Es bien conocido el hecho narrado en el libro de ficción más leído de la historia en el que un hombre es capaz de darle de comer a una multitud de miles de personas con apenas media docena de panes y unos pocos peces. Lo hace, según se narra, por medio de la magia, multiplicando exponencialmente los alimentos hasta conseguir la cantidad adecuada para que cada uno la considere suficiente para saciar su propia hambre y su propio silencio. El hecho sucede sin el más mínimo reproche, como es de esperarse, porque la maestría de la imaginación, cuando se ha ejecutado sin algún error mayor, es como la de la vida: irrefutable.
Es entonces, aunque soy un férreo defensor de la imaginación, cuando lamento que todo lo que se pueda imaginar tenga la posibilidad de existir, no sabemos si esto ya lo imaginó hace dos siglos algún habitante de un manicomio, perdido en la profundidad de las montañas de los Andes. Lo digo porque, ahora mismo, leo la noticia de una fábrica de peros a la medida de cada comprador y de cada usuario. Leo que está ubicada en algún lugar en los alrededores de la Central Nuclear de Cernavodă. Leo que produce en todas las lenguas posibles los peros más enigmáticos que podamos imaginar. Leo que los hay, como el pan, para todos los bolsillos y para todos los gustos. Leo que más de doscientos gobiernos la financian y la protegen. Leo que nadie más que sus trabajadores pueden entrar allí y nunca más salir. Leo que el periodista que logró infiltrarse para traer esta noticia a mis manos, y ahora a sus ojos, está desaparecido desde hace un par de meses. Leo que el periódico salva cualquier responsabilidad en la difusión de estos hechos y su exactitud. Y, como si todo eso no fuera suficiente, leo que no habrá quien responda a las preguntas que esto pueda generar en sus lectores.
Haría algo, pero no tengo tanto tiempo. Diría algo, pero no sé sino escribir el mundo. Escribiría algo, pero lo sabrían y luego lo borrarían. Me callaría, pero no puedo. Pero no quiero.