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Música programática (Parte II)

En la segunda mitad del s. XIX, la música programática corrió por los cauces del nacionalismo, bajo la influencia de Wagner principalmente, y adquiriendo para sí otros matices más vinculados a lo político, social e histórico, especialmente en el poema sinfónico. Si bien no fue tan convulsa como el primer medio siglo, terminó siendo una media centuria marcada por las guerras de la Independencia Italiana (1848-1866), la Triple Alianza (1865-1870), la Revolución española de 1868, la Comuna de París (1871) y varias batallas menores en el ámbito franco-germano.

En este contexto, el músico checo Bedrich Smetana compuso una suite de seis poemas sinfónicos bajo el título Mi patria (1874-1879) que, junto al resto de su obra —de marcado acento nacionalista—, le valió el apodo de Padre de la Música Checa. Por su parte, el compositor finlandés Jean Sibelius creó más tarde un apasionado poema sinfónico que intituló Finlandia (1900). Al igual que Smetana, a Sibeliusse le considera el artífice de la identidad musical finlandesa.

Luego de sus siete sinfonías y el célebre concierto para violín y orquesta, sus trece poemas sinfónicos (1892-1925) son su obra más importante, elevando con ellos —junto a los de Richard Strauss— a cimas no vistas hasta entonces el género creado por Liszt, y otorgándole a su música programática una profunda conexión con la naturaleza y la mitología, mayormente la finlandesa.

Por cierto que el caso de este gran violinista es muy curioso: luego de una carrera brillante, los últimos treinta años de su vida no consiguió componer nada relevante, fenómeno al que se le conoce como el Silencio de Järvenpää, por el lugar donde vivió.

Otro compositor de gran relieve que se inscribió en esta corriente nacionalista fue el ruso Piotr Ilich Tchaikovski. Su obra programática quizás más celebrada por su valor didáctico y descriptivo sea la Obertura 1812 (Op. 49, 1880). En justicia hay que decir que sus suites orquestales para ballet, inspiradas en la literatura, no se quedan atrás en belleza y maestría como música programática, a saber: El lago de los cisnes (1877), La bella durmiente (1890) y El cascanueces (1892).

La Obertura 1812 describe la victoriosa resistencia de las tropas rusas ante el ejército de Napoleón Bonaparte. Abre con los violoncelos y las violas interpretando una pieza de la Iglesia ortodoxa rusa, Plegaria al Salvador, para recordar que la declaración de guerra contra Francia fue notificada al pueblo durante la celebración litúrgica. Un cañonazo, detonado por la percusión, marca el inicio de la conflagración.

Luego sigue el combate entre los instrumentos de cuerda y los de viento (metal y madera). Los primeros representan a las tropas rusas y los segundos a las huestes napoleónicas. De pronto los violines tocan indiminuendo, simbolizando con ello al ejército zarista en retirada, en tanto que la Marsellesa, triunfal, tocada por los metales, confirma la victoria de Francia en la batalla de Borodinó y la posterior entrada a Moscú, momento en el cual suena el himno religioso del inicio para significar la intervención divina a favor de Rusia.

Durante un rato, cuerdas y vientos se traban en fragoroso combate, sonando siempre nítida y fuerte La Marsellesa, hasta que las cuerdas se alzan vigorosas y dan batalla, de modo que consiguen poner indiminuendo al himno nacional francés, señalando con ello la retirada del ejército napoleónico, en tanto que, increscendo, el himno imperial ruso, Dios salve al zar, marca el victorioso avance de las tropas rusas sobre las francesas, favorecidas por un invierno para el cual no estaban preparados los invasores.

Al cabo, un pleno de cuerdas, entre cañonazos y campanas, y alternando La Marsellesa y el Dios salve al zar, da término a la obertura en medio de un paroxismo instrumental, del que su autor se retractaría luego diciendo que era «demasiado fuerte y ruidosa».

Valga decir, a manera de anécdota, que Tchaikovski escribió la partitura original indicando que los dieciséis cañonazos fueran ejecutados por cañones reales de carga frontal, lo cual no pudo realizar en vida. Sería en 1954, setenta y cuatro años después de su composición, cuando el director húngaro Antal Doráti haría una ejecución en vivo utilizando un cañón prestado por la Academia Militar de West Point (USA). En este sentido, la interpretación quizá más hermosa sea la dirigida por Vladimir Ashkenazy (1988), quien utilizó el coro, las campanas y los cañones de la fortaleza de Pedro y Pablo de San Petersburgo.

Ahora bien, la música programática de la segunda mitad del siglo XIX no fue solo nacionalista. La corriente descriptiva de inspiración literaria, surgida en la primera media centuria, prosiguió su curso, pero eso será tema del próximo artículo.

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