Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
Michele Castelli
Michele Castelli - ViceVersa Magazine

Otra ocurrencia más del musiú Carmelo

Carora Estado Lara, mil novecientos treinta, año del Señor. La ciudadela de estilo colonial es un punto de encuentro de hombres soñadores dispuestos a progresar con el esfuerzo de sus brazos musculosos, y de sus mentes despiertas y bien formadas. No es ajena a las luchas que en Caracas van librando los jóvenes estudiantes de boinas azules para deshacerse del sátrapa, señor de toda la riqueza del país, pero por la distancia, al contrario de allá, los habitantes piensan menos en la política y buscan cómo hacer más placenteros sus días. En efecto, desde que en la aldea se afirmó el liderazgo del musiú Carmelo, la rutina es historia vieja pues se han abierto talleres de pintura, escuelas de música para personas de todas las edades, albergues que hospedan a ancianos desamparados, tiendas de vestimentas modernas que son la delicia de los jóvenes, y paremos de contar. En fin, no es que cambie del todo la vida bucólica entre los altos álamos temblones de hojas anchas y flores laterales, samanes centenarios corpulentos como los gigantes de cuentos infantiles, pájaros cardenales que abundan en las colinas, y ríos caudalosos donde los chigüires se sumergen numerosos para escaparle al sol. No. Sino que todo, ahora, es más dinámico y la gente cada vez más ávida de cosas novedosas.

Pocas personas recuerdan la llegada a Carora de Carmelo Spaccavento, mejor conocido con el apodo afectuoso de musiú Carmelo. Era un niño apenas cuando lo trajo un tío desde Marsala, escenario años atrás del desembarque de un pequeño ejército de voluntarios que bajo el mando del héroe Garibaldi emprende la campaña victoriosa contra los borbones. Le había dado amparo en su hacienda de ganado un rico propietario de la zona a quien la natura madrastra le tenía vedado convertir en hijos al manantial de espermas que a diario vertía en las entrañas de las mujeres más bellas del Tocuyo. Por eso, con el tiempo, se encariña con el lindo italianito y no sólo le costea los estudios de primaria que para la época era como una proeza reservada a pocos electos, sino que cuando está a punto de expirar en su lecho de enfermo, expresa la voluntad al notario de dejarle todos sus bienes a Carmelo Spaccavento con la condición de que éste nunca abandone, ni venda, ni enajene las ricas tierras concedidas a su abuelo por el legendario General Jacinto Lara, cual recompensa por los servicios prestados a la causa de la patria.

El joven no sólo respeta la voluntad de su amado benefactor, sino que en pocos años consolida la hacienda sembrando, más allá de los pastaderos, árboles frutales y hortalizas de todas las especies. Carora se convierte, en suma, en un centro importante de acopio y de cultura. Porque, al mismo tiempo que va progresando con su finca, el musiú Carmelo recordando la banda de su pueblo en Sicilia que acompañaba la procesión del santo, promueve y patrocina una escuela de música que se hace famosa en toda Venezuela produciendo guitarristas, y arpistas, y cuatristas que con los años se distinguen por su virtuosismo indiscutible. También construye un campo de balompié que es un deporte nada conocido, y una pista a su alrededor para las carreras que recoge más adeptos. En fin, muchas cosas se concretan con el tiempo hasta que un día se le ocurre la más extravagante.

De Caracas llega un joven que dice ser su paisano, y que lo busca para darle noticias de su familia.

– Hola, señor Carmelo – lo saluda cuando por fin una persona amable desde la plazoleta lo acompaña a su casona.

– Soy Robertino, el hijo de Antonio Filippone, tu amigo de infancia en el pueblo de Marsala.

El hombre se emociona al escuchar el nombre de su aldea natal, y le produce una ternura inmensa el recuerdo de aquel amigo con quien compartía los juegos ingenuos de los años mozos. Así que, por un buen rato, persisten ante sus ojos las imágenes del pasado lejano, y siente en el alma una nostalgia que casi lo entristece.

– Bienvenido, hijo – le contesta después de recuperar la compostura. – Qué gran placer. Fue duro el viaje, me imagino, para llegar hasta acá. Espero que te quedes un tiempo con nosotros.

– No creo que pueda hacerlo – responde el joven de inmediato. – He dejado a un aprendiz en el taller mecánico de Caracas quien no es tan ducho, todavía, para atender una emergencia complicada. Cada día son más los coches que circulan por las calles, y los señores dueños se ponen impacientes cuando no se les resuelve rápido una falla.

Al oír de coches y de mecánicos, comienza a agitarse en su silla musiú Carmelo, señal de que algo se está fraguando en su mente soñadora, siempre en alerta, como la de un felino ante una manada de ciervos en la pradera.

– Dime una cosa joven – truena de inmediato, – ¿dónde puedo adquirir un coche para mi uso aquí en Carora?

– El problema, señor Carmelo, no es dónde se adquiera, porque eso es muy fácil – le contesta Roberto con mucha seriedad, – sino cómo traerlo hasta acá. Los caminos no son apropiados. Son estrechos los senderos, y abundan las piedras como bellotas en las encinas.

No se da por vencido el inmigrante, quien tiene fama de testarudo si se le antoja un deseo. Se encierra en su cuarto, como suele hacer si es menester el silencio para pensar tranquilo, y sale sólo al día siguiente cuando el joven paisano ya está acomodado para el desayuno, y para darle las noticias que trae de su familia.

– Bueno, señor Carmelo – comienza a decirle apenas el hombre toma también asiento frente a él en la mesa. – Me marcho en un ratito porque largo es el camino del retorno. He aquí las cartas que les mandan sus hermanos. Discúlpeme si he tardado casi un año en entregárselas, pero es que…

No le da tiempo de terminar la frase, pues es otro el argumento sobre el cual al señor le interesa conversar.

– Oye, joven – dice en un tono ya más calmado, como un padre que le habla al hijo para convencerlo de algo. – He estado pensando mucho en cómo hacer para trasladar a Carora un coche en el cual recorrer la hacienda que por lo extensa empleo, ahora, a caballo, varias horas. Necesito tu ayuda para concretar el proyecto.

Con lujos de detalles le expone el plan, y le propone a Robertino regresarse a Caracas en un carruaje trajinado por cuatro animosos bueyes, con el fin de que lo use para traerse luego, desde allá, el coche desarmado en piezas.

– Llévate este bolsito lleno de monedas – sigue diciendo sin darle chance al otro de expresar sus dudas. – Es bastante dinero. Te servirá para comprar el automóvil, para tus gastos mientras lo desmontes, y también para el viaje de retorno que espero sea muy pronto.

– Pero, señor Carmelo – se atreve a decirle el joven aprovechando un instante en que el hombre se lleva a los labios la taza de café ya frío, – yo no puedo dejar abandonado mi taller, mis clientes, mis compromisos…

– Déjate de pendejadas, hijo – lo interrumpe de nuevo, casi gritando las palabras. – Si quieres hacer fortuna en esta tierra, no se valen romanticismos, ni lloriqueos, ni vacilaciones. Las ocasiones no se dejan escapar. Y yo te estoy ofreciendo una. Anda. Prepara tus cosas que es hora de partir. Cuando regreses, veremos cómo te acomodas. En esta ciudadela el futuro es un libro abierto, sin sorpresas, para quienes no le rehúyen a la gana de mirar lejos. Y mucho más si se les garantiza la bendición de Carmelo Spaccavento.

Roberto se convence. Compra, en efecto, el auto nuevo, un Ford Voiturétte de color gris oscuro, y ante el asombro de su joven ayudante, él también siciliano recién llegado, comienza a desarmarlo, pieza por pieza, a puertas cerradas en su garage. A medida que avanza en la tarea, va embalando las partes en cajas de madera hasta culminar la obra pasado un mes. Carga, finalmente, dichas cajas en el carruaje, y se despide del aprendiz a quien le promete que si en Carora se le da la oportunidad de abrir un buen negocio, se lo hará saber para que vuelva a trabajar con él.

Una vez en la hacienda, el joven mecánico arma de nuevo el automóvil. Impecable el resultado. Sin una arruga. Como un vestido que sale de la plancha de un sastre experimentado. Un coche esplendoroso, mantenido en secreto, hasta que un día después de estar seguro de poderlo conducir sin sobresaltos, Carmelo Spaccavento lo saca de su escondite pavoneándose por las hermosas vías empedradas del casco colonial. Todo el pueblo sale de las casas para admirar aquella carroza bonita que camina sola, sin necesidad de los caballos que la halen. Los niños, por su parte, hacen una bulla tremenda alrededor del coche. Un anciano que mira desde lejos, sin poder esconder el estupor que lleva dibujado en su rostro color del chocolate, le dice a otro sentado en un banco de la plaza: “allí tienes, compadre, otra ocurrencia más del musiú Carmelo. Si no fuera por él este pueblo seguiría siendo la morada perfecta de espantos y aparecidos…”.


Photo Credits: Chile_Satelital

Hey you,
¿nos brindas un café?