Sirvan estas líneas para expiar mi culpa por la intolerancia y desesperación que me produjeran los niños que viajaban en los asientos contiguos en el avión donde volaba de regreso a casa. Una pesadilla de ocho menores de siete años todos. Los conté. Los dos más cercanos, sentados justo al lado, en diagonal y delante, muy pequeños, de no más de año y medio de edad, los protagonistas de esta historia, convirtieron el avión en una hermética capsula de tormento de cinco horas y media, sin pausa ni escape. El uno lloraba sin lágrimas y gritaba en una escala de agudos por la que se podía medir la torpeza de los padres en controlar la situación. Mientras más se esmeraban ellos, mas chirriantes eran sus gritos. La madre norteamericana joven, grande y rubia, y el padre mexicano, menudo y bella cara de santo. Muy jóvenes y guapos ambos, le dieron a su amor la forma de un extraordinario vástago, belleza de raza mezclada, inesperada, magnífica. Un niño hermoso, mulato lleno de futuro, de facciones indias y pelo amarillo, de mirada marrón incisiva, de largo alcance, de potencia gestual irrefrenable. Bello como casi todos los niños, sí… molesto como algunos.
La niña pelinegra de madre sola de la silla de adelante, en cambio, iba tranquilita con su cabellera tejida en dos hermosos moños rematados en sendos lazos, tan linda ella, tan lindo el esmero de la madre, hasta que lanzó el primer gemido, y la madre presta apeló a la eficiencia distractiva de su celular, e inmediatamente le puso una peliculita de esas infantiles, de canticos destemplados, chirridos y piticos y demás desaciertos sonoros. Desde que alguien inventó que la histeria, la que suena y la gestual, “distraía” a los niños, son muchas las producciones infantiles que se hacen en ese tenor, exaltando el descontrol que los niños no tardan en expresar, apenas intentas sacarlos de su hipnosis y apagar la pantalla. En este caso, mantener a la niña sedada con el celular, fue cuestión que tuvo que asumir el grupo de pasajeros cercanos, pues la niña veía la peliculita ¡sin audífonos! y su banda sonora inundaba el avión. Eso sumado a los gritos del niño que lejos de cansarse, se agudizaban.
Me sentí tan mal de no sentir ternura alguna por esos niños, que cuando la señora de al lado quiso establecer complicidades al respecto conmigo, legítimamente desesperada también por el caos, no la acompañé en la moción y me hice la comprensiva. Traté de leer un artículo sobre lo que se espera de los autos sin chofer en términos de lo que afectará nuestra cultura urbana, nuestra conducta amatoria, pero tan mal escrito en la Newsweek en español, -probablemente producto de una mala traducción-, que no logré engancharme lo suficiente como para amainar el escándalo infantil que me aturdía hasta el dolor de cabeza… Tampoco me ayudaban las escasas dos horas de sueño nocturno que llevaba entre pecho y espalda, sacrificio de todos los que habíamos comprado el pasaje más barato, el del vuelo que despega a las 6:00 am., con escala y apenas un pan frío con mortadela por todo obsequio.
Traté de dormir embutida de almohaditas, chaquetas, me hago un nido, cierro los ojos, pero poco tardé en comprender que escapar de aquella circunstancia miserable, de lata de sardina sellada, era simplemente imposible. Mejor era resignarme entonces, aceptar que no había salida, que no estaba en mis manos ni abrir la puerta del avión e irme, ni callar a los niños… Abro los ojos, y ¿qué descubro? ¡El papá del niño gritón se había quedado dormido! Con el niño saltándole y gritando encima, de un lado a otro, el papá dormía como si nada, ante la mirada reprobatoria de la madre, que no tenía la más remota idea de qué hacer ni con el hijo ni con el padre.
¿Será muy Cruella de Vil, muy bruja de Hansel y Gretel, aspirar a la justicia de que ubiquen a los niños que viajan en avión, todos en un mismo sector insonorizado? Al cuido de sus padres, claro, cada quien es responsable de sus amores… O por lo menos sentarlos a todos atrás… ¿es mucho pedir o será políticamente incorrecto siquiera pensar en eso? Si poner a los gordos perfumados y enjoyados en los asientos delanteros anchos y mullidos, no es incorrecto… ¿qué tiene de malo hacer una cabina infantil? En estos tiempos en que los niños son los que mandan, las consecuencias son mucho más graves que este desafortunado viaje… basta reconocer que vivimos en una sociedad que jerarquiza la juventud, prioriza las libertades infantiles cuando de malacrianzas de primer mundo se trata, a la manera de que los que gobiernan son los que no saben y se sirven de los derechos de inválidos, niños y demás desasistidos para someternos con falsas humanidades, mientras los que saben que son los más, adultos y aprendidos, no tienen voz ni voto, ni merecen respeto.
Cuando los gritos del niño alcanzaron el paroxismo de una agudeza de delirio, la señora de al lado, madre de la dulce niña pelinegra, le extendió un chicle. Tenía razón… el avión empezaba a descender y era probable que le dolieran los oídos. El niño se calmó por un instante, la atención puesta en masticar sin pausa y sin tragar, con la retribución del azúcar que no tardó en mostrar sus efectos disparadores. Me calmo pensando que ya falta menos. Intento dormir el chicle… tal vez lo entretenga una media hora de sueño, podría ser muy reparadora. No. Antes de terminar de arroparme, el niño volvió a su faena hasta pocos minutos antes de aterrizar, cuando de pronto sucedió un súbito e inesperado silencio, el niño se acurrucó cansado, la madre apagó el aparato por indicación de la aeromoza, ya vamos a aterrizar, y sucedió el silencio.
Los padres del niño respiraron tan aliviados, que enternecían. Aunque lo disimularon bien durante todo el vuelo, era fácil suponer la angustia que les producía molestar al avión completo, sin poder controlar a su hijo. Muchos pasajeros los miraron recriminatoriamente con intención o al paso, yo incluida, ¡que vergüenza! Las madres de otros niños mejor portados, los miraban con aire de superioridad… pero ninguno se quedó sin su parte en este show. El acto final quedó a manos de los niños que habían viajado en calma, en un reclamo coral, cansancio y ganas de salir de allí, a toda voz. Sonaban su incomodidad, lloraban, gemían, aterrizábamos, todos queríamos salir corriendo.
El avión era particularmente compacto, para completar… de manera que en la espera eterna que antecede a la apertura de puertas, ya la nave detenida sobre la pista, quedé mirando hacia atrás, la cabeza gacha contra los contenedores de equipaje de mano, y pude ver cuando un niño mexicano, más grandecito, le dijo a su papá en perfecto inglés:
– This is not home.
– What? … Contesta el padre.
– Then… where is home?… le pregunta.
El niño lo pensó con susto por un momento. Tampoco quería decepcionar al padre. En cualquier caso, no era esa una cuestión que podía entender. ¿Dónde está el hogar? ¿De dónde soy yo? El niño había volado de México a NYC. Le había pasado por encima a la distancia, sin entenderla, por los aires. ¿Cómo comprender y menos asumir lo que es lejos y lo que es cerca? ¿Cómo querer volver a ver a los que quieres si eso significa dejar de ver a los que quieres? ¿A quién te pareces, dónde quedas, qué queda, a dónde regreso? Where is home?… Here… Se atrevió a responder al rato. Here. Tal vez reconociendo que su hogar es su papá y su hermanito, donde quiera que el destierro los haya llevado, donde las políticas migratorias y los desastrosos gobiernos nos obliguen a huir.
Home is here. Es verdad que los niños también revelan la verdad de las cosas con una pureza, que nos devuelve la inocencia en un mundo que nos convoca a vivir de espaldas a lo que somos.