Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Oscar Wilde: estertor y gloria

Mi firma estampada en el ejemplar indica exactamente “Junio de 1998”. La firma (se me ocurre ahora) viene a rubricar otra que ya conocía por haber leído una novela, cuentos infantiles y para adultos, teatro, ensayos, poemas (con muchas referencias a la Antigüedad Clásica, en especial a Grecia). Después de haber enseñado El fantasma de Canterville en una escuela secundaria (lo que había producido mofas hacia el autor. Eran fines de los ‘90). También varios datos de su biografía que, lo sabía, habían sido escandalosos para la época (lo seguían siendo para la nuestra y lo seguirán por el momento de modo penoso). Se había educado en el Trinity College de Dublín, una de las instituciones universitarias más tradicionales y prestigiosas de Irlanda, con las mejores calificaciones. Y sabía que era una figura que admiraba por el talento puesto de manifiesto en su poética.

Pero esa firma, para este caso puntual, pertenecía a ese territorio del dolor que yo suelo denominar “sagrado”. El dolor no me inspira lástima, conmiseración. Me inspira en todo caso respeto. En especial si es de naturaleza tan aguda. Y si es afrontado, directamente me infunde una profunda admiración. Me estoy refiriendo al libro La balada de la cárcel de Reading, un poema que tiene unidad temática, formal, una cierta extensión y que da cuenta de la experiencia de Oscar Wilde (1854-1900) en el encierro, durante su confinamiento producto del juicio que perdiera frente al padre de quien era, por aquel entonces, la persona con la que había elegido compartir su vida, conformando una pareja homosexual. Claro que él estaba o había estado, en todo caso, casado con Constance Mary Lloyd, tenía dos hijos, era un triunfador en la literatura de la época, el teatro lo aclamaba, el mundo se rendía a sus pies. Había viajado en giras dictando conferencias por EE.UU., entre otros logros no menos encomiables poniendo de manifiesto su genialidad. Como a los de todo creador deslumbrante que logra darse a conocer, esta suerte le había deparado el aplauso. Una vez dictada la sentencia, la vida en la cárcel, según informa de modo estremecedor, resulta una experiencia indudablemente inhumana. Descorazona escucharlo (sí, escucharlo) declamar algunas frases (porque las escribe entre signos exclamativos), como si se lamentase o aspirara a exculparse de una falta de modo crispado. Y también, el modo en el que piensa, antes que en su propio dolor, en la suerte que correrá un futuro ahorcado que fuera soldado de su Majestad y le espera en lo inmediato la consumación de una sentencia. Un compañero de prisión. No dejó de llamar mi atención este sentido de la generosidad en Wilde, de por encima de su propio sufrimiento, ser capaz de proyectarse hacia otro ajeno.

Resulta curiosa la recurrente invocación a Cristo, a la cruz, a la oración, en un hombre cuya vida había sido, hasta donde tengo noticia, profana e, incluso, pagana. Lo ignoro a ciencia cierta. Esta balada es, probablemente su “canto del cisne”, en su dimensión más trágica, como lo fue en un sentido muy distinto por festivo La tempestad para Shakespeare. Pero diría que para no faltar a la verdad es una declamación, una recitación, de allí tal vez su título: el de una cierta clase de canción, a lo que sumaría una cierta clase de entonación pero también de estribillo. Esa entonación tan propia de los poetas que no dieran la impresión de escribir sino de expresarse públicamente con un afán comunicativo de mucha intensidad bajo la forma de un lamento (en este caso). No por exhibicionismo o una falta al pudor. Tampoco hay estallido emotivo del yo con irreflexivo estilo impresionista. Al estilo de los antiguos aedos griegos. Oscar Wilde era un escritor lo suficientemente profesional como para no caer en esas trampas o, peor aún, en esos golpes bajos. Hay una profunda sensación de humillación en ese preso que ahora es y antes era poco menos que un héroe de las letras. Hay una consternación. De su testimonio (porque se trata de un escrito testimonial además de estético) se desprende el haber transitado otro mundo muy distinto, de haber llegado a este otro, que resulta atroz, inexplicablemente trágico. Se suele hacer referencia a los carceleros como figuras cínicas, deshonestas desde el punto de vista de las emociones. Entre hipócritas o bien con una señalada dimensión burocrática.

¿Por qué habría yo comprado en 1998 esta Balada de la cárcel de Reading? ¿Porque era un libro de escasas dimensiones, yo trabajaba mucho y tendría el tiempo suficiente de leerlo frente a mis prisas? ¿porque estaba enseñando El fantasma de Canterville y quería tener una dimensión estética más completa, una visión de conjunto y más compleja del autor irlandés? Yo vivía aún en lo de mis padres por entonces. Preparaba un departamento para mudarme. Esa morada (o su proyecto en todo caso) me mantenían en un estado de inminencia permanente. Había que hacer toda clase de gestiones y arreglos con personas de los más diversos oficios. Desde electricistas hasta albañiles pasando por herreros. Es casi seguro que no hubiera leído este libro cuando lo compré, sino mucho más tarde. Eso suele ocurrirme. Compro pero postergo lecturas, las dilato porque pienso que tenemos toda la vida por delante, aun siendo selectivos. Y sin embargo, todos sabemos que eso no sucede ni sucederá jamás. Este era un libro que a mí me importaba. Consideraba que era parte de la educación de un escritor conocerlo, saber hondamente, profundamente, en qué consistía el paso por una cárcel referido por un alma exquisita. Acercarme al territorio del dolor, del sufrimiento en su estado más profundo. El libro es de pequeñas dimensiones, la colección es española. Dirigida por Ana María Moix, no hace sino ratificar que se trata de un libro esencial en esa educación que acabo de citar. Y su portada, junto con el título, consiste en dos guantes blancos elegantes, en contraste con un fondo negro incuestionablemente austero. Y también connotativo del duelo o del luto, en todo caso. El lujo, el refinamiento, la sofisticación, frente a un destino de duelo que se jugó más tarde con un desenlace en la derrota, el fracaso y el colapso más absolutos.

Me conmovió por muchos motivos esta Balada de la cárcel de Reading leída el año pasado en un rato (es un libro breve). Escuchar reflexionar desde un terreno dramático (con la carga propia de un pathos emocionante) a un alma aristocrática en su acepción sensible pero rodeada de las condiciones más abyectas. Ello no deja de resultar una invitación a la que uno difícilmente se resiste a renunciar para reflexionar en torno de muchos temas. Hay infinitos matices en el libro. Pero probablemente lo que más llame la atención sea la construcción de este “nosotros” inclusivo (los presidiarios), que él como un abogado defiende desde la palabra potente, porque se compromete con ellos. Frente a una alteridad inhumana encarnada en los guardia cárceles, los curas, el director del presidio. En este antagonismo (me parece) se resuelve y se disuelve una hermandad y una diferencia cualitativa en la que queda en claro quién es quién en ese espacio claustrofóbico y delimitado por muros y por rejas desde el plano de la ética. Que fue una dimensión a la que Wilde jamás se sustrajo. Queda en claro físicamente y queda en claro simbólicamente. Oscar Wilde plasma, mediante una mirada íntegra aplicada al semejante con palabras acertadas, una situación tremenda. Hay un perímetro que ubica a cada uno en un lugar diferente. De la víctima al victimario. Pero también había otra dimensión que yo comprendí que tenía delante de mis ojos: Oscar Wide deja un testimonio de la vida carcelaria como acontecimiento de un altísimo voltaje con una vigencia histórica y de naturaleza actual. Teniendo en cuenta lo que son las cárceles argentinas, las victorianas no serían mucho mejores y seguramente el impacto emocionante de vivir en su seno durante largos años, provocaba el mismo resultado.

La mirada persecutoria y de buitre de los guardia cárceles, (también hipócrita) frente al testimonio único y sutil de un alma doliente, dibujan un contrapunto primordial. De los guantes de lujo pasamos al uniforme gris probablemente a rayas. Y de la exclusiva sala de teatro al escenario de una pasión sin precedentes: un patio en torno del cual se gira en un movimiento geométrico no por perfecto sino por su circularidad paralizante. Y de una cárcel en la cual solo se atisba el mundo mediante diminutas ventanas. A las que él apuesta y a las que él se asoma con ánimo de evitar esa asfixia de naturaleza brutal. La cárcel es un lugar en el que se es más observado de lo que es posible observar. U observarse. Pero Oscar Wilde (o el yo lírico en todo caso del poema, digamos) no se priva de mirar el cielo, la forma de las nubes, por entre esos resquicios. Ni menos aún de escribir. Digamos que hay ciertos privilegios que le otorga su talento y su don a los que no está dispuesto a renunciar jamás.

Diría entonces que entre esos guantes de lujo y estas manos callosas, lastimadas, heridas, sangrantes (como su ruiseñor y su rosa), yace el abismo que separa al hombre de una decisión de la que se hace cargo sin lugar a dudas pero que al mismo tiempo encarna un escándalo además de una afán confrontativo que él asumió o, peor aún, la lucha contra un enemigo. Hay una rebelión que no calla porque la palabra no puede permanecer ajena a la injusticia. A lo ilegítimo. Y a lo atroz.

¿Pagó un costo alto Oscar Wilde por vivir como efectivamente lo deseaba? Pienso que de ese hombre exitoso a este paria evidentemente se traza el itinerario que termina por desconocer su propia esencia. No obstante, su dignidad permanece incólume.

Cristo invocado, la cruz, un crucifijo, la oración. Todos elementos que conducen a pensar en una conversión. Y en una suerte de reconsideración de lo vivido a la luz de lo que se está viviendo. O de reconciliación con algo que, quizás, siempre estuvo pero nunca se declamó y se decantó por los motivos que fueren. Cierra el poema con los siguientes versos, que reproduzco:

“Y todos los hombres matan lo que aman,
que lo oiga todo el mundo,
unos lo hacen con una mirada amarga,
otros con una palabra zalamera,
el cobarde con un beso,
¡el valiente con una espada!” (P. 45-46)

La pregunta que queda flotando, de modo irresoluto, me parece a mí, no sé qué opinan, sería ¿en cuál de todas estas opciones o decisiones sentiría, en tal caso, haber incurrido o procedido Oscar Wilde? ¿en la última, de ellas, tal como sugestivamente lo desliza? ¿o en más de una? ¿no es posible encontrarse en todas ellas, a sabiendas de que la humanidad goza de atributos que contienen desde lo más mezquino y miserable hasta lo más noble? La pregunta persiste, insiste, como un eco que no se silencia, como si el poema se proyectara en otro poema que no está escrito y así sucesivamente. Tampoco es necesario que eso ocurra. Tal vez seamos nosotros quienes estemos llamados a hacerlo. Según nuestras propias premisas. Y según nuestra propia ética. Además de la ética de nuestra más íntima humanidad.

Finalmente, les propongo que nos proyectemos al siglo XXI. Estamos en Francia, aún la pandemia no ha cundido. Aún somos libres. Pero ¿lo somos verdaderamente? Lo cierto es que el nieto de Oscar Wilde, hace unos años (evoco en un flashback) dijo que habían debido colocar en torno de su tumba un protector (entiendo que de vidrio o material similar, porque es transparente, tal como lo permite apreciar cualquier fotografía) debido a los innumerables besos y demostraciones de incondicional afecto profesados hacia ese mausoleo ubicado por mujeres en el Cementerio de Pére Lachaise, París, manifestados desde el orden de lo físico. Los varones tocaban su tumba dejando la impronta de una admiración in memoriam que les llevaba a manifestarse de ese modo.

La vida de Oscar Wilde, entonces, condensaba en una parábola simple y compleja a la vez las contradicciones y los vaivenes de una biografía genial en la literatura, grácil en la poética, pero trágica en su biografía, en sus días finales. Estas parábolas en la Historia literaria suelen abundar y hasta abrumar: hombres o mujeres de genio cuyo destino inicialmente de gloria en su punto culminante desata el dramatismo de una tragedia (entre otras variantes). Lo cierto es que me interesó verificar el modo como las condiciones de recepción en torno de la poética de Oscar Wilde en estrecha relación con su biografía, evidentemente ya a esta altura eran otras. Del repudio social de la época victoriana, de ese vacío en el que la pronunciación de su nombre seguramente ya sería indicio de sanción, a esta adhesión prácticamente unánime, aplaudida (al menos por parte de buena parte de la población mundial seguramente lectora o siquiera al tanto de su biografía, gente toda muy distinta).

Había habido un triunfo celebrado. Había habido una denigración y descalificación brutal hacia su persona. Había habido una reivindicación post mortem. Esto es: me interesó este modo que tiene el campo de la literatura a nivel internacional incluso de funcionar según exclusiones e inclusiones también en el canon en torno de ciertos autores o autoras en relación estrecha con un biografismo de cuyas remezones siempre los críticos estamos procurando despegarnos. En efecto, intentamos deslindar biografía de textos prácticamente bajo la forma de un mandato.

Pero ¿es eso posible en el caso de Oscar Wilde? ¿es posible comprender su poética sin comprender su vida? ¿podemos leer La balada de la cárcel de Reading permaneciendo ajenos a sus circunstancias de confinamiento aberrante? ¿cómo no leer ese poema ignorando las condiciones de producción y enunciación en el marcos de las cuales había sido producido? Los teóricos contemporáneos, lo he leído en sus trabajos, hablan hasta de “la muerte del autor”. Esto es: de la noción de autor como posesión y circulación de los discursos en la sociedad ya ausente, ya carente, ya caduca: los discursos circulan, no tienen amo, no tienen incluso firma en determinado momento de su posesión. Foucault ha sido el responsable de uno de estos escritos.

Ahora bien: ¿es posible distinguir el orden biográfico del textual en todos los casos, en que la historia de un hombre o una mujer están tan tramadas con la recepción de su poética? Pienso que no. Para el caso resulta trascendente conocer la biografía de Oscar Wilde, conocer las condiciones en las que vivió y, sobre todo, murió. Leer La balada de la cárcel de Reading y leer De profundis, un libro amargo que hace muchísimos años conocí, consiste en una experiencia de orden desgarrador. Lo cierto es que ambos libros conforman un díptico que resulta imposibles de leer en todo su alcance sin estar al tanto de las circunstancias en que fueron escritos, dónde lo fueron y por qué lo fueron. También, dejan por ese mismo motivo, si uno llega a conocerlos en profundidad, una impronta potente. Inolvidable, me atrevería a decir.

Escribe Borges: “Observa Stevenson que hay una virtud sin la cual todas las demás son inútiles; esa virtud es el encanto. Los largos siglos de literatura nos ofrecen autores harto más complejos e imaginativos que Wilde; ninguno más encantador. Lo fue en el diálogo casual, lo fue en la amistad, lo fue en los años de la dicha y en los años adversos. Sigue siéndolo en cada línea que ha trazado su pluma”, Esta cita, que extraigo de su libro Biblioteca personal(Prólogos), (p. 58) da cuenta de algunas coas que no quisiera dejar pasar. Me apresuro a decir dos cosas. Que existan “autores harto más complejos e imaginativos que Wilde” corre por cuenta de Borges. Me parece, como buena parte de las afirmaciones de Borges, arbitraria. Wilde no careció de imaginación ni de complejidad. Con solo echar una mirada a sus cuentos y a sus novelas, a su dramaturgia eso se vuelve particularmente evidente. Su crítica literaria es demoledora. Eso por un lado. Y que este “encanto” que Borges le atribuye a Wilde, sea lo que haya conducido a la perdición al autor irlandés puede que sí haya sido la razón de su tragedia. Pero no sería tan taxativo. Es cierto. Quien es encantador seduce y suele buscar seducir. Eso por un lado. Por otro lado, todos sabemos que la seducción contiene siempre un doble filo peligroso. Puede provocar terribles catástrofes en la historia de una persona. Los grandes seductores y las grandes seductoras han cometido graves desatinos, lo que los ha llevado a la desdicha cuando no a un destino, en ocasiones, mortal. No siempre, claro está, pero en muchos casos. Lo que no es necesariamente sinónimo de que alguien que sea seductor o encantador tenga un destino trágico. Pero concedo que es más susceptible a los peligros de la vida. Como diría el excelente escritor argentino Rodolfo Rabanal, se trata de “Los peligros de la dicha”.

Este encanto de Wilde por el que muchos lo leen, otros no lo leen, muchos hacen crítica literaria sobre su poética, otros lo estudian en los colegios, otros seguramente procurarán imitarlo y, por último, doy por descontado estarán los chismosos que nunca faltan que hacen de la vida un teatro patético de versiones para desprestigiar a las personas, fue un factor decisivo de su suerte.

Como bien lo señala Borges, ese encanto se mantuvo invariable en circunstancias de fortuna u hondo pesar. De fortuna o infortunios. Si bien he sido un lector asistemático e incompleto, discontinuo y desordenado de su obra (quiero decir, no es un autor que tenga trabajado), sí diría que cada uno de sus libros cautiva, denota inteligencia (ignoro si esta tan “harto más compleja e imaginativa” virtud que Borges prescribe para la literatura resulta tan imprescindible, pero en fin, es su punto de vista) y cada párrafo denota humanismo y sentido de la ética, en ocasiones disfrazado (y solo disfrazado) de frivolidad, ingenio u ocurrencia. Da cuenta de una mirada sobre el universo que responde a un principio universal que justifica la existencia por un fundamento ético. Esto me merece primordial respeto por su dignidad. Me admira en un creador y no lo considero ni una pedagogía ni fuente de didactismo. Sino una concepción del sujeto en sociedad y en su relación con el semejante en el seno de una poética en diálogo con la sociedad. No recuerdo una sola de sus obras carente de principios. Especialmente sus cuentos infantiles los tienen en abundancia. Ignoro las circunstancias menudas acerca de cómo tuvo lugar el escándalo más que a grandes trazos y tampoco me interesa hurgar en ellas en un comadreo canallesco. No hago de la literatura un conventillo. Pero sí considero que había valores en Oscar Wilde que quedaron plasmados en una poética que no permaneció ajena al dolor, al sufrimiento, (su ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo” constituye una prueba contundente de ello, de una ideología de la solidaridad). Pero también al humor, a la seducción, a la felicidad, a la fidelidad

Y en este friso en que la vida se confunde de modo casi difuso con la poética, hay un Oscar Wilde entero, que no perece. Es precisamente el que rescata esa veneración por su tumba de la que informaba su nieto. Una veneración que se traduce en esos gestos espontáneos de expansiva devoción. Y que lo aventaja respecto de creadores despreocupados y frívolos en su relación con el semejante. De los hedonistas (aunque pueda parecer que Wilde eso fue). Y naturalmente de los mediocres. Los valores y los principios: esto hace a la diferencia entre uno y otros escritores. Y es por ese motivo, creo profunda, intensamente yo, fue necesaria esa placa protectora para una tumba por la que se profesaba, por sobre todo, la combinación exacta entre piedad y perenne admiración.

Hey you,
¿nos brindas un café?