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El pan nuestro de cada día: una nueva masacre en los Estados Unidos

El pan nuestro de cada día: una nueva masacre, una imagen que golpea, que vende, niños corriendo aterrorizados saliendo de sus escuelas las manos en alto, padres llorando, hermosas fotos de jóvenes soñando en su futuro, fotos que se desvanecerán en el tiempo y en nuestras mentes, no en las de los padres, en las nuestras. Gritos de padres pidiendo acción, gritos que serán llevados por el viento y que en la próxima masacre sonarán a gritos ya escuchados en alguna parte, en alguna noticia, no recuerdo dónde, no recuerdo un nombre salvo el genérico: masacre.

Lágrimas y emociones a las cuales no podremos ponerles un rostro, ¡tan familiar se han vuelto!

El pan nuestro de cada día: palabras vacías: todo el país está con ustedes. Puede ser cierto en la memoria corta, muy corta, es mejor olvidar. No se puede vivir con tanto dolor, con tanto temor, con el sentimiento de que no hicimos nada, de que no hice nada, salvo escribir unas palabras que se las llevará el viento.

Los políticos y las autoridades pondrán cara de circunstancia, incluso alguno clamará: ¡hay que hacer algo, esto no puede volver a repetirse! Antes de regresar a sus guaridas sin atreverse a dar una respuesta clara puesto que la respuesta es obvia, pero les cuesta caro; les cuesta caro en votos, en dinero entregado a sus campañas por los comerciantes de la muerte.

Algunos dirán: se trata de la salud mental de Norteamérica. Cierto, vivimos tiempos de locura y hay que dar tratamiento y seguimiento a la locura. Lo sé, no hay una enfermedad, y locura no define cada caso, pero decir que vivimos tiempos de locura nos dan un diagnóstico claro de nuestra sociedad hoy día.

Otros dirán: si alguien quiere hacerlo, no se puede hacer nada para impedirlo, de todas formas, llevará adelante sus planes y masacrará. Se sentirán satisfechos de la justificación que encontraron, antes de ir a recibir otra contribución millonaria para su próxima campaña diciéndose para sí mismos, quedamos bien con dios y con el diablo, con los votantes y con los comerciantes de las armas. Seremos reelectos.

El Presidente propone armar a los profesores, con fusiles de asalto, evidentemente, si queremos que tengan las mismas armas que el agresor. Las universidades tendrían entonces que adoptar una medida similar para garantizar la seguridad de sus alumnos, los supermercados armar a los cajeros para seguridad de sus clientes, y así sucesivamente. Y poco a poco, paso a paso construiríamos el paraíso de los traficantes de armas: un país, un pueblo, en armas masacrándose entre sí para sentirse seguros.

El país estará conmovido, y más de una lágrima indiscreta aflorará en nuestros ojos. Con el vecino intercambiaremos unas palabras de indignación: ¡cómo es posible! diremos, sin atrevernos a opinar sobre el cómo y el porqué es posible.

Palabras vacías: ¡nunca más!, ¡no están solos!, ¡nuestras oraciones les acompañan! Pero no basta puesto que una semana más tarde estaremos pensando en otra cosa, la vida seguirá su curso, y aquello que no nos golpea directamente se desvanece y nuestras oraciones tomarán otro rumbo.

Aquellos que se esconden tras ambiguas declaraciones esperarán y rogarán que el temporal pase antes de las próximas elecciones y clamarán al cielo que es un derecho, que las armas no matan, son los hombres los que matan, sin decir, son los hombres con fusiles de asalto, con armas de guerra, de destrucción masiva los que matan.

Pediremos una solución, y nos ofrecerán, si tenemos suerte, aumentar el control sobre las armas –y aquí estoy soñando– esperar cuatro días en vez de tres para verificar los antecedentes del comprador, limitar el número de armas de guerra que cada individuo pueda comprar de una vez: tres, cuatro, cinco –¿cuántas se necesitan para una masacre?–, aumentar la edad en que los niños puedan acceder a las armas, puesto que son niños jugando a una guerra que ya no es un juego, que entrega el poder absoluto, aquél sobre la vida y la muerte: a los 18 años, o a los 21 puedo decidir el destino de los otros, a los 21 puedo expresar mi cólera, mis frustraciones, mis resentimientos, puesto que no puedo expresarme de otra manera. Y no contamos aquí las masacres desatadas por adultos, adultos que no tienen la limitación de la edad, adultos jugando a la guerra, adultos enfermos desahogando su cólera, su resentimiento. Y cada bala penetrando un cuerpo ajeno es un discurso, un discurso que se dirige a nosotros, a nosotros y a los responsables de la conducción del país.

Los últimos harán oídos sordos, nosotros, nosotros esperaremos el pan nuestro de cada día y al ver las imágenes de niños saliendo despavoridos de una escuela, de una universidad, trataremos de hacer memoria, diciéndonos: estas imágenes ya las vi, no recuerdo cuándo, dónde, en qué ciudad, no recuerdo el número de víctimas, recuerdo vagamente las lágrimas, los gritos de dolor, el pedido de acción de otra madre, otro padre, otro hermano, no recuerdo un solo nombre de una de las víctimas, y en la mañana saldré de casa y con mi vecino moveremos la cabeza y diremos ¡cómo es posible!

Las estadísticas nos asaltan. De acuerdo al Gun Violence Archive, en el 2017 hubo 545 niños menores de 11 años y 2433 niños entre 12 y 17 años entre muertos y heridos. ¡El horror! Si sumamos los adultos, en el 2017 hubo un total de 11.652 muertos y 23.516 heridos. Pero las estadísticas son solo números, no tienen rostro, no tienen nombres y son más fáciles de obviar o de olvidar.

Y durante una semana los padres, al enviar a sus hijos a la escuela, a la universidad, se preguntarán angustiados si regresarán vivos, o si ese día tendrán que ir a un parking cercano al centro de estudios para esperar la lista de muertos, de heridos, aunque a decir verdad todos son de alguna forma heridos, porque todos quedarán marcados.

¿Soluciones?

Saquen del mercado las armas de guerra, no tienen cabida en una sociedad civil y civilizada. Los comerciantes de la muerte clamarán al cielo su derecho a vender la muerte hasta el día en que sean ellos quienes estén un parking esperando la noticia y rogando en silencio que en la lista no esté su hijo, su hija. #neveragain

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