene muchos nombres, el primero de los cuales obviamente es soledad”.

Tal soledad elemental proviene de la imposibilidad de vivir abiertamente una sexualidad considerada espuria por las voces tutelares, que guían pero también imponen sobre la existencia una “normalidad” hueca, pues tiene como única sustancia la intolerancia social y las convenciones puestas a aplicar sobre el creador una normativa fuera del orden natural de sus instintos. En tal sentido, como poeta y ensayista, Rojas Guardia reflexionó, desde una voz antológicamente cristiana, en torno a lo que significa ser un escritor homosexual creyente, a pesar de la condena eclesiástica a la dirección de su deseo. Para este autor, la idea de Dios conlleva, siguiendo a Georges Bataille, “una forma de entrar en un silencio sagrado, y de conservar en el lenguaje un derecho de definición y de legislación soberanas”, asentadas en su premisa de que “Dios enamora al hombre que lo ama”. Por ello sus textos son fruto de la fusión con un amante doble, que el pronombre ambiguamente enuncia, increpa, llama, agradece, en un estallido de sensaciones olfativas, visuales, gustativas, acústicas y táctiles, tal cual quedó inscrito en Poemas de Quebrada de la Virgen (1985): “Me despierta Tu olor entre las sábanas./ Vengo junto a Ti, que te me expandes/ en la carne agradecida, con ímpetu solar (…). Tu sombra, gusto vivo,/ el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,/ anterior al paladar de su lenguaje,/ como aquella manzana de Cézanne/ exacta sobre el fondo. Sin gusano”.

Al entrar con la lengua en el Amado, el poeta expía la culpa que tal acto acarrea, pudiendo, con ese despliegue de los sentidos, salvarse para la palabra y la obra; al tiempo que ensaya una erótica del espíritu que, si heterosexualmente la Iglesia ensalza y defiende, homosexualmente condena, tal cual el mismo Rojas Guardia nos recuerda en El calidoscopio de Hermes (1989): “Para el homosexual, constituye empresa titánica construir la espiritualidad de una pareja. Y ello porque pertenecemos a una especie amorosa para la que no existe, diseñado, un orden cultural”.

La ausencia y la carencia se convierten entonces en armas imprescindibles para desafiar los miedos de los demás y derrotarlos con el impulso arrollador de la escritura. Recorrer las páginas de esta antología necesaria es la prueba fehaciente de la existencia de una literatura otra, que el canon venezolano y por extensión latinoamericano han históricamente marginado al negarle el sitial correspondiente. Una realidad, extendiéndose hacia las diversas formas de creación, que se corresponden aquí con “la palabra total, la postergada” —como asienta el autor en La nada postergada (1994)— por los sectarismos provenientes de una estrecha manera de mirar el mundo o, mejor dicho, de valorarlo desde una perspectiva dable de favorecer lo masculino, heterosexualmente hablando, por encima de todas las demás expresiones del ser que quedan suprimidas y, consecuentemente, invisibilizadas.

En sociedades consideradas democráticas, la exclusión tiene un valor añadido, dada la apariencia de libertades para decidir sobre la propia existencia, estrellándose sin embargo contra una pared ciega cuando la persona excluida intenta hacer valer sus derechos. Y es que las presiones para falsear, ocultar, desconocer las atribuciones legales y especialmente sociales hacia quienes sufren la coacción, tienen raíces muy profundas en el devenir de la cultura hispana, sobre todo en el ámbito latinoamericano donde repudiar y arrinconar al otro es la norma.

En tal sentido, el reconocimiento de las diferencias queda relegado a la oscuridad o a un reconocimiento meramente superficial donde no hay espacio para la aceptación más allá de una legislación, parcial e imperfecta, que ni protege completamente al colectivo ni lo reivindica, quedando percibido por la mayoría silenciosa cual una aberración. La apariencia de decencia y probidad de quienes detentan el poder es ahí un arma igualmente silenciosa, pero que sin embargo persigue y en muchos casos destruye a la víctima o la lleva a la propia represión y autocastigo, como ocurrió con Armando Rojas Guardia en su vida y en su labor intelectual.

“El excluido, en lo oscuro, te interroga/ solo con su aguardar eterno. ¿No escuchas/ aquellos insistentes pasos revelándote/ la apátrida vigilia de su insomnio?/ Pero encontrarlo significa salir,/ sobre todo salir, padecer la incomodidad/ de la salida al afuera sin refugio,/ dejar la lámpara, el sillón, la mesa puesta,/ y emprender el noctámbulo esfuerzo/ para descubrirlo en la prisión culpable”, confirma el poeta en la entrega que da título a la antología —El esplendor y la espera (2000)— para que no se olvide la profundidad del daño y el enorme esfuerzo que conlleva abandonar la seguridad del espacio personal. Ello, a fin de salir a combatir en una guerra de la cual el yo no quiere ser protagonista; pero asume no obstante esa tarea tal como si quisiera redimirse de una culpabilidad que no es, pues le ha sido impuesta desde afuera.

Hacerse con las seguridades imprescindibles y lograr existir sin el peso de la culpa, es posible únicamente en algunos espacios dentro de sociedades más abiertas y liberales que permiten un margen para el desarrollo de las otredades. Construir, incluso, un estamento familiar alternativo es en ellas no solo válido sino posible; especialmente en los centros urbanos mucho más elásticos e inclusivos, y donde existen garantías de un cierto anonimato para quienes se desenvuelven discretamente en él, intentando que la “pasión de la luz” no les delate. “La pasión de la luz sufre las cosas,/ agoniza mostrándolas desnudas/ cuando ellas no quieren delatarse”, confiesa el yo en Patria y otros poemas (2008), para manifestar lo difícil de separarse de ellas, especialmente cuando contienen la carga amorosa depositada allí por el amante, pues al decir de Roland Barthes, “todo objeto tocado por el cuerpo del ser amado se vuelve parte de ese cuerpo y el sujeto se apega a él apasionadamente”.

El deseo y el infinito. Diarios 2015-2017, cierra la antología y ofrece una mirada a la intimidad de la mirada poética sobre la cotidianeidad de sus días. El sol que estalla sobre el autor sentado en un pequeño muro del edificio donde vive, “la negra musculatura del Ávila” desde su ventana, “el topacio del brandy” que calma y cura las heridas del espíritu, la promiscuidad urbana ensañándose con el poeta como “un escozor para el que no hallo alivio”, se constituyen en señales dables de mostrar una versión de quien la consigna para sí mismo, aunque exista la secreta voluntad de compartirla con un lector atento a sus altibajos, arrojos y humores. Celebrar y celebrarla, en el torrente abismal de la escritura, es ciertamente el mejor homenaje.

Hey you,
¿nos brindas un café?