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El ojo que nos mira

Umberto Eco dice en De la estupidez a la locura (aunque el título dantesco original, Pape Satán aleppe era mucho mejor) que, como la gente ya no cree realmente en Dios, necesita desesperadamente un testigo. Uno que se compadezca de su dolor, uno que se alegre de los triunfos.. Es decir, estamos construyendo a propósito –y desesperados- una red omnipresente que vigila nuestros pasos y, al mismo tiempo, nos convertimos en videntes, en semidioses que saben las cotidianidades igual de celebridades, amigos o los conocidos de nuestros conocidos. Creemos que el árbol no suena al caer si nadie está para oírlo.

Una investigación de la Asociación Española de Neuroeconomía revela que, en efecto, nuestro cerebro se modifica al crear las conexiones de acción-recompensa similares a las de cualquier adicto. Nos estamos condicionando como perro de Pavlov. Estamos fundando un instinto. Los gatos, por ser de origen desértico le tiene aversión al agua y lo mismo van a sentir nuestros sucesores con la privacidad.

Esto va de la mano con la noción de permanencia. Ya pasó la premisa de ser polvo a polvo, de cruzar el Valle de Lágrimas medieval para llegar al edén prometido, la idea de que ni la inmortalidad literaria valía la pena de todos esos autores anónimos. Con el siglo XX viene la idea del legado popularizado –que nada tiene que ver con la idea de gloria de los antiguos-, sea este la inmortalidad del celuloide hollywoodense, la marca registrada (y ojalá aún rentable) del American Dream, quizás empotrarse a la fuerza en la cultura o la ciencia con un Premio Nobel.

Pero el siglo XXI trae la inmortalidad de acceso gratuito para unas 1.590 millones de personas. Todas las redes sociales son un archivo imperecedero de cada asunto de nuestra vida, una bodega de cobre con nuestras fotografías, una hemeroteca de todos nuestros pensamientos.

Esa pequeña huella documental que siempre tuvimos nosotros -los mortales sin biógrafos ni cronistas-, de certificados de nacimiento o defunción o matrimonio, de álbumes familiares o retratos en óleo, ya sirve de poco. Tenemos toda nuestra evidencia de que existimos en ese limbo platónico donde se tiene registro irrefutable de qué desayunamos el 7 de mayo del 2013.

Asimismo nuestra opinión (de películas, de locales, lo que sea) tiene toda la posibilidad de viralizarse, de replicarse n cantidad de veces, entonces, ¿por qué no compartirlas? No es solo la idea del legado: es el poder. De igual forma que Goethe y Marylin Monroe pusieron el suicidio de moda, o un programa animado movilizó cientos de fanáticos a pedir en berrinches una salsa en McDonald’s, los usuarios de redes sociales temblamos ante esa idea: esa jurisdicción total sobre la vida ajena con nuestros posts.

Cuando nos expresamos en redes sociales, damos órdenes indirectas, denunciamos malos tratos para que las compañías nos compensen, que la gente compre el libro que nos gustó, que pongan comentarios amenazantes a quien hizo un comentario que consideramos ofensivo, que censuren páginas chocantes. En fin: somos entes políticos, somos tomadores de decisiones, el vox populi es un animal domesticado bajo nuestras teclas y si tenemos que sacrificar nuestra privacidad por esa sensación embriagadora de ser un Julio César, lo haremos.

En todo caso, la muerte igualadora ya no tiene la misma fuerza que el balanceador social que son estos métodos. Cuando Donald Trump suelta un tuit, nos da la cabida de ser iguales a cualquier poderoso. Todas nuestras opiniones son válidas. Los creadores de memes, los influencers, los que dan consejos de maquillaje tienen el mismo alcance que Putin o Snowden o quiénes lo usaron como arma de denuncia durante la Primavera Árabe. Y puede que nosotros no tengamos el mismo público con nuestra flecha, pero nos contentamos con saber que tenemos el mismo arco con el que lanzarnos.

Ya no podemos evitarlo: hicimos el trueque. Dimos nuestra privacidad, desde los más pequeños detalles de nuestros días cotidianos, a cambio de que nos vea un Dios que son un millar de ojos atrás de una pantalla, de tener un legado digital y la posibilidad de influenciar en otros. Y lo peor, no nos damos cuenta que si todo árbol cae a la vez en este desmesurado bosque virtual, somos solo una vox clamantis in deserto: nadie va a ponerle atención a nuestra caída.

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