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Francisco Martínez Pocaterra

Y no tiran la toalla

En otro lugar, porque a su despacho le despojaron la luz, habló. Sin importar quién es o por qué lo hizo, solo interesa su rango y lo qué dijo. No eximió culpas. Por el contrario, marcó distancia y quienes la aplaudieron ayer, hoy la acusan. Claro. Más allá de las graves denuncias, su conducta desarropó una verdad que, en otras épocas a otro dictador, le resultó demasiado cara: la fractura del poder, el resquebrajamiento de una unidad que hasta recién era sólida. Quisieron oscurecer sus palabras, pero la claridad es como el agua y siempre encuentra un resquicio por donde colarse.

Luisa Ortega Díaz se ha distanciado. No es nuevo, leo en este o aquel artículo que su desencanto viene de tolerar abusos. Son muchas las veces que, al parecer, tragó seco. Se habla de desencuentros con el poder, el verdadero, el que, agazapado, asecha detrás de los funcionarios. Ignoro si son ciertos. Tampoco importa. Al fin de cuentas, si ella está de malas con este o aquel personaje viene a ser solo chisme. Interesa más el golpe que como un diestro boxeador, atizó en el hígado del gobierno. No lo arrojó a la lona. No obstante, lo castigó y lo apaleó; y, sin aire, este debió refugiarse en las cuerdas, para aguantar hasta el campanazo.

Pero no es solo la Fiscal General quien desde su atalaya embiste contra una élite que perdió más que su norte, el pudor. En medio de las refriegas virulentas entre manifestantes armados con su coraje y cuerpos de seguridad blindados con impunidad y odio, dos magistrados del Tribunal Supremo de Justicia alzaron sus voces para calificar como lo que realmente es la constituyente de Maduro: un adefesio jurídico que en vez de paz, está generando más violencia. Tal vez los azuce el temor. Al fin de cuentas, las razones del gobierno estadounidense para sancionar a los ocho magistrados venezolanos abren las puertas a un eventual juicio por delitos de lesa humanidad. Y no es eso, una concha de ajo; como diría mi abuelo, Vaivén Pocaterra.

Se suman a este concierto de descontentos, Héctor Navarro, Nícmer Evans, Ana Elisa Osorio, Miguel Rodríguez Torres, Jorge Giordani y en días recientes, Maripili Hernández, aunque con cautela. Maduro no es aquel portaviones que fue Chávez. Nunca lo ha sido. Como personaje público, es como un potaje maluco, que se traga porque no hay nada más. Es un peñero maltrecho, cargado de pescado putrefacto al que nadie quiere acercarse. Aun sus aliados, sin caer en el descaro de los desvergonzados, callan en los foros internacionales, y de aquel frente regional que en el pasado hizo de esta izquierda demodé uno grupo robusto, solo van restando tímidos apoyos.

La crisis que vive Venezuela destruye la popularidad de cualquiera. Ni hombres como Franklin Roosevelt habrían permanecido incólumes ante un desastre sin precedentes en la historia reciente. Haber africanizado a Venezuela es un pecado que Maduro, y al parecer el chavismo, está pagando caro. Uno que le ha aislado, y en los pasillos de Miraflores, cuando la soledad le permita verse tal cual es, sentirá miedo y acaso, asco. Su tránsito por el poder es un error que la nación desea enterrar, como corresponde con todo lo que ha muerto. Maduro hendió el puñal en una revolución que si bien estaba condenada a morir, hasta recién gozaba de buena salud.

Tal vez crea Maduro que la Fuerza Armada lo va a apuntalar en el poder, y aunque puedo errar, obviamente; creo que le serán leales hasta que dejen de serlo, como ya ha ocurrido en el pasado. La lealtad ciertamente es frágil. El general Pérez Jiménez cayó en 1958 porque dejaron de apoyarle los mismos militares que ni dos meses antes, en su nombre robaron las urnas electorales.

El gran rancho que ha sido esta revolución se desploma. Sus bases, pilares débiles sobre un empinado suelo fangoso, ya no soportan el peso de una gestión empobrecedora material y espiritualmente. Una revolución que solo ha rendido beneficios a unos cuantos, ahora dueños de inmensas fortunas cosechadas al amparo del ejercicio del poder. Mientras, la gente batalla a diario para mal comer, con suerte, una o dos veces al día. Quizá logre apuntalarlo su guardia pretoriana, porque los escenarios sociales son siempre tinglados que se construyen sobre la marcha. Sin embargo, el gobierno recuerda a esos boxeadores que estando noqueados, no caen y, sin tino, lanzan golpes instintivamente.

La muchedumbre abuchea y a gritos, reclama al contrincante que le aseste ese golpe certero que de una vez lo deje tendido, porque su second, irresponsablemente, no termina de arrojar la toalla a la lona.

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