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Nueva York en Siete Días

Encendí el motor de mi Nissan plomo y aceleré a fondo. Iba atrasado. La congestión y la escasa señal en mi teléfono me habían obligado a tratar de llegar por mis propios medios, sin mapas virtuales y esquivando las avenidas más recorridas, desde Park Slope hasta la calle 27 en Manhattan.  Cuando entré al Jazz Standard, la virtuosa orquesta llevaba ya media presentación recorrida. Estaba operada por dos clarinetes, dos flautas dulces, dos saxos, cuatro trompetas, cuatro trombones, un percusionista, un piano y su director argentino, Pedro Giraudo, los dirigía tocando el bajo. Me senté en primera fila. Mis amigos me habían guardado lugar y sin querer me hallé tan cerquita del saxo principal, que un escalofrío me deambulaba la espina dorsal cada vez que lo oía armonizar. Las melodías me llenaron hasta las entrañas con brumas de placer. Me quedé, como todo el público, callado y quieto, admirando la compleja relación en que los instrumentos tejían sus compases, esperaban los tiempos y coordinaban consonancias que, todas a la par, sonaban como un torrente musical que yo nunca antes había vivenciado.  Era martes, ya casi medianoche, tenía que volver a mi departamento en Queens.

La noche anterior, el lunes, serían las nueve o diez, había llamado a Belisario preguntándole a ver si se animaba a unas cervezas. Había dicho que sí, pero de las doce no pasaba,  tenía que levantarse temprano. Nos sentamos en un bar hediondo a borrachera en Bushwick. Me habló de sus primeras experiencias en Nueva York recién llegado de México, de cuando el hambre se acumulaba desgarrando la barriga y las monedas en los bolsillos escaseaban. No había trabajo, los pocos amigos se hacían los desentendidos y el largo andar de punta a punta del tren A era el único espacio en que hallaban refugio sus interrumpidas siestas nocturnas. Recordamos a García Márquez, y el legado del realismo mágico heredado de Juan Rulfo. Hablamos de la arrogancia de Cortázar, de esa disputa que terminó en tragedia cuando se empecinó en contra de José María Arguedas a propósito del mejor modo de retratar paisajes. Perdimos la noción del tiempo. Eran ya casi las dos de la madrugada cuando Belisario y yo caminábamos borrachos bajo una lluvia recia recorriendo las avenidas de su barrio. Me mostraba cómo los grafitis callejeros le robaban todos los días al menos veinte suspiros. Los laboriosos detallitos y la diligencia de sus colores encendidos. Me detuve en los ojos de una mujer pintada en un mural de un edificio ancho. Una pañoleta le cubría la mitad del rostro y su mirada quería penetrarse entre mis sienes y la melancolía que generaba mi borrachera. Lograba esa imagen sentimientos que solo el saxo de la noche siguiente me volvería a regalar; el mismo hilo helado quemándome el espinazo. No podía creer que era lunes, tenía que volver a mi departamento en Queens.

El miércoles por la mañana me fui a la facultad. Cuando aparecí en el salón, mis alumnos estaban a la espera. No recordaba de qué tema les había prometido hablar esa mañana, pero en unos minutos me rearmé de memoria y empecé con el reguero de cálculos de resistencia y tensión en vigas de madera. Volví a casa a las doce del día y a las cinco fui a buscar a mi hijo Vicente a la escuela. Había llovido desde las tres, tuve que suspender la práctica de fútbol con sus amigos en el parque, pero cité a dos de ellos y a sus papás a casa. Los niños se perdieron en el barro del patio mientras los tres adultos nos dimos un festín de cervezas, fotografías y guitarras. Los dos padres, uno fotógrafo y otro director, ambos oriundos de Nueva York, discutieron la importancia de la luz en las tomas de cine y fotografía. Hablaron de la velocidad, la apertura y las emociones que pueden ser capturadas con una cámara. Después de un rato, guitarras en mano, cantamos con la prestancia que solo la tenue embriaguez le regala a un músico amateur. Una vez más, aturdido por la cerveza, enamorado de los niños de ocho años que corrían ensuciando la sala con sus zapatos embarrados, y perdido entre las notas de las tres guitarras, volví a ser atacado por las mismas punzadas en la espalda. Nadie podía creer que eran las 11 de la noche, los niños tenían que dormir.

El jueves por la tarde, después de la oficina, llamé a Michelle. Le pregunté si se animaba a un par de copas. Me dijo que estaba por salir a una presentación de dos escritoras en el Pete’s Candy Store en Brooklyn, que si quería fuera, allá podíamos tomar y conversar. Las mujeres, dos prosistas reconocidas en el medio local tenían tal talento que Michelle y yo pensamos en grabar en las memorias y los teléfonos sus nombres y más de alguna de sus frases. Pero al parecer nunca los anoté y ni de lo que dijeron ni de sus apodos existe registro en mi memoria. Después del deleite literario nos quedamos ella y yo a tomar, ella vino tinto y yo mis cervezas. La noche fue avanzando sin demoras, ella esparciendo su altiva quietud y su armoniosa verborrea y yo escuchándola, admirando sus facciones y su boca. Cuando estaba que la medianoche se nos iba, nos levantamos y salimos del local. Al despedirnos, una gota congelada bajó rápida la médula desde el cuello hasta las nalgas. Pensé en robarle un beso, pero la tensión se disipó, como siempre, cuando sus esquivos labios estrecharon mi mejilla roja. Era jueves, pasada la medianoche, tenía que volver a mi departamento en Queens.

Recogí a Vicente a las cinco de la tarde del viernes y partimos, en bicicletas, a la estación. Esperamos unos minutos y nos montamos en tren de las 5:30. Nos desafiamos a una partida de ajedrez en el tablero imantado en el transcurso del viaje desde Queens a Manhattan. Era la primera vez que Vicente me encerraba en un jaque mate tan lúcido como al que hace años me recluyera tantas veces mi padre. Llegamos a la Universidad donde se había anunciado el concierto de Illapu, Anita Tijoux y Colombina Parra conmemorando a Violeta Parra. Pasaron las dos mujeres, Anita y Colombina, primero. La textura de sus voces y el recuerdo de mi Chile se incrustaron en peculiares rincones de mi cuerpo. Sin embargo, no fue sino hasta que apareció Illapu en el escenario y vi a Vicente con su ritmo descoordinado imitando mis propios ritmos, cuando una lágrima alegre me recorrió los ojos hasta la entrada de la boca. Entonces, como todas las otras noches, sentí el hielo viajar por los huesos de mi espalda. Abracé el cuerpo menudito de mi hijo y siguiendo el cultrún nos unimos en un baile que nos emborrachó de júbilo de pies a cabeza. Otra vez se acercaba a galope la inoportuna medianoche, teníamos que volver a nuestro departamento en Queens.

El sábado por la tarde partí a la librería Barco de Papel, leí mis notas en un micrófono abierto ante la pequeña multitud apiñada entre los libros. Me excusé después de un rato, me urgía un poco de soledad. Me fui a mi lugar predilecto, al boardwalk de Williamsburg. Saqué un delgado cigarro de marihuana, un lápiz y mi libreta de notas. Escribí versos que no llegaron a ser poesía, dejé que el viento me acariciara los párpados somnolientos y llené mis pulmones hambrientos del vaho de la droga. Después me metí al bar Veracruz en la Avenida Bedford, me senté en la barra e hice caso omiso de cuanto me rodeaba. Humedecí el gaznate con cerveza amarga y cuando pedí la tercera jarra, una mujer de melena rizada y cuerpo deslumbrante se acomodó al lado mío. Rozó sin querer su muslo en mi pierna muchas veces y aunque pude seguir evitando todo a mi redonda, ya no pude disimular su presencia. Me arrimé medio metro a sus piernas y le ofrecí brindar por la noche larga. De lo acontecido después del brindis no recuerdo, y aunque recordara, haciéndole justicia a viejos decires, un caballero, como iba siendo yo esa noche, no tiene memoria. Al amanecer desperté con la fragancia de su cuerpo enredado entre las sábanas y una violenta sensación de saberme vivo me devoró la columna. Saqué mi libreta de notas, le arranqué una hoja y le dibujé un par de letras agradecidas. Ya era hora de recoger a Vicente, tenía que volver a mi departamento en Queens.

Pasé a Vicente y nos fuimos montados en nuestro Nissan plomo a Prospect Park. Allá encontramos a los poetas de Queens, a sus novias, hijos y a más de algún nostálgico que yo aún no conocía. Jugamos fútbol, hombres, mujeres y niños en medio de la revuelta del parque poblado a sus anchas en el primer domingo del año con sensación a primavera. Los muchachos, henchidos de cervezas tibias y hediondos a cannabis, apenas y le acertaban con los pies a la pelota. Recitamos poesías y recordamos a Galeano y sus relatos peloteros. Cuando la tarde ya caía y el sol pendía de un hilo al final de la explanada, volvimos a nuestro departamento en Queens. Ayudé a Vicente con matemáticas. Cuando lo dejé bien acurrucado entre sus sábanas, me miró con la suavidad de sus ojos dormilones y me dijo que me amaba. Le retribuí mi amor en palabras y le llené de besos las mejillas y la frente. Una vez más, volvieron a erizarse los pelos debajo de mi ropa.


Photo Credits: Tom Marcello

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Claudia Peña Lang
Claudia Peña Lang
8 years ago

Que maravilla Rodrigo…., disfrutar de cada instante de nuestras vidas …esa es la felicidad!!!!, en vivo y en directo..encontrar en cada momento lo lindo, lo positivo y así se va sembrando .. de seguro que tu hijo disfrutará de la misma manera en una calle de Manhattan o en un angosto pasaje del Cerro Alegre en patineta por Valparaíso. Hay tanto que agradecer en nuestra existencia.. tu poema me recuerda que en lo simple esta la maravilla.
Gracias por escribir y convidarnos!!!!

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