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Naturaleza profunda

¿Cuál es la naturaleza profunda que ampara una carcajada? ¿Cuán arraigado puede estar el poder? ¿Qué tan natural puede ser un golpe? En la Parte de los Crímenes, Roberto Bolaño describe (2666, pág. 689) una reunión de policías después del trabajo, en la que comienzan, animados por el agobio laboral, una ronda de chistes. De los uniformados, el que más se destaca -el que mejor describe el autor- se lanza en una cadena inacabable de chistes sobre mujeres, casi todos con la misma premisa: reírse de alguna dificultad o tras describir una característica que las ridiculice. A medida que el calibre de los chistes aumenta, un superior interviene con asentimientos y aprobaciones, con mitades de felicitaciones contenidas en el cansancio, entre un pensamiento y una afirmación.

La primera vez que leí el libro me pareció un asomo de genialidad y desborde creativo pasarse tres páginas inventando o contando chistes “al filo” de la agresión, sólo para distender la atmósfera aplastante de esta sección, para darle un final escalofriante o que, al menos, no pasara indiferente para nadie.

La segunda vez que lo leí pasó indiferente, pero había tenido mis primeros contactos, comentarios de pasillo y con ánimo aséptico, sobre las mujeres en Ciudad Juárez. La referencia llegó por un compañero librero, cuando trabajaba en Chile. La sorpresa, que viví junto con una compañera de trabajo que había ignorado el libro hasta que supo que trataba el tema de manera alegórica, que la ciudad a la cual hace referencia es Santa Teresa y que los crímenes, lejos de resolverse, se disuelven en el tejido social; me hizo pensar en lo curioso que se vuelve el fenómeno de la violencia cuando toma la distancia de un relato, sobre todo cuando ese relato tiene lugar lejos de nosotros. Entonces la genialidad radicaba -para mi- en la meticulosidad, en las tripas de Bolaño para contar el hecho por más de 300 páginas de manera directa, en una novela que sólo comienza después de su última página.

La tercera vez leí el libro en Buenos Aires. Algo no estaba resuelto, y bien valía la pena (y cierto contento) darle otra vuelta. Es inmenso en varios sentidos, no se pierde nada con volver a sus páginas. Diría que, para algunos -para mi, alguna vez- es un libro de consulta, un punto de fuga o un compendio sobre el cual trazar líneas de las cuales alejarse sin dejar de mirar el punto de partida. Entonces, además, me había familiarizado con los femicidios, con el término que, lejos de parecerme misterioso -y a juzgar por el tratamiento que la prensa (en televisión) le daba-, me resultaba lejano, casi mítico, aún cuando ya tenía consciencia del horror latente en el cual viven millones de mujeres y lo terrible de la realidad para muchas de ellas. Sin embargo, cometí el error de planteárselo, durante una cena, a un grupo de amistades de las cuales la mayoría eran mujeres y las reacciones no se hicieron esperar: todo derivó en una conversación profunda sobre mis valores, ante la mirada confundida y -al mismo tiempo- triste de mis amigos y la educada indignación de mis amigas y mi esposa. Lejos de ser ridículo, fue tremendamente idiota de mi parte meter esa tensión en un fin de semana largo. De todas maneras, pedí disculpas y me sobrepuse, seguí leyendo, y no pude sino sentirme mareado mientras leía. Había empezado a estudiar y, en uno de los cursos iniciales, nos habían hablado de la imaginación sociológica, concepto a partir del cual, la clase se encaminaba a que pensáramos de manera no sólo más colectivista o con mayor envergadura, sino que dejáramos de darle un aire de naturalidad a las cosas que sucedían y empezáramos a preguntarnos por qué sucedían de una manera en particular y no de otra, o por qué la gente, nosotros en general, aceptábamos y, mucho más allá, ni siquiera reflexionábamos, acerca de cosas como, por ejemplo, algunos chistes sobre mujeres y niños o ancianos o sobre la vida política y las concepciones sobre el poder, que se cuelan en cada uno de estos relatos. Como el extraño de Lovecraft, me horrorizó encontrarme en el centro del espejo y saber que el monstruo con el que quise ensañarme era mi propio reflejo, confundido en el salón de la vida cotidiana, mimetizado en los disfraces.

En estos días estoy leyendo el libro por cuarta vez, horrorizado. Recuerdo las noticias de la radio de hace unas semanas, de una mujer (Nabila Rifo) que fue encontrada perdiendo mucha sangre y con signos de hiportermia en una esquina de la ciudad de Coyhaique. Había perdido varios de sus dientes y sus ojos habían sido arrancados con algún tipo de herramienta. Pasó varias semanas en coma farmacológico mientras su situación médica se estabilizaba. El autor -su ex pareja- fue encontrado escondiéndose en casa de un cercano. Hace un par de semanas, la mujer recuperó la consciencia, pero el mundo siguió girando y se llevó a la prensa. Quizás también el aparato judicial se cuelgue del mismo carro. No puedo pensar en qué deparan sus días, mas puedo pensar en la oscuridad que la envuelve, velada para nuestro entendimiento.

De paso, también pienso en Bordieu. En su libro Esquisse d’une théorie de la practique, précédé de trois études d’ethnologie kabyle, el autor plantea el concepto del Habitus para indicar cómo es que los inividuos internalizan y reproducen el aparato cultural, asegurando, al mismo tiempo, que aquello perdure mediante instituciones y relaciones sociales. Se trata, en sus palabras, de “estructuras estructurantes estructuradas”, frase que abarca tres ámbitos importantes de la cultura: aquello en que se basa, sus fundamentos; la función que cumplen al perpetuar y moldear a los actores sociales; y el hecho de que están diseñadas por los elementos de poder devenidos de los otros dos aspectos. Del Habitus deviene la noción de naturalización, y si nos apuramos un poco y volvemos a pensar en la imaginación sociológica, podemos desarmar la escena con la que inicio este artículo y decir que el policía (cuya función es velar por el cumplimiento de las leyes) está riéndose de las mujeres en función de una debilidad atribuida, al punto en que no se reflexiona sobre el origen de esa afirmación. Al mismo tiempo, el humor y su función moralizante (como diría Baudelaire) establece y reafirma no sólo las normas sociales -lo bueno, lo malo, lo digno o lo indigno, por decir algunos-, sino que se encarga, como otros elementos sociales, de hacerlos perdurar mediante la catarsis y los elementos críticos que se liberan de ésta (como en los comentarios del jefe de los policías, que reafirman o apuntan detalles sobre algunos de los chistes.) Por último el Judicial, superior directo de los policías allí reunidos, termina concluyendo la ronda de chistes con un mensaje tan serio como breve, y sin embargo expresado con una ligereza propia del poder que jamás ha sido puesto en duda: “ Las mujeres de la cocina a la cama y por el camino a madrazos (…) Las mujeres son como las leyes, fueron hechas para ser violadas.” (p.691)

Yendo un poco más allá, o volviendo al mundo concreto, puedo citar un titular de un  diario: “El amor y los celos la mataron”, en el cual el asesinato a una mujer (el descuartizamiento de una chica colombiana en Santiago de Chile que luego fue tirada al río para ocultar el crimen) fue transformado en “crimen pasional”, extrapolando los niveles de violencia a la narrativa de una tragedia griega que, no deteniéndose ahí, victimiza al victimario y ofrece una puerta fácil a la justificación no sólo del asesino, sino de la situación completa. Este tipo de titulares y comentarios ponen en tela de juicio cosas como las razones que tuviera la víctima para no irse, pero jamás dejan espacio para pensar en los niveles de intimidación y hostilidad en que conviven las personas involucradas, mucho menos en las relaciones de poder que manan de dicha interacción. Poco se piensa, también, en la precariedad y rigidez de los escasos espacios que las mujeres tienen para buscar ayuda o, antes que eso, aprender a prevenir y cuidarse. Ni hablar de espacios en los que sean los hombres quienes tengan que sentarse e identificar en sí mismos los factores de peligro en los que podrían estar su pareja o las mujeres que les rodean, en la reflexión -necesaria- sobre las conductas en que incurrimos y que, por el entorno y la naturalización del mismo, se toman a la ligera sin pensar que podrían acabar mal o, por lo menos, conducir a la asimilación de hechos que, bajo ninguna circunstancia deben permitirse, como son el insulto público entre parejas o el acoso callejero, tan comunes en algunos contextos.

Hasta ahora, el problema sólo ha sido (en muchos casos) atacado desde las afectadas, quienes son atendidas y tratadas tras el trauma y donde los resultados no siempre son los mejores. Muchas veces los aparatos de justicia no son efectivos o, peor todavía, no se aplican al considerar que no hay un fundamento sólido para las acusaciones y solicitudes. Es hora, también, de enseñarles a nuestros niños, nuestros amigos y padres, que las mujeres se cuidan y defienden y, sobre todo, se comparte con ellas y se lucha a la par por un mundo mejor para todos y todas, para crear un lugar donde nadie está por encima del otro y en el cual todos son necesarios para la humanidad. Las mujeres, sin lugar a dudas, entablan una lucha social no sólo por la paridad y el reconocimiento, sino por inyectar al mundo esa porción de capacidad que las caracteriza, que tanto nos hace falta y que al mismo tiempo se les niega sistemáticamente de una manera tan aplastante como invisible. No solo por ellas, sino por todos quienes estamos, por quienes vienen, no nos podemos quedar de brazos cruzados. Después de todo, la literatura es una de las maneras en que el arte (y la Poesía) nos revelan el mundo y nos dicen, a veces con gritos y desgarros, que es hora de golpear la mesa y salir a cazar a la bestia.


Photo Credits: Daniel Wehner

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