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Andres Correa

Nueva York sabía más por vieja que por diabla

Todo en exceso termina atragantando, incluso la vanguardia y el falso optimismo. O al menos el abuso que se hace de ellos.

Con un nombre que literalmente trasluce novedad y renovación, Nueva York se acostumbró a presumir ser la capital del mundo, el lugar ideal para renacer e intentarlo todo, aún pagando altísimos impuestos y alquileres por compartir minúsculos espacios. No importaba, porque la vida estaba en la calle, con tanta energía y opciones que no había tiempo para lamentos.

El mafioso conservador, el estilista, el corredor bursátil, la mesera soñadora, el artista, el pelotero, el diseñador, la modelo, la psiquiatra, el chef, el galerista liberal. Todos apuntaban hacia acá como meta: nacidos y migrados, sudando y tatuándose en invierno y verano. La convivencia lucía civilizada -de mal humor para no perder el estilo-, entre neón, taxis, teatros, alcohol, estrés, tijeras y grúas, taladrando un desarrollo indetenible.

Un halloween perpetuo, donde “el dulce y la travesura” se podían disfrutar por igual. ¿Y entonces qué sucedió? ¿Cuándo la champaña perdió su efervescencia? ¿Cómo Nueva York pasó a ser una urbe mezquina, de negocios quebrados, rascacielos vacíos y ventanas apagadas en hoteles, oficinas y apartamentos? ¿Cuándo el deseo de mudarse para acá se convirtió en huida?

Aún antes de la pandemia, al menos desde 2018 Nueva York -la ciudad y el estado- estaba ya perdiendo población. No se notaba quizá porque el turismo masivo lo disipaba.

Como en todas partes donde impera el monopolio político -sea China, Rusia, Irán, Argentina, Cubazuela-, en Nueva York el ciudadano poco a poco quedó expuesto a la falta de balance y alternabilidad. La mayoría ni se había dado cuenta, hasta que la pandemia los sacudió.

Así como aquel niño se rebeló ante la manipulación de admirar el traje inexistente del emperador, muchos neoyorquinos sacaron cuentas y decidieron que no tenía sentido seguir pagando tanto por vivir enjaulados, mientras afuera el deterioro de la vida urbana iba más rápido que el accidentado Metro.

Con más de 20 mil muertos confirmados en NYC y sobre el millón de desempleados, el coronavirus se encargó de exponer con lupa esas calles de indigentes como principales habitantes, entre basura, ratas, jeringas, balas y puñaladas. Nada de eso es nuevo, simplemente de momento no tiene una compensación visible que ayude a soportarlo.

De la arrogancia y el derroche hemos pasado al resentimiento, la recesión, la incertidumbre y el miedo, agravando esa neurosis que es tan local como la pizza.

En respuesta a la histeria caudillista de la Casa Blanca, el monopolio político neoyorquino ha reaccionado con torpeza y poca inteligencia, abonando una anarquía: desde niños oliendo marihuana fumada por vecinos que exigen tolerancia, hasta criminales liberados para descongestionar las cárceles, perros husmeando mercancía en los supermercados y ciclistas agresivos ignorando los semáforos y el sentido vial a nombre del “tránsito ecológico”.

¿Es eso vanguardia o devaluación? Quizá sería mejor volver a la vieja y sabia Nueva York. La “nueva” no sabe de saber ni de sabor; se porta como una adolescente arrugada, “ofendida” e insegura, con más orificios en su personalidad que en sus jeans.

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