Este libro publicado en México por Ediciones Felou, del autor Nayar Rivera quien vive actualmente en Nueva York, es una colección de ensayos sobre el tema de la identidad mexicana y, por extensión, hispanoamericana, dentro de la línea de pensadores continentales como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa. Incluye, además, una reflexión acerca de la importancia de la ciudad de los rascacielos, tanto en la obra de los escritores abordados como del autor mismo.
“Vengo de la tierra de la hipérbole, del país de la luz contra la masa, de la belleza bruta a pesar de todo, de la conciencia atormentada” (12), nos dice Rivera en las primeras páginas de su ensayo, mostrando así las raíces de un desorden que la escritura reordenará siguiendo el trazado de dos ciudades emblemáticas: Ciudad de México y Nueva York. A ellas se devuelve la palabra, en tanto el yo autobiográfico recorre a vuelo de pájaro la historia y la pequeña historia de sus calles y hacedores. Narrándose desde esa autorreferencialidad, el autor perfila a su vez el contorno de una identidad múltiple, donde Europa e Hispanoamérica se entrecruzan en la sangre y la memoria.
¿Pero no es acaso de ese mestizaje cultural de donde surgen siempre los textos más fértiles? Acudiendo a la obra de pensadores y fabuladores que han escrito desde tal multiplicidad, Rivera reflexiona sobre el lugar por él ocupado al interior de ese imaginario, repasando en sus paseos de flaneur el esplendor, la decadencia y el detritus, siempre asociados a urbes que, como indica Italo Calvino, “a través de los años y los cambios continúan dándole forma al deseo”.
Así, al acariciar la piel del asfalto mexicano, en el cual confluyen templos aztecas, palacios barrocos y estructuras contemporáneas, con el denso hormigueo de gentes buscando abrirse lugar en él, Nayar Rivera hace acopio de afectos y efectos que han permeado su formación y le han impulsado a explorar otras geografías, lejos del radio constituido por las seguridades primigenias. Y al rastrear sobre la corteza del pavimento neoyorkino las distintas capas de sentido, que las migraciones y el poder económico han superpuesto a la orografía de la isla —donde ha madurado igualmente el sentido de su propio deseo—, el autor ha afinado también su educación sentimental que, como quería Flaubert, debe más al sentido que al sentimiento mismo. Un sentido llevándolo a recoger impresiones, investigar orígenes, ventilar malestares y miedos, levantarse contra las injusticias de una a otra ciudad, estremecerse con lo apocalíptico de ambas metrópolis, y acudir al gesto irónico del camp para desentrañar el artificio y el exceso propios de la moda, el cine comercial, las telenovelas y los reality shows, puestos a anestesiar la frustración y la miseria de los menos afortunados.
La resonancia de voces propias y prestadas —“Soy mexicano. Soy guatemalteco. Soy ruso. Soy francés. Soy polaco” (13), declara el yo— otorgan densidad a la mirada que, curiosa, extrae de sus geografías escogidas los porqués de tales injusticias, desigualdades y reveses intrínsecos a “nuestra América”, fluctuando siempre entre la gloria y el fracaso; entre las grandes gestas y los pequeños gestos; entre el honor y el horror. Todo ello repasado también por el ojo de Nayar con la fascinación que, hace ya más de dos siglos, otro explorador continental, el venezolano Francisco de Miranda, había puesto en su periplo por el vecino del Norte, al preguntarse —refiriéndose a la recién inaugurada República de la ley y el orden— “¿Cómo es posible que bajo semejantes auspicios no florezcan los países más áridos y desiertos, y que los hombres más pusilánimes e ínfimos sean dentro de poco tiempo honestos, justos, industriosos, sabios y valientes?”
Y esta es, quizás también, la aspiración última de El deshielo cuando su autor se pregunta: “¿Hay futuro en el pasado? ¿Rastros que no dejan de dirigirse por inercia hacia algún lado?” (52) Las respuestas son ciertamente infinitas, en ese reinventarse y renovarse constantes de lo latinoamericano, adoptando con gusto lo nuevo, pero sin adaptarlo, para deshacerse de un pasado vivido siempre como lastre por aquellos en la carrera hacia el progreso y el poder. En tanto, el abrazo a la historia, malentendido también como resistencia al cambio, pareciera quedar para los rezagados, los que han visto desde hace más de quinientos años cómo les han ido despojando de todo.
Rebelarse ante dichas injusticias, mientras se revela a sí mismo, resulta ser la estrategia última del autor en estas páginas pues, como ocurre con todo ensayista perceptivo, Rivera, siguiendo a Montaigne, se constituye en la materia de su propio ensayo. Ello no significa que las explicaciones de su proyecto queden expuestas en la superficie del significante, ya que la labor de ensayar conlleva partir de las propias resistencias, limitaciones y carencias, a fin de que de ese forcejeo con el yo, queden consignados los argumentos más lúcidos, las observaciones más agudas.
El deshielo cumple con tales expectativas, dejándonos en su tránsito el perfil particular que Nayar Rivera ha impreso a la Ciudad de México y a Nueva York, cual lugares de experimentación, goce, dispersión, escape, ocultamiento, abandono, destrucción, construcción y reconstrucción de su pasado y su presente, para avanzar hacia un futuro siempre incierto pero no por ello menos apasionante y anhelado. Y es que él, como Langston Hughes, otro enamorado de ambos centros, recorridos igualmente en distintos momentos de su propio discurrir, se dirige al lector para invitarle a acompañarlo en sus andanzas, con las palabras del poeta de “Harlem Night Song”: “Come, / Let us roam the night together/ Singing”.