Comparados con el sol, aquí todos los fuegos
son breves, cosa de aficionados;
se acaban cuando se consumen las hojas.
Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.
Pero la muerte es real
Louise Glück
I
Hace mucho tiempo que no volvía al terapeuta que me curó del zoloft. Porque un día se puso a contarme un cuento, harto de que sufriera más y escribiera menos, digo yo. Prefería leerme. Éramos así, yo le regalaba novelas para explicarme mejor. La vida está en otra parte me retrataba. El hombre inhalaba su pipa de chamán y el humo subía hasta despejar un río más al norte que empezaba en mis dedos. Y no era el Moldova. Es lo que veía él mientras yo juntaba a duras penas la imagen neblinosa llena de huecos.
Aquello se estaba pareciendo al destino del poeta rimbaudiano y su madre, del libro que le valió a Kundera la expatriación. Obsesionada andaba anticipando. No lograba ser parte de una tregua. Mis colegas a orillas de un río seco hacían chistes: “más Praga serás tú”.
Me había dado por meter a Kundera en todas mis conversaciones. En las reuniones de departamento tomaba la palabra y empezaba “Recuerden que en Checoslovaquia…” y apenas empezaba ellos se ponían a dibujar esperando que la reunión volviera a ser seria. “Si seguían financiando los viajes a Cuba vendrá el día en que habrá que atender a los turistas escritores disfrazándonos de autóctonos felices, pero autofinanciados, porque tendremos que disimular la merma de los recursos universitarios. Lo primero que eliminará el estado quebrado serán los departamentos de Filosofía y Letras”. Dibujos de una “paloma” a manera de “tus palabras no sean oídas”, sonrisas entendidas. Mientras, la universidad ya se caía a pedazos por los recursos desviados hacia “la causa”. “Recuerden Praga, cuando…”
Mi imaginación trastornada producía un desfile de embajadores culturales presidiendo campañas de rescate, como la que hicieran García Márquez o Carlos Fuentes o Cortázar cuando regresaron de Checoslovaquia con sus tanques de regalo.
–Alguien tiene que calmarse y estar mejor informado, ¿quién ha visto un tanque aquí? Te tenemos el equipo de buceo, te tenemos la catalana, te tenemos pepire, de sobra, se burlaba la colega Albania aludiendo al chiste legendario del departamento, la vez que el filósofo francés conferencista, exhibiendo su cuidado español, le preguntó a la mesonera que le servía la langosta en el agasajo qué tipo de “pepere” tenía.
El terapeuta me había medicado en una emergencia la primera vez cuando empecé a ver y oler un cadáver de muchacha que flotaba de día como una nube de plomo sobre mi cabeza, en una proyección intermitente. Me despertaba un rayo que calcinaba la ciudad. La muchacha iba perdiendo su carne. Ahora se convertía en una roca que me aplastaba y empujaba la costa. Iba a pedirle de nuevo zoloft pero esa vez no la dejó hablar. Parecía en un trance.
Describió un café en una mesita de Barnes & Noble con el enorme encanto de que si te daba la gana no hablabas con nadie o con todos y no importaba y si escribías sobre la panza hinchada de ballena verdosa muerta de la noche, o de un suicidio colectivo, no había riesgo de parecer alterada, sino urbana. El terapeuta terminó diciendo que no necesitaba medicina sino atravesar las corrientes. Le regalé entonces La risa y el olvido. En mi taller literario también se hablaba de Praga. Una alumna del otro taller de Poesía y Pueblo, la talentosa políglota Marxilenín inventó a mis expensas aquello de que: “a mí me respetas, más Praga serás tú”.
En la video llamada, veinticinco años después, no le digo al terapeuta que extravié completamente el rumbo. Que, a Alicia, la muchacha que me ayudó a huir, la han dejado morir en el viaje que habíamos soñado entre todos. “¿Así que, al final, agua? ¿Nada de llamas?” es lo que quiero citarle, y no conversar de premios nobel novelistas de moda. Quisiera que volviera al libro juvenil de Kundera. Que entrara acaso en Averno de Gluk. Pero ahora sé que cada uno llega al poeta que le toca en otra parte.
Alicia no sabía a dónde quería llegar yo con una escritura que solamente ella veía avanzar como un torrente límpido, sin culpa ni rabia. La ballena devuelve a Jonás en Suecia, siempre más al norte. Descolorido. Respira aún. Mucho tiempo después contará una historia bíblica. Una venganza. El amor por una ciudad condenada. Asilado en el esqueleto salobre y blanco de un pez que lo abandona en Estocolmo. El ego mal curado de Jonás.
Asomada desde la platabanda de mi edificio, yo me rebelaba contra el primer desfile oficial de la multitud que suele creerse sus enamoramientos del carismático hombre nuevo, y que continúa así, matándolo y sustituyéndolo a su debido tiempo, para que el hombre nuevo le deje continuar con su vida en paz. El zoloft me producía vértigos, pero enfriaba.
Lloraba para mí y no les gritaba a las mujeres esqueléticas arrodilladas en la calle al paso del showman levántense, no adoren, no mendiguen. Ellas solamente conocían las procesiones. Alicia sabía consolar porque la paz siempre venía después de la matanza.
Algunos no pueden estar expuestos mucho rato al sol, pierden la vista, el oído. Los desajustados necesitan la sombra, hidratarse después de la larga insolación con los otros. El poeta puede ponerse en remojo demasiado tiempo y extraviarse del todo, como Jaromil convertido en el intelectual revolucionario de la fábula checa que entonces no venía a cuento. Solamente para Alicia. Ella fue la primera que me confirmó lo del rayo. Era el anuncio de una lluvia torrencial que movería poco después las montañas que empujaron los edificios hasta el mar y desapareció una costa. Lo del hombre nuevo, showman carismático y chismoso también fue su pesadilla anticipada.
La rebelión de Alicia era su felicidad. Rimbaud experimentó varias trincheras hasta que ya no pudo andar. Los rimbaudianos que yo conocía hacían turismo de riesgo literario y pasaban temporadas en el infierno institucional. Las rimbaudianas parecían más unas niñas despistadas con problemas de crecimiento. No había que llevar una antorcha a ninguna parte ni perder la compasión por las ahogadas, había sí que rebajarse la obsesión de ser y estar en un centro seco, claro, lleno aliados. Reírse de una misma. Escribir cuando la escritura cruzara.
II
El bus se accidentó a medianoche, invitaron a los pasajeros a bajar en medio de la carretera, hasta aquí llegamos.
Encaró al chofer porque ya no tenía el zoloft que la volvía astuta. Solamente brillaban los ojos de los más pequeños en la oscuridad. O eran animales. Una larga cola de siluetas que fueron adivinando cuáles eran sus pertenencias. El chofer y un primo que hacía de copiloto reembolsaron el boleto. Fueron deteniendo a transportes que pasaban repletos, tomando a los pasajeros que pudieran llevar, para continuar el viaje de siete horas, de pie. A ella no le tocó ni medio boleto y cuando intentó subir al vehículo que por casualidad se detuvo a socorrerla, el chofer se interpuso. Prioridad para señoras con niños. Lanzaron su bolso y oyó cómo se rompía la figurina de lodo que le llevaba de despedida al terapeuta.
Quedó en medio de la nada, de ultima entre una hilera de viajeros o de curiosos que salían del monte, hasta que alguien compasivo quisiera detenerse. Con o sin zoloft era solamente una mujer estrafalaria, sola y alzada.
Porque no solo no encontraba natural que los dejaran allí, sino que se había alzado antes cuando pidió que disminuyeran un poco el volumen de la salsa que era el tranquilizante más popular, junto con el Valium de venta libre. Cuando arrancaba la música los pasajeros caían en un letargo reparador, menos para ella, el chofer y el primo que hacía el trayecto únicamente para cambiar el disco y pasarle cerveza con arepas rellenas de cazón. El aroma de la masa y los rellenos, esto lo pongo aquí por Alicia que cocinaría siempre para mí en New York. Antes de morir experimentó con la concha de mandarina para el relleno de carne molida.
Los pasajeros la odiaron por su desconsideración, tápese los oídos, ella los llevaba tapados. Si el chofer se dormía qué sería de nosotros. El primo subió aún más el volumen. Tanto que no sintieron el aviso del motor hasta que el patinazo los fue orillando, por suerte. Menos mal que el chofer estaba muy alerta y pudo maniobrar con la sincronía de un músico de orquesta bailable. Menos mal que no le habían hecho caso a ella, un bus repleto de dormidos habría ido a parar al fondo del mar y no habría conocido a Alicia.
Y fue así que de pronto entendí mi deseo a través de mi terapeuta que se puso de pie mientras me hablaba de una vida futura de lectora y escritora en New York con sus espantosos y saludables veranos en el parque de Los Claustros, “un saqueo sacro que usted no se debe perder, ni esos montajes de Shakespeare de pacotilla en los claros del bosque con chicharras que tal vez sean sintéticas, pero como ya usted tiene Shakespeare y chicharras en su patio entenderá el encanto”. Así la despidió, con la pregunta: ¿cuándo se va para el norte? Olvide esos ríos pesados del este de Europa. El hombre se quedó con la figurilla rota que representaba una bellísima negra cargada de frutas y flores.
Jonás regresa al agua, era lo que escribía, mientras preparaba la salida. La poesía es el minotauro y es el laberinto y es la doncella que enreda sus hilos. La poesía no tiene nada que ver con que te apartes. Ni con la soberbia del malherido. Alicia compendió la estrategia del terapeuta que quería salvarme, sí, de mí misma.
Quién no ha sido abandonado en Estocolmo. Recuerdo de pronto las series nórdicas que vimos abrazadas al comienzo de la pandemia. Quién no sueña en una taberna a orilla de los fiordos que un dios ha vuelto y como un pez nada por un rato en sus aguas: instala, configura, enciende y apaga. El hilo del control que pende de la carne con metástasis. El agua helada y verdosa y violácea. La carne con su milagro te vomita de nuevo. El amanecer: es siempre dos o tres cosas que sangran. Mientras pasa la noche, flota una ballena ciega guiada por risas brillantes, ojos que flotan sobre las aguas.
III
Sigo en la carretera, sola, por alzada. O es medianoche y camino desde el hospital por la Broadway. No hay ambulancia con seres que te quieran llevar. El terapeuta es ahora un hombre justo, expatriado como Kundera. Nos siente a salvo, a mí en esta ciudad, a él en la nueva costa suya, aunque está llorando tanto como yo. Asoma una sonrisa confiado porque a través de la pantalla ve lo que hay detrás de mí en el fondo, la alegría de Alicia moviéndose en el bosque de los Claustros, tan clara. Ahora me cura del clonazepam que en realidad he rechazado, después de esperar tantas horas porque nadie quería decirme, porque dónde estaba una identificación legal de pareja porque quién es usted. Porque solamente me dejan ver el rostro, porque salgo del hospital como si ella no hubiera existido nunca. Ah, sí, camino con una lista de funerarias que me extendió una asistente social que intenta parecer compasiva sin lograrlo. Me da pena por ella, tironeada entre su trabajo que le exige no ayudar y el resto de empatía que le queda.
No tomaré pastilla alguna. Ya pasarán la campaña electoral y también la pandemia. Cómo le digo al terapeuta mi nostalgia de los pies de Alicia, que no la ayudaban mucho. Ella se quedaría descansándolos, conversando con desconocidos mientras yo iría a retratar la aurora boreal. Era el único plan. No esta preparación para la guerra, cuando abro los ojos y sigo respirando, y siento que me gusta el aire que Alicia me deja, limpio y abierto.