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Adrian Ferrero

Obra en cinco escenas en torno de la salud mental

Acto único

(la acción se desarrolla en La Plata, Argentina, durante el año 2021)

Escena Uno: En un restaurante, en una mesa de escritores e intelectuales, varones y mujeres, luego de la presentación de un libro de uno de ellos. Estamos hablando con una escritora sobre distintos temas. A punto de, menú en mano, solicitar el plato que hemos elegido. En un momento, en que la conversación deriva hacia nuestras vidas privadas sin entrar en intimidades demasiados comprometedoras (no es el momento ni el espacio para hacerlo), la escritora, a quien conozco bastante de cerca, explica que no se ha sentido bien anímicamente en los últimos tiempos. Y que ha comenzado a asistir a consulta a lo de un médico. Ella dice solo eso. A secas. “Un médico”. De pronto, algo la detiene o ella misma se detiene de un modo no demasiado consciente de lo que está haciendo. Un impulso de naturaleza espontánea. Como si socialmente fuera habitual hablar de ese modo o no fuera habitual hablar de otro. Menciona, de pronto entre susurros, que es un médico psiquiatra y que le ha administrado medicación. Algo renuente a su propia declaración, pareciera arrepentida inmediatamente luego de lo que ha confesado como si hubiera sido una falta o una infracción al pudor o a la ley social. Acaso una confidencia excesiva que se aspiraba fuera inconfesable. O como si hubiera sobrepasado el nivel de discreción que tal confesión admite en una reunión aun con personas próximas a ella en el afecto que jamás la juzgarían por motivo alguno en tal sentido. Ella está al tanto de que yo padezco un problema de salud mental estando sin embargo con bajo tratamiento exitoso. Razón de más para tomar este capítulo de su vida con total naturalidad. Pero hay una resistencia. Una enorme dificultad. Una batalla interior que ella está librando (yo lo percibo) entre lo que quisiera poder transmitir y lo que en verdad siente que puede. Un límite, una barrera que no debe sobrepasar por temor a la sanción social. Una incapacidad para asumir que lo que le ha sucedido o por lo que está atravesando tenga que ver con esta clase de problemas de salud “mayores” o “menores”. Ella afirma que es “menor”. Esto es: no es “grave”. Si fuera grave estoy seguro de que ni siquiera se atrevería a referirse a él. Yo quedo atónito. ¿Qué hay de tan vergonzoso, o que pudiera avergonzarla en todo caso, en afirmar delante de alguien que ella sabe es discreto, que jamás traicionaría su lealtad de amigo, como para dispersar un dato semejante entre el entorno? No lo haría absolutamente con nadie. No lo haría jamás. Pero el prejuicio esta vez ya no es el temido por que la afecte por terceros que puedan juzgarla en forma directa. Sino por otro que subyace a su propia subjetividad, de una enorme intensidad al punto de prácticamente silenciarla. Intrusivo de su libertad subjetiva porque es represivo. Ella dirime una batalla entre hablar o callar. Decir que “va a un médico” está bien. Pero no dice “Voy a un médico Psiquiatra”. Ello no es admisible a sus ojos. Ahora bien: decir que es un “médico Psiquiatra” con quien de seguro está realizando alguna clase de tratamiento y que le está administrando alguna clase de medicación resulta para ella socialmente intolerable. Yo lo dejo pasar pero tomo nota de la anécdota. No me parece un momento menor de mi biografía. Me parece un punto de mi biografía que es un síntoma. Un síntoma social. Al que yo estoy muy atento. Al punto de que, ya ven, lo estoy refiriendo en este escrito después de siete años de sucedido. Me parece un dato grave que en una sociedad ciertas patologías como los cálculos renales o las diabetes puedan ser exteriorizadas públicamente con total espontaneidad en tanto estas otras deban (¿deban?) ser sustraídas a la mirada pública o incluso entre amigo. Calladas. Es más, me parece inaceptable. Y  me parece vergonzoso que eso ocurra. Por mi parte, digo sin el menor empacho cuando me lo preguntan o sale el tema que sí padezco una enfermedad mental. Simplemente porque me parece una patología como lo son los cálculos renales.

Escena Dos: En una reunión social de una persona cercana, una posgraduada que se consagra a la docencia universitaria de una carrera de ciencias, luego de haber hablado de su formación académica, del concurso por el que ha pasado hasta conseguir un alto cargo docente, de los proyectos de investigación que integra, en un momento el diálogo diverge hacia otras cuestiones. Y de pronto, de los labios de una posgraduada, quien ha hecho un Master y está promediando su doctorado escucho: “Sí, más solo que loco malo”. Tal frase me resultó, además de por su nivel de vulgaridad intelectual y por su falta de elaboración crítica, reveladora de una falta de instrucción, viniendo nada menos que de una posgraduada, quien había acudido a un lugar común tan aberrante, una afirmación de naturaleza insultante. En primer lugar hacia mí mismo. Refuerza el lugar común de que todo enfermo mental es agresivo para con sus semejantes, de que no es capaz de tener interlocutores sino de ser hostil con ellos y que debe estar o, al menos, está apartado de la sociedad no solo por su patología sino porque es una persona violenta y daría un paso más allá. Si es malo también pronuncia a mis ojos algo más serio que está connotado axiológicamente en el sentido ético de esta palabra. En efecto, la palabra “malo” remite también a una “persona malvada” o “persona maliciosa”, esto es, sancionable desde el punto de vista de la ética, ya no solamente del orden de lo empírico en directa relación con la posibilidad de ser agente de violencia física. 

Escena Tres: Estoy en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata, donde me gradué en mi carrera de grado y luego doctoré. Voy por un pasillo porque debo ingresar a un seminario de posgrado sobre la poética de la autora Nadine Gordimer, Premio Nobel de Literatura, quien precisamente escribió sobre el apartheid y los conflictos interraciales. Me detengo en un recodo porque hay muchos alumnos y alumnas que me impiden circular. De pronto, a mi lado, en una conversación que escucho al pasar entre tres alumnas, resulta evidente que están hablando de una Profesora de la Universidad a cuyas clases están asistiendo en ese momento. Una de ellas, con los peores modales, en un tono enojado, es más, diría que indignado, con ensañamiento, agregaría yo, con desprecio, pronuncia de pronto enojadísima: “¡Sí! ¡Y enferma psiquiátrica!”.

Escena Cuatro: Estoy con una persona que fue mi amiga. Con un Master por la Universidad de NY a quien conozco mucho, y nos ponemos a hablar de una tercera persona. Él sabe que yo conozco a esa persona y la estimo mucho. Él sabe de mis problemas psiquiátricos porque yo no se los he ocultado (como digo, es una persona muy cercana a mí, está muy interiorizado acerca de mi vida). Y de pronto, refiriéndose a esta tercera persona afirma: “Está muy loco”. Yo quedo perplejo. Por su nivel del modo en que degrada a esa persona (que no está loca) y por su nivel de prejuicio. Por su nivel ofensivo hacia mí mismo.

Escena Cinco: Una señora de La Plata, graduada de la Universidad Nacional de La Plata, a quien conozco muy bien, pero afortunadamente de la que ahora me he desvinculado, quien sé que ha tenido parientes gravemente enfermos de patologías mentales (es más, muy graves) y los siguen teniendo en menor medida, que ella misma consumió psicofármacos por motivos leves, explica que ha sido discriminada por otros motivos que no son la patología mental. Pero frente a una situación puntual que se le presenta y en la cual se encuentra comprometida con una persona vinculada a ella por un lazo estrecho quien se ha enfermado de una patología mental, la escucho decir en una reunión social: “¡Sí! ¡Y encima tener que andar dando explicaciones!”. 

Nudo

He recortado, como puede apreciarse, un conjunto de escenas que configuran un friso bastante representativo de lo que un conjunto de personas que aparentemente son preparadas, graduadas, posgraduadas, con Masters incluso en el extranjero, con cargos docentes universitarios, que están cursando doctorados, una estudiante de una carrera universitaria, una escritora muy formada y reconocida, de pronto hacen irrumpir en su discurso delante de mí, voluntaria o involuntariamente el prejuicio y en ocasiones, lo peor de todo, el denigrante y abierto desprecio hacia el enfermo mental. O el prejuicio producto del cual se pronuncian del modo en que lo hacen, mejor. En algunos casos a sabiendas de que padezco una patología mental y la he superado en lo sustantivo pero es crónica sin ser deteriorante y en otro caso que no me conoce en lo absoluto. Simplemente he sido testigo de escenas o bien las he escuchado de personas que conozco. Escenas a mi juicio abominables volcadas hacia la condición humana a la cual hacen referencia y hacia las personas hacia las cuales están dirigidas porque suponen un nivel de descalificación, de desprecio, de denegación de la condición del semejante que no ha elegido enfermarse pero sí se ha enfermado en ocasiones padeciendo mucho dolor y mucho sufrimiento. En otro caso, se trata de una persona víctima del terror a asumir su condición de enferma mental. Motivo por el cual Escena Uno, Escena Dos, Escena Tres, Escena Cuatro y Escena Cinco sí me resultan ellas mismas denigrantes porque suponen una falta de respeto hacia el semejante solo comparable a la directa ignorancia o malicia con que han sido exteriorizadas en ocasiones hacia mí mismo. O bien la inseguridad producto de una autoafirmación en una enfermedad que no debería por qué ser ocultada.

Estas escenas dejan pensando a cualquiera que se ha ocupado de reflexionar acerca del tema de la salud mental en torno de sí mismo, quien convive con alguna patología y debe vérselas con el modo de afrontarla con dignidad según sus principios éticos pero, al mismo tiempo, con eficacia. No puede no ser operativo. Debe actuar sobre la realidad como cualquier mortal que lleva una vida normal. Hay muchas dimensiones de la vida cotidiana de las cuales se tiene que responsabilizar. Su trabajo, en mi caso, que me gusta mucho estudiar, el trabajo se potencia o acentúa más aún, las exigencias de la vida cotidiana, las relaciones sociales, otros problemas de salud que podamos llegar a tener, como alguno orgánico (yo, por ejemplo, hace poco tuve uno de intestinos), cuidar de mi hija, que no le falte ni dinero, ni alimento, que esté protegida de los peligros sociales. La inseguridad hace que yo sinceramente viva en vilo porque ella se ha emancipado y la inseguridad es terrible en esta ciudad. Cuidando de mí mismo, acompañando a mis padres en su vejez. Y llevando la vida que supone ser un paciente, desde comprar recetas para medicamentos, asistir a las consultas, los trámites en la obra social, en fin. Ya ven, se trata de la misma vida que lleva cualquier otra persona, salvo que con el agregado de estos cuidados gestiones que debo desplegar para estar atento a que mi salud prosiga tan estable como hasta ahora, me permita seguir manteniendo la vida productiva y activa que llevo afortunadamente.

Si bien tengo un hermano diría yo que extraordinariamente colaborador y solidario conmigo y con toda la familia (como ha quedado demostrado y puesto de manifiesto en mis tratamientos cuando me acompañaba de La Plata a Buenos Aires teniendo que madrugar, en su auto, esperarme luego de la aplicación de una medicación para luego regresar), acompañándome en algunos de los cinco momentos agudos de la enfermedad, colaborando con mis padres en sus necesidades, teniendo él su propia familia, bueno, siendo y habiendo sido mis padres personas también sumamente proveedoras y que me asistieron en mi problema de salud. Hay una parte de la enfermedad misma que limita al sujeto, inevitablemente. Si bien al consagrarme a actividades intelectuales y haber permanecido esa parte de mis recursos intacta, mi vida discurre con la misma fluidez que la de otros que no la padecen. Resulta evidente que padecer una patología no es lo mismo que no padecerla. Supone un trabajo y supone enfrentar a una sociedad llena de prejuicios y supone afrontar toda una serie de desafíos increíblemente adversos frente a los cuales yo he elegido precisamente igual acción: una vida desafiante frente a esa sociedad. Afrontar mis problemas de modo no agresivo en modo alguno (lo que sería una abierta contradicción con todo lo que vengo narrando y refiriendo, mi disidencia respecto de todo ello), pero sin retroceder un palmo frente a cualquier intento por hacerme a un lado o discriminarme. Por denegarme mi condición de semejante. Por marginarme. Por dejar de trabajar. Por perder mi autoestima. Motivo por el cual he progresado en mis estudios hasta alcanzar el máximo posgrado al que una persona puede aspirar y obtenido toda una serie de logrados profesionales. Si alguien aspira denegarme mi condición de semejante directamente me alejo de esa persona tóxica, prejuiciosa en los grados menos severos. Generadora de perjuicios hacia mí o mi familia. No ha ocurrido eso afortunadamente en mi vida. Siempre me he sentido valorado profesional e intelectualmente.

En lo que puedo percibir en torno de la sociedad de La Plata, Capital de Provincia de Buenos Aires, la Provincia más importante de mi país y una de las ciudades más importantes de Argentina, es que asisto a un enorme prejuicio por parte de las familias “tradicionales” o más conocidas de por aquí. También de los “profesionales exitosos” de carreras liberales. Esa ha sido mi experiencia. Excepción hecha de que les toque a ellas o a alguno de los miembros de sus familiares, en todo caso. En cuyo caso, naturalmente, procederán prolijamente a ocultarlo, disimularlo o mentir al respecto. En la Universidad mi experiencia fue heterogénea. Desde personas con un descomunal criterio de apertura mental, de desprejuicio y de encuentro con el semejante con una patología mental al punto diría de casi no tener en cuenta en modo alguno tal circunstancia (la de que padecía una patología). Hasta los que se apartaban siendo abiertamente chismosos. Son estilos de vida que la gente elige, todo tiene mucho que ver con lo que se ha visto o le han enseñado a uno en su hogar desde muy pequeño. Si los libros han servido para promover el pensamiento crítico o si les han pasado por un costado sin dejarles el menor rastro.

Mi experiencia ya como académico durante diez años ha sido desde una persona que buscó una excusa para apartarse de mí cuando me vio regresar a la Facultad luego de mi ausencia, abiertamente, una persona con una muy mala formación, con una inteligencia terriblemente limitada, con un alto nivel de necesidad de escalar posiciones en lo relativo a lo profesional pero que no tenía ni la preparación ni la inteligencia para hacerlo. Al punto de que llegaba a llevarle cajas de bombones a la Profesora Titular en las reuniones de cátedra en torno de una mesa de la Facultad para discutir qué contenidos conformarían el Programa de estudios de la materia para ese año. Una persona que se acercó cierta vez a saludarme, ella sí siendo capaz de respetar al semejante, fue literalmente capturada de un brazo en esa misma oportunidad por esta otra persona a la que me estoy refiriendo, interfiriendo en nuestro contacto, para evitar que se dirigiera a mí y directamente la arrastró de un brazo por la fuerza cuando vio que venía a mi encuentro. 

Y ya con el resto de la sociedad de La Plata mi experiencia ha sido muy heterogénea pero en general positiva. En la medida en que manifestaba un alto a nivel de rendimiento académico, altas calificaciones en la carrera, obtenía becas o un Subsidio por concurso, que asistía a muchos congresos, en Argentina o Francia, que viajaba mucho por razones académicas, que solía ser jurado de concurso porque evidentemente se me consideraba una persona idónea, confiable en el sentido de que iba a actuar limpiamente, honradamente sin favorecer a un aspirante a un cargo por mera conveniencia o simpatía hacia él o ella sino que iba a evaluar cuidadosamente sus antecedentes y cómo dictaba su clase. No iba a dejarme influir por motivos políticos o peores aún. Yo era alguien a quien se le podía otorgar crédito en su desempeño. 

En lo relativo a mi trabajo con publicaciones en el extranjero no hubo demasiados secretos. Me vinculé a algunas publicaciones académicas en particular de EE.UU. a quienes mis trabajos les parecieron serios. Apostaron a mí y seguí colaborando con ellos de forma sostenida y hasta frecuente durante largos años, hasta el presente. Dos Profesores de Literatura Latinoamericana que eran eminencias me respaldaron. Lo hice siempre con honestidad y transparencia. Créase o no, mucha gente sí valora a las personas que actúan bien, pese a que todos afirman que este mundo está patas arriba y que no existen principios ni valores. Yo me he cruzado en la vida con Profesores universitarios del extranjero o del país que sí valoraron mi sentido de la ética, que sí estaban al tanto de mi problema de salud pero sabían que ello no afectaba mi rendimiento intelectual. Y que mi entrega al trabajo es de un compromiso total.

Ya hacia 2018 comencé a colaborar con revistas de periodismo cultural o bien con diarios de Argentina, EE.UU. y México de modo muy sistemático a quienes mi desempeño les entusiasmó y llegamos a una altura de los acontecimientos de mi biografía que sin necesidad de tener la obligación de decirlo, sin que existiera la menor necesidad de informarlo, sí quise notificar a todos los Editores de dichas publicaciones con las que colaboraba. Les dije que padecía de un problema de salud mental que era crónico pero que no era deteriorante y tenía un tratamiento que era sumamente exitoso. Una vez más, por honestidad. Ellos sabrían que mi rendimiento no se vería afectado en modo alguno, yo sabía que ellos valorarían mi honestidad, un pacto de lealtad quedaba fundado, lo que me volvería más confiable frente a cualquier circunstancia que se pudiera presentar entre nosotros que comprometiera la necesidad de hablar con franqueza. Y hablé absolutamente con todos los medios con los que colaboro. De hecho, comencé a partir de 2021 a realizar toda una serie de publicaciones en primera persona, de naturaleza testimonial, entre otros abordajes, que naturalmente públicamente hablaban de mi patología mental que también circularon por redes sociales. Publicaciones que comprometían mi identidad como sujeto que padecía una patología metal que no lo incapacitaba en modo alguno sino más bien se manifestaba tan seguro de su ser y su hacer que no temía exteriorizarlo.  De modo que yo tomaba mi problema de salud con la misma naturalidad como si fueran efectivamente los citados cálculos renales y, por otro lado, en tales términos los refería. Hubo publicaciones que se manifestaron muy interesadas en mis trabajos en torno la salud mental. La Universidad Nacional de La Plata, desde una de sus asignaturas, de la Facultad de Ciencias Médicas, también se interesó. El Médico Psiquiatra que me había atendido antes de quien está ahora a cargo de mi tratamiento, una excelente persona y profesional de nivel internacional, ahora fuera de actividad porque se había jubilado, leyó cada uno de mis trabajos y los ponderó. De hecho los distribuyó entre listas de colegas o entre destacados Profesores de su especialidad a los cuales se los reenvió. Compartió esos textos entre autoridades. Y luego me hizo llegar una devolución de uno de ellos.

En fin, las cosas en mi vida siempre han marchado bien, sobre todo cuando uno ofrece garantías a sus semejantes acerca de su ética profesional y personal. En la medida en que actúa con sinceridad, limpiamente. En la medida en que afronta en lugar de escabullirse, aunque, sin lugar a dudas, los destructivos nunca faltan. En la medida en que no es malicioso ni malvado..Están quienes alientan, acompañan, apoyan, consideran valioso un aporte social al hecho de hablar de estos temas en torno de los cuales cunde tanto fingimiento o bien tanto disimulo, hipocresía, mentiras, tabús y prejuicios que en Escena Uno, Escena Dos, Escena Tres, Escena Cuatro y Escena Cinco quedaban puestos de manifiesto.

Por otra parte, a mí no me interesaba la opinión de cualquiera. Sino la de buenas personas que sabían del tema. Personas que fueran inteligentes. Con quienes mantuviera un lazo afectivo genuino. Quienes tenían y conocían el sentido de la ética. Leían mis escritos con atención. Los apreciaban. Muchos de ellos hicieron hincapié en mi valentía y yo sigo con mi vida, estudiando, trabajando, escribiendo, investigando. No temo a quedar expuesto con motivo de la enfermedad a un supuesto desprestigio o una supuesta mala reputación erróneamente atribuida a haber hablado de temas sobre los que la sociedad, el sentido común, el pensamiento cristalizado, la estereotipia y las ideas heredadas suponen debería callar o no pronunciar por una información que debería ser confidencial. O no hacerlo en primera persona. Más bien, mi función como escritor e intelectual crítico es ir precisamente en contra de esas posiciones, oponerme a ellas, ponerlas en cuestión, revelar lo prohibido en el sentido también de lo temido. Y no estar pendiente por ello de la sanción social sino confiar en el respeto de las personas que son gente como la gente.

Por supuesto que había habido antecedentes en torno de hablar de la enfermedad mental. Yo lo había hecho espontáneamente, inconsultamente, sin preguntar a nadie, sin ponerme a estudiar sobre el tema más que lo indispensable. Lo había hecho a partir de conocimientos básicos y de mi propia experiencia. De, sí, muchas lecturas de psicoanálisis. De Letras, que era mi disciplina, pero si bien humanizaba y participaba del universo de la relación entre ética y lenguaje, ética y políticas del lenguaje, ética y representación social, no eran estrictamente clínicas. Pero la escritora norteamericana Siri Hustvedt con su patología neurológica, que había hecho pública y a partir de la que había escrito su libro La mujer temblorosa o la historia de mis nervios (2010), había sido, no el más importante, pero sí un jalón relevante en esta cadena de sinceridades que yo había leído con impacto emocionante e intelectual.

Yo quería ser franco. No mentir ni mentirme. Ser respetado no por lo que supiera o hubiera trabajado o publicara de modo erudito, sino por mi sentido de la ética cívica y por la ética frente a la sociedad. También por mi posición frente a los DDHH. Que mi hija contemplara a un padre digno. Que mis padres, hermanos, sobrinos, tíos y primos sintieran que estaban delante de alguien que no los avergonzaba sino alguien que pasaba por encima de los prejuicios los dejaba al desnudo en su carácter de falacias. Alguien de quien estuvieran orgullosos. Eso no es simple en estos casos. Pero tomé la decisión de hacerlo. Había argumentos concretos para echar por tierra a esos prejuicios, de naturaleza irracional. Supersticiosa. Ligadas al  pensamiento mágico.

Yo ya en 1995 había escrito, como lo he referido en otras oportunidades, el citado prototexto cuando luego de la irrupción de la enfermedad en mi vida en 1992, y luego de una recuperación que naturalmente llevó un tiempo ya había enfrentado públicamente a la opinión pública sin autocensuras ¿Qué seguir esperando para generalizar de modo más completo (y más detallado) una reflexión con una “narrativa de la enfermedad”? Me resultaba inconducente no hacerlo. Además de una pérdida de tiempo. Yo quería crecer como persona. Ser una persona más íntegra. Experimentar la plenitud de ser por completo yo mismo. Colaborar con personas que sufrían o bien con sus familiares que los acompañaban. No dejar pasar un solo agravio o descalificación más hacia nosotros, quienes padecíamos patologías mentales, en un nosotros inclusivo con el que me comprometí con verdadera intensidad.

Epílogo

Se podría decir que en 2021 yo ya era otro. Era otro frente de mí mismo, en primer lugar del de años anteriores. Había sido alguien que si bien no había ocultado tampoco había afrontado públicamente en medios más que con aquella iniciativa insular. En segundo lugar frente a la persona que más amaba en el mundo: mi propia hija, que estudiaba tan luego su Licenciatura en Psicología en la Universidad Nacional de La Plata, aspira a su respeto. Frente a mi hermano (cuya opinión me importa, y es más, me importa muchísimo, la opinión que tenga de mí por su nivel de dignidad), era otro frente a mi familia, era otro frente a buena parte de la sociedad de La Plata (la que me interesaba) y era otro en algunas partes del mundo donde los artículos se habían publicado, concretamente en NY o bien dos en Mendoza, Argentina. Pero yo me había ocupado de hacerlos circular por Argentina.

Había un compromiso muy poderoso también de mi parte con la Universidad Nacional de La Plata donde yo había cursado mis estudios secundarios, universitarios hasta obtener mi Licenciatura y mi doctorado en Letras en 2014.  Había trabajado en ella largos años. Trabajaba ahora en una de sus editoriales dependientes de una de sus Facultades. La vida universitaria era mi vida aunque yo no estuviera dictando clases o en proyectos de investigación. De un modo u otro seguía investigando. La vida universitaria era otra clase también de estilo de vida al ser un universitario posgraduado en ella, haber estado vinculado a una institución, su  historia, mi historia con ella durante largos años, haber colaborado con ella con libros o artículos o ponencias para Actas de Jornadas o Congresos académicos, que estaban publicados y podían consultarse en libros, revistas u online en mi tesis o en trabajos de investigación. La posibilidad de un acercamiento desde el periodismo cultural para que pudieran trabajar con un testimonio en torno de la patología mental en una Facultad de Ciencias Médicas había sido dar un paso primordial para mí. La patología mental ingresaba a la Universidad Nacional de La Plata, mediante un escrito publicado en NY por quien la padecía, con la idea de realizar un aporte en instancias formativas para estudiantes de grado del anteúltimo año de la carrera. Sentía que había recibido un regalo gracias a una Profesora que había actuado como mediadora en el interés en una materia dictada por ella. Servicio a la comunidad, Universidad pública y un Dr. en Letras que ahora llegaba a la Facultad de Ciencias Médicas convergían en un punto de centrífugo que se desperdigaba hacia el resto de la sociedad en una primera instancia modesta, pequeña. “Se sembraba una semilla”, como me había señalado una de las docentes de esa cátedra.

Varios mensajes vía Facebook, emails, conversaciones vía Zoom o conversaciones personales me hablaban de mi “coraje” o de mi “valentía” al hablar bajo estos términos de la enfermedad mental. Yo, para no faltar a la verdad, en este presente histórico que  había abarcado todo lo largo de 2021 no lo había sentido sino como un acto, como dije, de la más profunda naturalidad, de la más  profunda espontaneidad, quizás producto de la seguridad en mí mismo y de una autoafirmación en mi identidad como sujeto. No me sentía ni un héroe ni un mesías. Pero sin embargo sí me sentía útil. Yo no sabía si existía el tal coraje o la tal valentía en el sentido estricto y esforzado que supone el enfrentar o el confrontar. Simplemente había surgido el hecho de sentir que sí resultaba importante comenzar a hablar en primera persona acerca de estos temas. No eludirlos más. Ni en mi vida ni socialmente. “No es posible callar”, como afirma el bello título del libro de ensayos del escritor argentino Héctor Tizón, comprometido no con similares causas pero que sin lugar a dudas a esta de seguro la hubiera aprobado de estar puesto al tanto de ella.

La senda estaba abierta. El camino expedito. Estaba en Argentina o, al menos en la ciudad de La Plata, según me lo había manifestado la citada docente de la cátedra de la Facultad de Ciencias Médicas donde “Todo estaba por hacerse”. Era comienzos de diciembre de 2021, el año no había finalizado. Todavía había cosas que era posible en el punto culminante del año, llevar a cabo. Sumar aún más aportes a la comunidad. No tenía el menos reparo ni temor a la  exposición pública sencillamente porque no se trataba de exhibicionismo, espectacularización, teatralidad ni necesidad de mostración sino de narración de experiencias para una urgente reflexión social acerca de una asignatura pendiente de la sociedad con algunos de sus miembros más vulnerables. Hacían daño estos datos referidos a los prejuicios. Eran profundamente perjudiciales. Acompañado por mi diestra editora de NY, Mariza Bafile, que apoyaba mi trabajo creativo, intelectual y mi trabajo en la esfera de la salud pública, más concretamente en torno de la salud mental publicando mis artículos con total aprobación y libertad de expresión, era cuestión de proseguir. Ahora mismo.

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