Las desgracias solo se permitían a las reinas, a las damas de abolengo, a las señoras Miniver, a las Marionas Rebull y a las vedettes del music-hall. En cuanto las desgracias ocurrían a italianos mal vestidos y con cara de hambre, eran rechazadas de inmediato porque era cierto lo que decía la señora Luisa: para pobres, los de Barcelona. Y para consuelo de pobres, los cines de barrio y el tecnicolor.
Terenci Moix
El país multicultural, aunque muy a pesar suyo, donde desde los albores del nuevo milenio ha ido abriéndose espacio una población cada vez más mestiza, contrasta ampliamente con el del franquismo, cuando era el español quien se veía forzado a emigrar huyendo de la represión y la miseria.
Si por un lado la dictadura borró, como indicaba El correo catalán en febrero de 1939, “los nombres de indeseables y extranjeros dados por los rojos a las calles y plazas, estableciéndose las de los héroes y mártires de la Patria”, por otro anuló cualquier intento de hacer un cine abiertamente vanguardista, y suprimió toda posible enfoque de la mujer como ente activo, poniéndola más bien al servicio del “Glorioso Movimiento Nacional”. Tal representación movilizó los géneros por excelencia de las dos primeras décadas del franquismo: el drama histórico y el cine folklórico.
De todas las variantes de lo cursi, la más fértil es posiblemente el drama histórico; no solo porque distorsiona la memoria escrita, sino porque permite manipular la conciencia colectiva a través de los paralelismos entre la cronología pasada y presente. Ello tuvo durante la dictadura objetivos muy concretos, pues se abocó a la simulación de episodios representativos del “ilustre” pasado español en un presente donde prevalecían el atraso, las estrecheces y el desencanto, buscando así estimular la fe patriótica y fomentar la unidad nacional desde el exceso.
“La comedia española por excelencia, la más crispante y con el tiempo más divertida, es el drama histórico. En este apartado Cifesa ocupa un insustituible primer lugar”, nos dice Pedro Almodóvar. Tal afirmación, a partir de la primera productora nacional (la Compañía Industrial Film Española, S.A., fundada en 1932), primordial en hacer del cine español una industria, se encuentra avalada por una filmografía sustanciosa dentro del género de época: El último húsar (1940), La princesa de los Ursinos (1947), Locura de amor (1948), Alba de América (1951). Y para otras productoras: Goyescas (1942), La nao Capitana (1946), Reina Santa (1947), Violetas imperiales (1953) y La Tirana (1958).
Películas todas, “de qualité para las clases medias nacientes”, que buscaban recobrar en la apoteosis de trajes, joyas y decorados, el esplendor del imperio perdido. Ello, a la vez que permitían olvidar momentáneamente al pueblo, el olor de la picadura, el sabor del pan negro y las farinetes; o los remiendos al único par de medias de nilón, arrancado con gran sacrificio al estraperlo, y del cual ninguna mujer podía prescindir. Pues no podemos perder de vista el hecho de que, para ese entonces, el lugar erótico no residía en la piel sino en las prendas interpuestas entre la mirada y la envoltura natural del cuerpo, velándolo para develarlo.
En tal sentido, cotillas, mantillas, polisones, refajos, fajas y batas eran los significantes del lenguaje erótico, puestos a ofrecer la apariencia de un cuerpo prometido, pero prohibido de acuerdo a los dictados del catolicismo. Cuerpo culpable entonces de las flaquezas morales del “casto varón español”, quien debía conformarse en pantalla con imaginar las formas encubiertas por la rotundidad del traje. Y es que durante el franquismo fue la ropa la que activó el deseo y estructuró el imaginario seductor; fue el vestido el que generó el discurso sexual y, en definitiva, lo que el cine de la dictadura aprovechó a su favor, imprimiéndole así su sello al kitsch histórico y folklórico.
Si, como suponía Ramón Gómez de la Serna, el sentimentalismo asociado con la decadencia predispone a lo cursi, no es de extrañar que los films antes citados pudieran oscilar tan fácilmente de la exaltación nacionalista a la tragedia romántica, dentro de un marco donde la precisión histórica quedaría supeditada a las exigencias del guion. De este modo, y a semejanza del cine hollywoodense de aventuras protagonizado por Errol Flynn y Tyrone Power, los directores españoles aplicaron la fórmula de la intriga político-amorosa, pero añadiendo el ingrediente folklórico que daría justamente su peculiar sabor a la producción nacional.
Una producción, que ocultaría el cuerpo femenino simulándolo a los ojos del espectador, obligado o no, dependiendo de su tendencia política, a ensalzar episodios heroicos de los vencedores tales como la unificación de la Península y la expulsión de los moros (Locura de amor), el predominio de Castilla sobre las autonomías (La nao Capitana) y el Nuevo Mundo (Alba de América), el poder de la nobleza castellana y andaluza en la corte madrileña (Goyescas, La Tirana), y la influencia de España en la corte napoleónica (Violetas imperiales). Con ello el régimen adoctrinaba al público de la postguerra, a la vez que se justificaba como continuación natural de la historia ibérica, articulada en base a imposiciones e intolerancia hacia la diversidad.
“Cuando Castilla habla todas las voces escuchan. La voz de esta muchacha ha logrado la unidad nacional”. Estas palabras de un oficial de la nao Capitana, dichas mientras una joven de virginal pureza en el rostro, encuadrado por un primer plano, canta ataviada con el traje regional castellano típico, de cierto modo encierra la esencia del kitsch histórico cinemático cifrado en el vestido, dado su poder de abarcar, en un solo plano-secuencia, el desplazamiento instantáneo de lo sublime a lo grotesco que exige el momento kitsch.
El lenguaje de la ropa tiene, en Goyescas y La Tirana un idéntico trasfondo kitsch, que se asocia al exceso en el uso de la reproducción y la copia de la obra de Goya. Así, en Goyescas, el doble retrato como maja de la Duquesa de Alba, le permite al director Benito Perojo tejer las intrigas de dos mujeres enamoradas del mismo hombre. Dos mujeres que son la misma: Imperio Argentina, interpretando a la maja Petrilla y a la condesa de Gualda simultáneamente.
A lo largo de la película, la cámara llevará al kitsch el referente pictórico al presentar, tanto un plano de conjunto donde la actriz aparece en la misma posición que la Maja, vestida por supuesto; como el travelling donde, vestidos de época, los actores reproducen “al natural”, es decir, trasladan al hiperreal, las escenas campestres y taurinas de Goya. Este último conjunto conforma una sucesión de “cuadros vivos” o tableaux, aprovechados por Perojo para introducir lo que en el cine español representó la apoteosis de lo cursi: los números musicales.
Invariablemente la estrella del film, ya fuera Imperio Argentina, Juanita Reina, Estrellita Castro o Paquita Rico, entraba resueltamente a escena con un balanceo de faldas, animada por las palabras —siempre las mismas— de “sí, venga mujer, canta”. Se borraba así toda alusión al contexto histórico a favor del kitsch folklórico puro, que en Goyescas alcanza su punto álgido en la escena donde, en un juego de plano-contraplano, se nos presenta el duelo de tonadillas entre Petrilla y la de Gualda.
Igualmente situada, como indica la caja del CD, “en el ambiente fascinante y romántico del Madrid dieciochesco”, La Tirana de Juan de Orduña recurre a la kitschifización de Goya mismo no solo en sus cuadros sino literalmente, ya que el artista resulta ser uno de los protagonistas del film. Aquí funge de amigo de La Tirana, interpretada con más salero que desempeño por Paquita Rico, y hace de mediador en la lucha a muerte entre dos nobles por el amor de la cantante. Ello le obliga a dedicar toda su energía a la intriga amorosa, quedando su trabajo pictórico a un lado, cual si fuera solo el guion de la película lo que diera sentido a su obra. Esta transposición referencial se traslada antes, durante y después de los números musicales a los cuadros, que reproducen como en Goyescas las escenas taurinas y ciertos retratos para los cuales —frenesí del desparpajo— la Tirana misma modela, cuando no está cantando tonadillas o interpretando a heroínas de la tragedia griega.
El pastiche postmoderno avant la lettre resultante, lleva al personaje de Paquita Rico a una doble simulación, pero ya no en cuanto a la identidad, tal como sucedía con el interpretado por Imperio Argentina, sino en lo que a la representación misma respecta. Pues sus trajes acaban por brindarnos una Antígona a la flamenca: encumbramiento del kitsch del vestido, que logrará sus cuotas máximas de irrisión en los desafíos entre las vaporosas batas con volantes de la Tirana, y los sobrios vestidos cerrados de Virtudes, su doncella y espía del hombre que la pretende, interpretada nada menos que por Nùria Spert, quien posteriormente alcanzaría amplio reconocimiento internacional como actriz dramática y directora de escena en obras clave del teatro clásico griego.
Por su parte Violetas imperiales de Richard Pottier, trivializa las razones de Estado que llevaron a la unión de la monarquía española y el imperio napoleónico, a través de lo cursi del vestido que Eugenia de Montijo necesitaba para ir al baile del Emperador y seducirlo. Filmada enteramente en decorados puestos a simular la Alhambra y París, la película combina el kitsch folklórico y el histórico con el candor del cuento de la Cenicienta. Aquí don Juan de Ayala, interpretado por Luis Mariano, el ídolo de las jóvenes aletargadas por los preceptos santo- fascista de la Sección Femenina, capitaneada por doña Pilar Primo de Rivera, le pide a un grupo de costureras que abandonen su asueto dominical y, como el hada madrina de aquella historia, cosan el vestido para Eugenia en una sola tarde.
Carmen Sevilla será el eje del kitsch folklórico, al interpretar a una gitana enamorada de don Juan, que predice el porvenir, se vuelve dama de compañía de la Emperatriz Eugenia, taconea con garbo por la corte francesa, e interpreta una zambra en algún “colmao” granadino. Ello, además de constituirse en el eslabón entre la ingenuidad del género folklórico y el melodrama de los llamados woman’s films cuando, travistiéndose como si fuese Eugenia, arriesgue su vida para salvar a la Emperatriz, en un gesto que le ganará el amor de don Juan aunque solo sea una gitana “forrá de seda de arriba abajo”, y podrá alcanzar la meta más codiciada por las jóvenes de la dictadura: casarse con el príncipe de sus sueños.
Pottier enfatizará el hiperreal de la trama mediante una exuberante puesta en escena, opacada sin embargo en los planos de conjunto por las enormes faldas, polisones y miriñaques de las protagonistas, siempre a punto de arrasar con los candelabros, chifonieres y bibelots, puestos a citar desde el rococó hasta el estilo imperio, pasando por el mozárabe y, especialmente, el regional del sur español. Pues no debemos olvidar que a lo largo de la dictadura, el cine buscó ocultar las diferencias culturales existentes en la Península bajo la vestimenta asociada con el kitsch folklórico andaluz, a fin de venderle al mundo la imagen de una España donde en todas partes se bailaba flamenco y se tocaban las castañuelas.
De hecho, son sin duda los films netamente folklóricos los que fueron más aplaudidos por el gran público de aquellos años, pues abarcan el conjunto de elementos propios del carácter local con los cuales dicho público se identificaba. Elementos estos que transpuestos exhaustivamente al cine del franquismo se estereotiparon, constituyéndose las películas en invalorables compendios de los cursi, tal cual veremos en la segunda parte de este artículo.