Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

Ocaso brutal y pestilente

Perlen fischerey
Perlen fischerey

Las ruinas de Nueva Cádiz no terminaron pareciéndose a lo que imaginaba. Pero desde entonces las recuerdo tal y como las imaginaba y no cómo terminaron siendo.

Mi padre nos llevó muchas veces. De vez en cuando hago memoria y no logro desenterrar siquiera una anécdota que refiera al motivo de la primera de las visitas y pueda explicarme, casi treinta años después, a que se debía mi fascinación, mi embeleso, mi morbo por ese pedregal espinoso y ardiente.

Ciudad primigenia. Delirio de perlas.

En aquel tienpo florescientes de españoles, donde por las muchas perlas que se sacaban entónces, ocurría mayor número de jente, que a las demás partes de la costa, a hazer esclavos y gozar de la rriqueza y pesquería de perlas. Bajo el cielo de fuego, el alboroto de los navíos y de los trenes pesqueros llenaba el ambiente perezoso. Las olas reverberantes se dilataban en un espasmo.

Pienso en Cubagua a menudo. En su absoluta aridez. En sus caserones de piedra disfrazados de Castilla. En el agua de Cumaná que la hacía soportable. En su bullicio de naos hinchadas de perlas. En sus cardonales. En sus cangrejos. En llegarle en peñero con mi padre, mi hermano y mis cinco primos. En las recompensas de empanadas de mi abuela. En la ermita de la Concepción. En catorce generaciones que me amarran a Ana de Rojas. En la hermosura macabra de aquel barco hundido. En saltar al agua en lo azul oscuro. En “¿qué habrá en el otro lado?”. En “¿los españoles construyeron ese faro?”. En “¡qué bella se ve desde aquí Macanao!”.

Pienso, sobre todo, en el maremoto que ahogó a Nueva Cádiz y acabó de sellar su suerte de primigenia caída. Porque, después de todo, siempre he sido presa fácil del embrujo épico de las catástrofes grandiosas. Precisamente ese embrujo explica el que se mantengan tan presentes mis memorias infantiles de las ruinas: las de cada casona, las de cada galeón, las de cada colonia de ostras. Inmateriales. Invisibles. Ausentes.

Pero esta noche me asalta una imagen distinta. La de una cuadrilla de doncellas guaiqueríes, esclavas de una villa sedienta y voraz, condenadas a desvirgar ostiones y arrancarles sus secretos minerales. La de mogotes de entrañas desfloradas, corrompiéndose bajo el calor soporífero del Caribe y almizclando a la villa con un vaho hediondo que enloquece a los moscones y condena a las señoras, a los niños, a las putas y a los curas al encierro de las casas, de la iglesia, de la ermita. Y si arriba se encarroñan los moluscos, abajo se anegan los pechos.

La frialdad continua del agua los penetra, y así todos comúnmente mueren de echar sangre por la boca, por el apretamiento del pecho que hacen por causa de estar tanto tiempo y tan continuo sin resuello, y de cámaras que causa la frialdad.

Esta noche no consigo ahuyentar de mis pensamientos la imagen de la alborada pestífera de Venezuela.

Acaso porque acabamos de presenciar su crepúsculo. De padecerlo.

Esa ilusión que fue Venezuela—esa promesa, ese arraigo que fue Venezuela—comenzó a desvanecerse en mí la tarde en que miles de almas fueron abandonadas al fango iracundo de la montaña, inmoladas en beneficio de una contundencia política innecesaria. Barro, peñascos y cuerpos moldeaban un nuevo litoral a la par que un charlatán al que hoy llaman eterno se arrebataba, ebrio del timbre de su propia voz:

—¡Si la naturaleza se opone….

Y se opuso.

Con quince, veinticinco, treinta mil inmolados comenzó la puesta del sol en nuestro rincón del Caribe.

Son tantas las cosas que repugnan de este atardecer. Cientos de miles de asesinados. Morgues que no dan más. Buques y buques de comida importada para podrirse. Refinerías que estallan. Trabajadores chamuscados. Medicamentos vencidos. Las caballerizas de los nuevos burgueses. El gas de sus flamantes aviones. El tufo asfixiante a escocés y a champán con que celebran—en Madrid, en Nueva York, en Maturín, en Paris, en La Habana—sus triunfos pagados con la ruina colectiva. La abyección de una justicia dedicada a tejer la impunidad. La indolencia—no, la indolencia no: el regodeo—frente la dispersión de las familias. Tanta genuflexión, tanta reverencia cursi y servil ante un cuatrero entronado monarca de una república. Tanta represión ejecutada al arrullo macabro de su voz espectral. Tantos miles de cuerpos emponzoñados por plagas que habían sido erradicadas. Tantos enfermos terminales que no tienen que serlo. Cárceles devenidas en infiernos. Estudiantes mancillados. Delincuentes celebrados. La sorna. Todos los días la sorna. Las risas frente a la tragedia. El descaro. La impudicia. Los insultos. El lenguaje infecto que vuelve víctimas a los victimarios…

El amanecer de Venezuela estuvo marcado por los vapores nauseabundos de ostras e indios podridos bajo el sol. Duele comprobar—insomne en la larga noche de este destierro—que su triste ocaso haya resultado igual de brutal y pestilente.

Hey you,
¿nos brindas un café?