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Photo Credits: Roman Königshofer ©

Nicaragua: Un pueblo bajo secuestro

No hay paz para los nicaragüenses. El Presidente Daniel Ortega sigue aferrado al poder y está dispuesto a todo con tal de mantenerlo. Ya lo ha demostrado con creces. La furia ciega con la cual está respondiendo a la protesta heroica de los ciudadanos, en su mayoría jóvenes, ha dejado en el camino a casi 400 muertos, más de 2 mil heridos y alrededor de 230 presos políticos, según datos de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANDPH). 

Los nicaragüenses empezaron a manifestar su descontento a raíz de una reforma de la Seguridad Social que establecía un aumento en las contribuciones de los trabajadores y empresarios y paralelamente una retención del 5 por ciento a los jubilados. Una medida que sirvió de detonante para que estallara el malcontento por el régimen corrupto, antidemocrático y violento que estableció la familia Ortega.

Daniel Ortega llegó a la Presidencia hace 11 años después de cuatro intentos fallidos. De inmediato se dedicó a destruir todas las instituciones democráticas y a garantizarse el apoyo de los militares permitiéndoles ocupar cargos civiles en instituciones públicas. Seguidamente impulsó un cambio en la Constitución para tener la posibilidad de ser reelecto Presidente en el período 2012-2016.

Cuando llegó a la conclusión del segundo mandato, su esfera de influencia y corrupción era tan amplia y su poder tan ramificado que no solamente ganó de manera fraudulenta las elecciones por tercera vez sino que se quitó definitivamente la careta de demócrata. Destituyó a los diputados de oposición que quedaban en el Congreso, impuso a su esposa Rosario Murillo, a quien apodan “la bruja”, como vicepresidente y tomó el control de la comunicación.

Ortega se volvió un nuevo Somoza. Corrupción y miedo son la zanahoria y el bastón que utilizó para controlar al país. Sin embargo no reparó en el valor de un pueblo dispuesto a pagar un nuevo tributo de sangre a la libertad, la transparencia política, la democracia.

Las primeras manifestaciones de calle explotaron con una fuerza sorprendente. Ortega supo desde el primer momento que tenía que reaccionar con dureza, fuerte también del ejemplo de Venezuela, país en el cual la brutalidad del gobierno logró detener la protesta estudiantil y quebrar la oposición.

En un primer momento, al igual que su homónimo venezolano, intentó maquillar la represión con una falsa intención de diálogo.  Cuando le quedó claro que quienes se habían volcado en la calle, y sobre todo los jóvenes y los campesinos, estaban dispuestos a dar sus vidas por la libertad y la lucha contra una nueva dictadura, Ortega decidió reaccionar con una violencia y brutalidad que han ido in crescendo. Amarga ironía. Esta vez del lado de las barricadas están hijos y nietos de los sandinistas quienes lucharon contra Somoza y en el poder, repitiendo las gestas vergonzosas del ex dictador, uno de los protagonistas de la vieja revolución

Sin embargo no debería sorprender el giro que ha dado la gestión del ex guerrillero Ortega. Si la memoria de los pueblos no fuera tan corta nunca hubiera tenido la oportunidad de ocupar nuevamente la silla presidencial después de haber traicionado los ideales que lo llevaron a apoderarse de ella, entre 1979 y 1984.

En esas primeras elecciones libres después de la caída de Somoza, Ortega fue el candidato del FLN (Frente de Liberación Nacional) que tanto había luchado para salir de una de las peores dictaduras de América Latina. Lo escogieron, según recuerdan testimonios de excelencia como los escritores Gioconda Belli y Sergio Ramírez, a pesar de que otros lo hubieran merecido más, solo para evitar fracturas dentro del mismo Frente Sandinista.

Daniel Ortega ya ha demostrado que está dispuesto a cualquier barbaridad con tal de mantenerse en el poder. En los últimos días ha dejado que sus paramilitares arreciaran contra los estudiantes dentro de la Universidad Nacional Autónoma de Managua (UNAN), y tomaran el control de la ciudad de Masaya, heroico bastión rebelde. La muerte volvió a rondar por las calles nicaragüenses y crece el número de detenidos políticos en las cárceles.

Muchas las denuncias de torturas y maltratos. Tantas que hasta el Secretario General de la ONU con su consueta y excesiva prudencia pidió al gobierno de Ortega el fin de la represión. Un llamado al que se sumaron Estados Unidos y 12 países de América Latina. Por su lado la OEA aprobó una resolución en la cual solicita adelantar las elecciones presidenciales y los ex Jefes de Estado y de Gobierno participantes de Iniciativa Democrática de España y las Américas (IDEA), emitieron una Declaración para denunciar «las violaciones graves, sistemáticas y generalizadas de derechos humanos que sufren los pueblos de Nicaragua y de Venezuela».

Acciones todas que, hasta el momento, no parecieran tener repercusión alguna en el gobierno de Nicaragua. Por lo contrario, una Asamblea Nacional totalmente domesticada, acaba de aprobar una ley que prevé una pena de entre 15 y 20 años de cárcel a quien financia el terrorismo. Cínico intento de dar visos de legalidad a la represión. Un candado más a la cárcel en la cual los Ortega y sus huestes mantienen bajo secuestro al pueblo nicaragüense.

Cabe preguntarse: ¿qué más pueden hacer personas inermes para luchar contra la brutalidad de gobiernos y militares que mantienen el dominio de las instituciones y de las armas?. ¿Qué instrumentos ofrecen las democracias para destituir a los gobernantes quienes llegan al poder con el voto y luego se vuelven déspotas?. ¿Cuántos vidas tienen que sacrificar las sociedades en aras de esas democracias robadas?


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