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fabian soberon
Photo Credits: x1klima ©

Objetos

Mi amiga Monika Büchel vive en Suecia y da clases de español y alemán. No conozco su casa pero he hablado con ella en Gotemburgo un par de veces. También intercambié innumerables correos e historias a través de internet. Una tarde de lluvia, quizás atacado por el aire húmedo de un incipiente verano, le conté mi problema con los objetos. Le dije que no sabía qué hacer con ellos. Lo que siempre me ronda en la cabeza, le dije, es que los objetos nos sobreviven. Cuando nosotros no estamos, la muerte está, recité evocando a Epicuro, y cuando la muerte no está, nosotros seguimos existiendo. Pero con los objetos eso no se cumple. El filósofo del jardín no pensó en los objetos al formular el célebre apotegma. El destino de las cosas es incierto, está ligado al acaso. En cambio, el destino humano es seguro y común: todos terminamos en una fosa.

¿Qué hacer con una mochila a medio usar que ya no necesitamos? ¿Dónde van a parar los lápices de labios que nadie usa y que se han puesto mustios?

Mi amiga, en perfecto español, me planteó un dilema. Ella tiene los zapatos de su hija, unos zapatos antiguos que están en buen estado. La hija ya es mayor y no quiere guardarlos. “¿Qué debo hacer?”, me dijo, consternada. “¿Debo donarlos? El desgaste que tienen impide que alguien se interese por ellos. Pero si alguien quisiera los podría seguir usando.”

¿Qué hacemos con los objetos? El inconveniente es nuestro, no de los objetos. Ellos no piensan. Por eso mismo, no tienen problemas. Es mejor no pensar. Al decidir qué hacer con un par de zapatos, la respuesta correcta parece ser “nada”. Lo crucial, más allá de todo, es que los objetos no se interesan por nosotros. Son indiferentes.


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